El arte de la novela (Editorial Vuelta, 1988) condensa las ideas
del
escritor checo sobre ese antiguo y siempre redivivo género literario.
En el prólogo, Kundera afirma: “este libro no es sino la confesión de
un ‘practicante’”.
El espíritu de la novela es el espíritu de la complejidad. Cada
novela dice al lector: “Las cosas son más complicadas de lo que tú
crees”. Ésa es la verdad eterna de la novela que cada vez se deja oír
menos en el barullo de las respuestas simples y rápidas que preceden
a la pregunta y la excluyen.
El espíritu de la novela es el espíritu de la continuidad: cada obra
es la respuesta a las obras precedentes, cada obra contiene toda la
experiencia anterior de la novela. Pero el espíritu de nuestro tiempo
se ha fijado en la actualidad, que es tan expansiva, tan amplia que
rechaza el pasado de nuestro horizonte y reduce el tiempo al único
segundo presente. Metida en este sistema, la novela ya no es obra
(algo destinado a perdurar, a unir el pasado al porvenir), sino un
hecho de actualidad como tantos otros, un gesto sin futuro.
Antaño, yo también consideré que el porvenir era el único juez
competente de nuestras obras y de nuestros actos. Sólo más tarde
comprendí que el flirteo con el porvenir es el peor de los
conformismos, la cobarde adulación del más fuerte. Porque el porvenir
es siempre más fuerte que el presente. Él es el que, en efecto, nos
juzgará. Y por supuesto, sin competencia alguna.
Pero, si el porvenir no representa un valor para mí, ¿a quién o a qué
me siento ligado?: ¿a Dios?, ¿a la patria?, ¿al pueblo?, ¿al
individuo?
Mi respuesta es tan ridícula como sincera: no me siento ligado a nada
salvo a la desprestigiada herencia de Cervantes.
Joyce puso un micrófono en la cabeza de Bloom. Gracias a este
fantástico espionaje que es el monólogo interior hemos averiguado
mucho de lo que somos. Pero yo no sabría servirme de ese micrófono.
Aprehender un yo quiere decir, en mis novelas, aprehender la esencia
de sus problemas existenciales. Aprehender su código existencial. Al
escribir La insoportable levedad del ser me di cuenta de que el
código de tal o cual personaje se compone de algunas palabras clave.
Para Teresa: el cuerpo, el alma, el vértigo, la debilidad, el idilio,
el Paraíso. Para Tomás: la levedad, el peso.
La novela conoce el inconsciente antes que Freud, la lucha de clases
antes que Marx, practica la fenomenología (la búsqueda de la esencia
de las situaciones humanas) antes que los fenomenólogos. ¡Qué
fabulosas “descripciones fenomenológicas” las de Proust, quien no
conoció a fenomenólogo alguno!
El personaje no es un simulacro de ser viviente. Es un ser
imaginario. Un ego experimental. La novela vuelve así a sus
comienzos. Don Quijote es casi impensable como ser vivo. Sin embargo, en nuestra memoria, ¿qué personaje está más vivo que él? […] no quiero pasar por alto al lector y su deseo tan ingenuo como legítimo de dejarse arrastrar por el mundo imaginario de la novela y
confundirlo de tanto en tanto con la realidad. Pero no creo que la
técnica del realismo psicológico sea indispensable para eso. Leí por
primera vez El castillo [de Kafka] cuando tenía catorce años. Por
aquel entonces admiraba a un jugador de hockey sobre hielo que vivía
cerca de casa. Imaginé a K. con sus rasgos. Aún hoy lo veo así.
Quiero decir con eso que la imaginación del lector completa
automáticamente la del autor.
Crear a un personaje “vivo” significa: ir hasta el fondo de sus
problemas existenciales. Lo cual significa: ir hasta el fondo de
algunas situaciones, de algunos motivos, incluso de algunas palabras
con las que está hecho. Nada más.
escritor checo sobre ese antiguo y siempre redivivo género literario.
En el prólogo, Kundera afirma: “este libro no es sino la confesión de
un ‘practicante’”.
El espíritu de la novela es el espíritu de la complejidad. Cada
novela dice al lector: “Las cosas son más complicadas de lo que tú
crees”. Ésa es la verdad eterna de la novela que cada vez se deja oír
menos en el barullo de las respuestas simples y rápidas que preceden
a la pregunta y la excluyen.
El espíritu de la novela es el espíritu de la continuidad: cada obra
es la respuesta a las obras precedentes, cada obra contiene toda la
experiencia anterior de la novela. Pero el espíritu de nuestro tiempo
se ha fijado en la actualidad, que es tan expansiva, tan amplia que
rechaza el pasado de nuestro horizonte y reduce el tiempo al único
segundo presente. Metida en este sistema, la novela ya no es obra
(algo destinado a perdurar, a unir el pasado al porvenir), sino un
hecho de actualidad como tantos otros, un gesto sin futuro.
Antaño, yo también consideré que el porvenir era el único juez
competente de nuestras obras y de nuestros actos. Sólo más tarde
comprendí que el flirteo con el porvenir es el peor de los
conformismos, la cobarde adulación del más fuerte. Porque el porvenir
es siempre más fuerte que el presente. Él es el que, en efecto, nos
juzgará. Y por supuesto, sin competencia alguna.
Pero, si el porvenir no representa un valor para mí, ¿a quién o a qué
me siento ligado?: ¿a Dios?, ¿a la patria?, ¿al pueblo?, ¿al
individuo?
Mi respuesta es tan ridícula como sincera: no me siento ligado a nada
salvo a la desprestigiada herencia de Cervantes.
Joyce puso un micrófono en la cabeza de Bloom. Gracias a este
fantástico espionaje que es el monólogo interior hemos averiguado
mucho de lo que somos. Pero yo no sabría servirme de ese micrófono.
Aprehender un yo quiere decir, en mis novelas, aprehender la esencia
de sus problemas existenciales. Aprehender su código existencial. Al
escribir La insoportable levedad del ser me di cuenta de que el
código de tal o cual personaje se compone de algunas palabras clave.
Para Teresa: el cuerpo, el alma, el vértigo, la debilidad, el idilio,
el Paraíso. Para Tomás: la levedad, el peso.
La novela conoce el inconsciente antes que Freud, la lucha de clases
antes que Marx, practica la fenomenología (la búsqueda de la esencia
de las situaciones humanas) antes que los fenomenólogos. ¡Qué
fabulosas “descripciones fenomenológicas” las de Proust, quien no
conoció a fenomenólogo alguno!
El personaje no es un simulacro de ser viviente. Es un ser
imaginario. Un ego experimental. La novela vuelve así a sus
comienzos. Don Quijote es casi impensable como ser vivo. Sin embargo, en nuestra memoria, ¿qué personaje está más vivo que él? […] no quiero pasar por alto al lector y su deseo tan ingenuo como legítimo de dejarse arrastrar por el mundo imaginario de la novela y
confundirlo de tanto en tanto con la realidad. Pero no creo que la
técnica del realismo psicológico sea indispensable para eso. Leí por
primera vez El castillo [de Kafka] cuando tenía catorce años. Por
aquel entonces admiraba a un jugador de hockey sobre hielo que vivía
cerca de casa. Imaginé a K. con sus rasgos. Aún hoy lo veo así.
Quiero decir con eso que la imaginación del lector completa
automáticamente la del autor.
Crear a un personaje “vivo” significa: ir hasta el fondo de sus
problemas existenciales. Lo cual significa: ir hasta el fondo de
algunas situaciones, de algunos motivos, incluso de algunas palabras
con las que está hecho. Nada más.
[Para tratar la Historia] Primero:
trato todas las circunstancias
históricas con un máximo de economía. Actúo en relación con la
Historia como un escenógrafo que decora una escena abstracta con la
ayuda de algunos objetos indispensables para la acción. […]
Segundo principio: entre las circunstancias históricas sólo retengo
las que crean para mis personajes una situación existencialmente
reveladora. […]
Tercer principio: la historiografía escribe la historia de la
sociedad, no la del hombre. Por esa razón los acontecimientos
históricos de los que hablan mis novelas son con frecuencia olvidados
por la historiografía. […]
Pero es el cuarto principio el que va más lejos: no sólo la
circunstancia histórica debe crear una situación existencial nueva,
sino que la Historia debe en sí misma ser comprendida y analizada
como situación existencial.
Hay que comprender lo que es la novela. Un historiador relata
acontecimientos que han tenido lugar. Por el contrario, el crimen de
Raskólnikov jamás ha visto la luz del día. La novela no examina la
realidad sino su existencia. Y la existencia no es lo que ha
ocurrido, la existencia es el campo de las posibilidades humanas,
todo lo que el hombre puede llegar a ser, todo aquello de que es
capaz.
Si el autor considera una situación histórica como una posibilidad
inédita y reveladora del mundo humano, querrá describirla tal cual
es. El caso es que la fidelidad a la realidad histórica es algo
secundario en relación con el valor de la novela. El novelista no es
ni un historiador ni un profeta: es un explorador de la existencia.
Existe una diferencia fundamental entre la manera de pensar de un
filósofo y la de un novelista. Se habla con frecuencia de la
filosofía de Chéjov, de Kafka, de Musil, etc. Pero ¡trate de extraer
una filosofía coherente de sus escritos! Incluso cuando expresan sus
ideas directamente, en sus cuadernos íntimos, éstas son más
ejercicios de reflexión, juego de paradojas, improvisaciones, que
afirmación de un pensamiento.
Me gusta de vez en cuando intervenir directamente, como autor, como
yo mismo. En este caso, todo depende del tono. Desde la primera
palabra mi reflexión tiene un tono lúdico, irónico, provocador,
experimental o interrogativo.
[…] componer una novela es yuxtaponer diferentes espacios
emocionales, y en esto estriba, a mi juicio, el arte más sutil de un
novelista.
Hasta los veinticinco años me sentía mucho más atraído por la música
que por la literatura. Lo mejor que hice en aquel entonces fue una
composición para cuatro instrumentos: piano, viola, clarinete y
batería. Prefiguraba casi caricaturescamente la arquitectura de mis
novelas, cuya existencia futura, por aquel entonces, ni siquiera
sospechaba.
En sus comienzos, la gran novela europea era una diversión ¡y todos
los auténticos novelistas sienten nostalgia de aquello! La diversión
no excluye en absoluto la gravedad. En La despedida uno se
pregunta:¿merece el hombre vivir en esta tierra, no hay que “liberar
el planeta de las garras del hombre”? Unir la extrema gravedad de la
pregunta a la extrema levedad de la forma es desde siempre mi
ambición. Y no se trata exclusivamente de una ambición artística. La
unión de un estilo frívolo y un tema grave devela la terrible
insignificancia de nuestros dramas (tanto los que ocurren en nuestras
camas como lo que representamos en el gran escenario de la Historia).
Los libros se publican con caracteres cada vez más pequeños. Imagino
el fin de la literatura: poco a poco, sin que nadie se dé cuenta, los
caracteres disminuirán hasta hacerse completamente invisibles.
Es el armazón de algunas palabras abstractas lo que sostiene una
trama meditativa de la novela. Si no quiero caer en la vaguedad en la
que todo el mundo cree comprenderlo todo sin comprender nada, no
solamente tengo que elegir esas palabras con extrema precisión, sino
también definirlas y volver a definirlas. […] Me parece que una
novela no es, con frecuencia, sino una larga persecución de algunas
definiciones huidizas.
¡Maldito sea el escritor que primero permitió a un periodista que
reprodujera libremente sus comentarios! Dio inicio al proceso que no
podrá sino conducir a la desaparición del escritor: el que lo hace
responsable de cada una de sus palabras. […] Hace un tiempo tomé una decisión: nunca más una entrevista. Salvo los diálogos, corredactados por mí y acompañados de mi copyright. A partir de esta fecha, todo comentario mío de segunda mano debe ser considerado como falso.
Tres posibilidades elementales del novelista: cuenta una historia
(Fielding), describe una historia (Flaubert), piensa una historia
(Musil). La descripción novelesca del siglo XIX estaba en armonía con
el espíritu (positivista, científico) de la época. Fundamentar una
novela en una meditación permanente va en el siglo XX en contra del
espíritu de la época, a la que ya no le gusta en absoluto pensar.
históricas con un máximo de economía. Actúo en relación con la
Historia como un escenógrafo que decora una escena abstracta con la
ayuda de algunos objetos indispensables para la acción. […]
Segundo principio: entre las circunstancias históricas sólo retengo
las que crean para mis personajes una situación existencialmente
reveladora. […]
Tercer principio: la historiografía escribe la historia de la
sociedad, no la del hombre. Por esa razón los acontecimientos
históricos de los que hablan mis novelas son con frecuencia olvidados
por la historiografía. […]
Pero es el cuarto principio el que va más lejos: no sólo la
circunstancia histórica debe crear una situación existencial nueva,
sino que la Historia debe en sí misma ser comprendida y analizada
como situación existencial.
Hay que comprender lo que es la novela. Un historiador relata
acontecimientos que han tenido lugar. Por el contrario, el crimen de
Raskólnikov jamás ha visto la luz del día. La novela no examina la
realidad sino su existencia. Y la existencia no es lo que ha
ocurrido, la existencia es el campo de las posibilidades humanas,
todo lo que el hombre puede llegar a ser, todo aquello de que es
capaz.
Si el autor considera una situación histórica como una posibilidad
inédita y reveladora del mundo humano, querrá describirla tal cual
es. El caso es que la fidelidad a la realidad histórica es algo
secundario en relación con el valor de la novela. El novelista no es
ni un historiador ni un profeta: es un explorador de la existencia.
Existe una diferencia fundamental entre la manera de pensar de un
filósofo y la de un novelista. Se habla con frecuencia de la
filosofía de Chéjov, de Kafka, de Musil, etc. Pero ¡trate de extraer
una filosofía coherente de sus escritos! Incluso cuando expresan sus
ideas directamente, en sus cuadernos íntimos, éstas son más
ejercicios de reflexión, juego de paradojas, improvisaciones, que
afirmación de un pensamiento.
Me gusta de vez en cuando intervenir directamente, como autor, como
yo mismo. En este caso, todo depende del tono. Desde la primera
palabra mi reflexión tiene un tono lúdico, irónico, provocador,
experimental o interrogativo.
[…] componer una novela es yuxtaponer diferentes espacios
emocionales, y en esto estriba, a mi juicio, el arte más sutil de un
novelista.
Hasta los veinticinco años me sentía mucho más atraído por la música
que por la literatura. Lo mejor que hice en aquel entonces fue una
composición para cuatro instrumentos: piano, viola, clarinete y
batería. Prefiguraba casi caricaturescamente la arquitectura de mis
novelas, cuya existencia futura, por aquel entonces, ni siquiera
sospechaba.
En sus comienzos, la gran novela europea era una diversión ¡y todos
los auténticos novelistas sienten nostalgia de aquello! La diversión
no excluye en absoluto la gravedad. En La despedida uno se
pregunta:¿merece el hombre vivir en esta tierra, no hay que “liberar
el planeta de las garras del hombre”? Unir la extrema gravedad de la
pregunta a la extrema levedad de la forma es desde siempre mi
ambición. Y no se trata exclusivamente de una ambición artística. La
unión de un estilo frívolo y un tema grave devela la terrible
insignificancia de nuestros dramas (tanto los que ocurren en nuestras
camas como lo que representamos en el gran escenario de la Historia).
Los libros se publican con caracteres cada vez más pequeños. Imagino
el fin de la literatura: poco a poco, sin que nadie se dé cuenta, los
caracteres disminuirán hasta hacerse completamente invisibles.
Es el armazón de algunas palabras abstractas lo que sostiene una
trama meditativa de la novela. Si no quiero caer en la vaguedad en la
que todo el mundo cree comprenderlo todo sin comprender nada, no
solamente tengo que elegir esas palabras con extrema precisión, sino
también definirlas y volver a definirlas. […] Me parece que una
novela no es, con frecuencia, sino una larga persecución de algunas
definiciones huidizas.
¡Maldito sea el escritor que primero permitió a un periodista que
reprodujera libremente sus comentarios! Dio inicio al proceso que no
podrá sino conducir a la desaparición del escritor: el que lo hace
responsable de cada una de sus palabras. […] Hace un tiempo tomé una decisión: nunca más una entrevista. Salvo los diálogos, corredactados por mí y acompañados de mi copyright. A partir de esta fecha, todo comentario mío de segunda mano debe ser considerado como falso.
Tres posibilidades elementales del novelista: cuenta una historia
(Fielding), describe una historia (Flaubert), piensa una historia
(Musil). La descripción novelesca del siglo XIX estaba en armonía con
el espíritu (positivista, científico) de la época. Fundamentar una
novela en una meditación permanente va en el siglo XX en contra del
espíritu de la época, a la que ya no le gusta en absoluto pensar.
El escritor tiene ideas originales y
una voz inimitable. Puede
servirse de cualquier forma (incluida la novela) y todo lo que
escriba, al estar marcado por su pensamiento, transmitido por su voz,
forma parte de su obra. Rousseau, Goethe, Chateaubriand, Gide,
Malraux, Camus, Montherlant.
El novelista no hace demasiado caso a sus ideas. Es un descubridor
que a tientas se esfuerza por mostrar un aspecto desconocido de la
existencia. No está fascinado por su voz, sino por la forma que
persigue, y sólo las formas que responden a las exigencias de su
sueño forman parte de su obra. Fielding, Sterne, Flaubert, Proust,
Faulkner, Céline, Calvino.
[ Subrayados: Delia Juárez G. ]
servirse de cualquier forma (incluida la novela) y todo lo que
escriba, al estar marcado por su pensamiento, transmitido por su voz,
forma parte de su obra. Rousseau, Goethe, Chateaubriand, Gide,
Malraux, Camus, Montherlant.
El novelista no hace demasiado caso a sus ideas. Es un descubridor
que a tientas se esfuerza por mostrar un aspecto desconocido de la
existencia. No está fascinado por su voz, sino por la forma que
persigue, y sólo las formas que responden a las exigencias de su
sueño forman parte de su obra. Fielding, Sterne, Flaubert, Proust,
Faulkner, Céline, Calvino.
[ Subrayados: Delia Juárez G. ]