POR ANILÚ HERNÁNDEZ BASTIDA
La Muerte decidió retirarse. Todos parecían haber olvidado
el destino común inevitable y la solemnidad de la ceremonia póstuma.
--¡Estoy harta! --se dijo--, todos me odian y me
consideran un castigo. Quiero ser algo bello.
Fue así como, después de tantos siglos, dejó todo
atrás y comenzó de nuevo. Se alació el cabello, esmaltó sus uñas, se puso
algunos accesorios en las manos y el cuello, tomó un bolso y se dispuso a
buscar un nuevo empleo; uno donde fuera valorada. Caminó por la gran ciudad
hasta que sudó. Al principio le sorprendió la sensación, luego terminó por
acostumbrarse, igual que al dolor de pies después de recorrer tantas calles.
Aquello no era fácil. Al fin llegó a la oficina gris y extendió su currículum
junto con el anuncio circulado con marcador negro.
--Mmm, así que usted tiene experiencia en registro
y seguimiento de cadáveres --leyó el administrador de mala gana y, pensando que
aquellas líneas se referían a un empleo en clínicas forenses, dijo:
--Lamento decepcionarla, nuestro anuncio ya no está
vigente. La persona que ve usted al fondo del pasillo estuvo a punto de
renunciar por una enfermedad, pero al fin se repuso y no necesitamos más
personal.
La Muerte disimuló su ira con una sonrisa. Desde
lejos miró los zapatos ridículos, de tacón mediano, que contenían los pies de
aquella burócrata regordeta. Esta posaba sus nalgas en la minúscula silla de
rueditas metálicas a punto de estallar.
--Me gustaría, de todas maneras, dejar mis
documentos --susurró la Muerte.
--No lo considero necesario. Pero si usted insiste…
El hombre tomó el folder con fastidio y lo puso
encima de un viejo legajo que, a juzgar por la capa de polvo, no había sido
movido en meses.
Más tarde, a solas en su departamento, la Muerte
cavilaba: “Ya no quisiera volver a hacer esto, prometí retirarme del oficio”.
Sin embargo, hizo los conjuros pertinentes y se justificó a sí misma al
considerar que su acto en realidad no ocasionaría una gran pérdida. “Hay gente
más valiosa”, concluyó.
Al otro día, la señorita Melissa Mánser amaneció
muerta. Nadie se lo explicaba. Aún no terminaba de correr el rumor matutino
cuando la Muerte apareció radiante por la oficina:
--Pasaba por aquí y quise ver si ya tendrían alguna
vacante --dijo con disimulo.
El hombre que la había atendido apenas un día
antes, se sorprendió ante la inusitada oportunidad. Se mostraba solícito; el
fallecimiento de la secretaría anterior le ocasionaba un problema de búsqueda y
colocación del reemplazo.
--Hay un puesto que se ajusta a su perfil --agregó.
Aunque no dejaba de advertir que había algo raro en la candidata. Al fin,
decidió contratarla.
La Muerte archivaba, transcribía memorandos, le
daba largas a la gente; todo a favor de los intereses de la empresa. A la hora
del almuerzo, tomaba solo una taza de café y se incorporaba de nuevo a sus
actividades. Nadie ponía tanto empeño en el trabajo como ella. Algunas veces,
desde lo más hondo de sus recuerdos, emergían las muecas y el llanto
ocasionados por su presencia en su trabajo anterior:
--¡Maldita Muerte! --escuchaba decir a los
familiares del difunto mientras sollozaban de impotencia. Entonces, capturaba
los datos con mayor velocidad y los documentos se atoraban en sus flacos y
tambaleantes dedos. Aquellas imágenes se esfumaban y volvían los sonidos de la
oficina, así como el olor de la cafetera que, por fortuna, ya no pertenecía a
un funeral. Suspiraba con alivio y continuaba con su rutina. Todos estaban
pendientes de la hora. Ella no, ella era eterna.
Mientras tanto, el tiempo en el mundo se convirtió
en un enorme bloque sin principio ni fin. Los pacientes terminales de las
clínicas engrosaban estadísticas sin precedente; los empleados de funerarias y
crematorios anunciaron su inconformidad por los injustos despidos sin
liquidación; los familiares de aquellos que convalecían en casa, se consumían al
encontrarse ante enfermedades perpetuas; los morosos vivían una furiosa lucha
contra sus acreedores, a quienes, hasta entonces, habían contenido con el
argumento de que pagarían sus deudas en cuanto recibieran la herencia de un
pariente. La vida se convirtió en un latir eterno. Nada podía ser aniquilado;
plantas y animales se reproducían en una euforia desquiciante y los maltrechos
cayeron en una depresión más profunda al pensar que tendrían que arrastrar sin
descanso sus partes torcidas y sus muñones.
A pesar de percibir tan solo un sueldo promedio, la
Muerte abrió una cuenta bancaria y comenzó a ahorrar; eso la hizo feliz.
Incursionó en el mundo de los pequeños placeres: se descubría poco a poco a
través de compras, restaurantes, restaurantes, paseos dominicales y caprichos.
No se arrepentía en absoluto de haber tomado aquella última vida; la gorda no
hubiera sido capaz de disfrutarla tanto como ella. Además, si consideraba la
cantidad de vidas tomadas a lo largo de su carrera, no había de qué preocuparse,
todas ellas la habían alimentado, tenía tiempo para disfrutar.
--¿Dónde está la Muerte? --Se oía inquirir por
todas partes.
Los representantes de todas las religiones que
prometen la vida en un reino ultra terreno, fueron acusados de mentirosos:
¿Acaso no era la Muerte la puerta a ese cielo? Y, si ya no había tal, ¿qué caso
tendría entregar en vida la fe a cualquier credo?
Los ciclos naturales se habían alterado; cada vez
que algo o alguien alcanzaba la decrepitud, permanecía ahí, nauseabundo y
estático. La Muerte mientras tanto, experimentaba una transformación de la cual
ni ella misma era consciente.
Sin embargo, una tarde, mientras caminaba sin rumbo
después de su horario de trabajo, tuvo la sensación de que algo en ella era por
completo ajeno al resto de los seres. Era como empeñarse en formar parte de una
planilla en la cual su figura no correspondiera con ninguno de los espacios. A
partir de ese día su presencia se tornó mínima; entraba en los establecimientos
y era la última en ser atendida a pesar de su estatura; tomaba el autobús en la
parada más concurrida para evitar que el conductor pasara de largo creyendo no
ver a nadie. El colmo fue la indiferencia con que todos comenzaron a tratarla
en la oficina: sus compañeros depositaban los documentos sobre el escritorio
sin dirigirle la palabra. Era como si, a pesar de haber ocultado su identidad,
no pudiera evitar que, por instinto, ellos reconocieran que la Muerte estaba
dejando de ser. Aquello le pareció grave. Ya nadie hablaba de ella. El mundo se
resignaba a su perdida y a la perpetuidad y, paradójicamente, mostraba recelo
por el abandono de parte de aquella a quien, en otro tiempo, había condenado.
La Muerte sentía caer sobre ella una sombra
inclemente. Se veía aplastada bajo la lápida del olvido y creyó que eso era lo
más cercano al limbo. De seguir así, se convertiría en un ánima sin tiempo que
repta con cuerpo entre los humanos.
Ese sábado se respiraba una paz matinal y la Muerte
daba un paseo por un parque de la ciudad. Había exceso de aves como de otros
animales y todo parecía regido por un nuevo orden. Se sentó en una de las
bancas y, por primera vez en años, se detuvo en contemplación; supo que esa
realidad antinatural era abominable. Sintió asco. Luego la invadió el vacío, la
sensación de que su vida se había convertido en algo por completo inútil.
Al instante se puso de pie y corrió hacia su
departamento, preparó de prisa lo necesario para el ritual. Se rehusaba a
perder su esencia, así que, esperó con ansiedad la hora conveniente. Llegado el
momento, pronunció los decretos. Esa misma tarde las funerarias y las morgues
volvieron a funcionar, los noticieros y los diarios se disputaban la noticia.
--No creo que tener los dos trabajos sea tan
complejo --pensó alegre la Muerte.
Se encontraba en lo más arduo de la jornada en la
oficina cuando, venida aparentemente de la nada, una ráfaga helada la invadió
desde la planta de los pies escuálidos hasta la cabeza. La Muerte se
estremeció:
--Pero, ¿qué es esto?
Al instante se encontró con aquella risa sórdida y
la mirada de odio. Fue lo último que vio. Al otro día, el rostro anguloso con
algo de maquillaje y el cuerpo enjuto vestido a la moda, eran cubiertos con una
sábana blanca y sacados del lugar.
Mientras tanto, una mujer regordeta con zapatos de tacón
del tres y medio se deslizaba veloz por las calles de la ciudad en espera de la
primera hora de las oficinas. Se introdujo en aquél edificio por una de tantas
puertas y llegó hasta la oficina gris, se acomodó el cabello con las manos
pálidas y dijo con aplomo:
--Vengo por la vacante de secretaria.
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