Me gustaba observar las estrellas
Me gustaba observar
las estrellas, acostarme en el pasto con la mirada arriba, inventar formas en
el firmamento. Líneas infinitas dibujaban sus conjuntos. Bestias marinas y
terrestres compuestas por puntos de luz. Siluetas de guerreros desconocidos, rostros
extraños, signos indescifrables escritos en una página negra auguraban el fin
del mundo, pero nadie sabía aun lo que decían.
Armaba grupos con las más próximas entre sí. A veces tenía que pensar
durante un rato para desdibujar los conjuntos que ya había organizado. Me
costaba trabajo la formación de constelaciones nuevas, pero no volver a formar
las que en otros días había ya imaginado. Las cejas de Mónica, un perro echado
sobre el pasto, un águila con las alas cerradas, una llave de tuercas, un
murciélago abriendo el hocico o una pipa. No sabía casi nada de la ubicación de
las formas generalmente conocidas, había creado las mías impunemente sin que
nadie lo supiera. En la escuela no me habían enseñado gran cosa acerca de lo
que había allá arriba; o mejor dicho, no había aprendido mucho en las clases a
las que asistí, sin contar aquellas en las que falté por ir a ver a Mónica. Tal
vez aprendí más de las estrellas cuando estaba con ella que cuando llegué a
asistir a la clase de geografía.
La esperaba afuera de su salón o nos veíamos en su casa antes de que su
madre regresara de trabajar. Retozábamos largas horas con las sábanas encima.
Mirábamos el techo y me ponía a recordar las constelaciones de la noche
anterior. Luego me adentraba en Mónica de nuevo y cuando salía de ella volvía a
las estrellas nuevamente.
Muchos días fueron así, uno cercano al otro, como estrellas dibujando una
figura en el cielo. Todo eso fue antes de que la madre de Mónica nos encontrara
retozando desnudos. Antes de que la enviaran a estudiar a otro país. Antes del
aborto clandestino que le practicó su tío. Antes de enterarme de su muerte.
De no ser por las estrellas no sabía que hubiera hecho. Por eso acepté la
invitación a la Sierra de San Pedro Mártir. Iríamos todos los del salón
acompañados por el maestro de geografía. Estuve tirado en el suelo con la
fogata al lado, viendo hacia arriba. El cielo estaba como si alguien hubiera
lanzado una cubeta de luz y se hubieran quedado sus gotas pegadas en el techo
del mundo. Destellos eran los que se derramaban de la noche sobre mí. Aunque
Bebí las gotas que traía el recuerdo de Mónica. Pero no las que venían de las
estrellas.
Hacía un frío tremendo. A lo lejos se escuchaban los coyotes. Mi compañero
fue por más leña para la fogata. Entré a la tienda de campaña para sacar el
frasco de café, la olla, el agua y las tazas. Estuvimos platicando un buen rato
con la taza de café humeando en las manos, cerca del fuego. Se levantaron
chispas. Las ramas secas crujían iluminadas. Las palabras eran lo de menos, el
paisaje tenía su propia narrativa. Saqué la guitarra del portaequipaje de la
camioneta. Cantamos canciones de Silvio hasta las dos de la mañana. Todos se
habían ido a dormir.
La luz de la fogata se iba disipando. Quedaban el manto celeste salpicado
de estrellas y las dos lámparas sordas que estaban en la tienda. Hacía una hora
que mi compañero se había ido a dormir. Comencé un diálogo con lo que brillaba
arriba. Sentía que la noche me tocaba la piel, se apoderaba de mis nervios,
tomaba cada poro de mi cuerpo. Llegó el momento en que no sabía dónde terminaba
yo y dónde comenzaba la noche. Yo era la noche, pero la noche no era yo. Nunca
nadie volvió a encontrarme. Me buscaron durante días. A lo mejor si me hubieran
buscado en la noche me hallaban abrasado con Mónica en la Sierra de San Pedro.
Julio Morales
Mexicali, BC