SOBRE JOSÉ VICENTE ANAYA
Dejemos a los alcohólicos y los cocainómanos tocar fondo, que
pierdan su humanidad para descubrir que finalmente hay un dios cualquiera que
éste sea. Si ya hay hasta la generación del Kristal y el Fentanilo pues que se
lo acaben, bobos, si tan tentados se sienten, qué carambas con Los
jóvenes locos de aquél verano pues. En fin. (Espero que el Maestro
Gerardo de la Torre no se revuelque en su tumba si acaso participó
en este libro). Dejemos a los políticos corromperse, volverse tiranos y
soñar con el poder a como dé lugar. Los poetas, los creadores y toda
la comunidad artística tenemos nuestros propios negocios: viajar y cabalgar
sobre el trueno (los artistas son aprendices de la luz, como decía Carlos
Pellicer) y cabalgar también sobre unos muslos femeninos o masculinos, ya sea
el caso. Para compartir la aventura que significa ser parte del género humano,
la empresa de la observación y de la óptica propia, el ángulo
exacto que pone en entredicho, refleja o cuestiona las luces y
sombras de la sociedad y en tal actitud el creador pone de manifiesto que el
sentido o el sinsentido de nuestros actos y de nuestra participación en la
sociedad se refleja en la obra artística que tácitamente y con un rumor
silencioso nos recuerda que el significado de la vida, realmente está en otra
parte, en una dimensión que se nos escapa, cuando nos preguntamos si
merecemos más felicidad que aquella, cuando la dicha estaba cerca, o si el
sufrimiento o la pena que nos embarga debería ser menguada por equis o ye
circunstancia que ya no está aquí, sino en la memoria. Y a pesar de que la
labor filosófica contesta racionalmente diciendo que el sentido de la vida no
existe, ni siquiera el filósofo más armado y más preclaro de entendimiento
puede sostener de por vida la argumentación que relativiza nuestro malestar
ante los embates de la vida cotidiana. El poeta, por el contrario que el filósofo,
debe saber que el logos, la aprehensión intelectual del mundo,
tiene un componente racional y otro irracional, que no se contraponen sino que
se complementan, por eso los tratados de psicología o de filosofía, frente a
las grandes obras poéticas resultan fríos, ajenos a la vida, a la
vivacidad y la pasión humana, porque precisamente es la obra poética, —en su
sentido más general, el sentido que abarca cualquier concepción de poética—
donde se dan la mano el intelecto, y la capacidad o la vitalidad de
la imaginación. En este sentido, el poeta es un ser con mayor compromiso con su
obra que el académico o el crítico, toda vez que el creador es el primero y el
primigenio de donde parte cualquier exégesis, paráfrasis o tratado de donde
surgen los segundos. Por eso es que sólo hay un Borges y un solo Roberto
Bolaño mientras que hasta el cantinero del bar de la esquina tiene su
comentario borgeano o su comentario sobre Arturo Belano, que se lo comentan los
jóvenes poetas creyendo que al cantinero le va peor que a ellos.
El poeta debe entregarse a
las aguas de la divinidad —o de la podredumbre y la putrefacción, como lo hizo
Baudelaire— y su obligación, es decir, lo que su soledad creadora debe a los
demás hombres, es mostrar sus resultados, la obra, “la poesía indispensable que
no sirve para nada”, en palabras de Jean Cocteau, debe de ser vista como el
archipiélago rocoso que une a una isla con otra, cuando el poeta bucea para
encontrar esa unión y ese nexo inquebrantable, el nexo entre individualismo y sociedad,
entre hombre y mujer, entre padre e hijo o cualquier otro tema o derrotero que
persiga el poeta. ¿Pero qué labor es ésta? ¿Por qué el poeta tiende a ser
segregado por la incomprensión que causa su trabajo? En ese centro, que es la
incomprensión del arte, está la pregunta y cada vez más como duda: ¿qué es o
qué será la poesía? ¿Cómo se hace un poema que merezca ese nombre? Que se lo
dejemos de tarea a los políticos. Ya hay la frase: “Los Gobernantes deberían
leer a los poetas”. Es una frase profunda que por lo visto nunca ha sido
entendida. El verdadero poeta, el autor preparado, sabe que su respuesta
es la misma pero es diferente cada día, pues tal es el caso de las grandes
cosas: carecer de cualquier definición perpetua. Y cualquier tentativa nueva, entre
más vital, innovadora y significativa sea, será mejor bienvenida, tal es el
caso de la obra del maestro José Vicente Anaya (Villa Coronado, Chihuahua,
1947- Ciudad de México 2020).
En
julio de 1995 me encontraba en una sórdida habitación de un hotel de Mérida, mi
novia me había abandonado sin comida, sin dinero y sin esperanzas, sólo con una
pesada sensación de fracaso, resaca y dos libros que a pesar de lo
que yo había visto como una traición, me los devolvió, esos libros eran: Van
Gogh o el suicidado por la sociedad, de Antonin Artaud y Híkuri,
(1978) de José Vicente Anaya. Sólo hasta después comprendí que yo estaba
naciendo como escritor en esos años y que de quien José Vicente Anaya
había tomado hondas lecciones era de Antonin Artaud y en mi desesperada soledad
de Mérida, entendí que no era gratuito mi primer acercamiento a Artaud junto a
José Vicente Anaya. Y es que cuando uno está en peligro y tiene que sacar
fuerzas de algún lado, no se sabe de dónde, es buen momento para leer poesía;
así me tocó descubrir Híkuri, (nombre del peyote en lengua
rarámuri) este catártico poema hecho para expandir la mente a base de las
lecciones-visiones del peyote y siempre recordaré:
Súbete
al tren de lo desconocido
para
saciar la vida y
visita
la luna
antes
de que la traguen los coyotes
C A M I N A
y
sólo confía en el movimiento
Cruza
tus propios precipicios
sin
dejar de conocer las celdas
donde
agonizan los poetas
que
han encontrado la distancia
en
el centro de sus corazones:
el
manicomio de Rodez
está
en tu casa y
el
Hospital de Santa Isabel
organiza
redadas en los plenilunios.
Años después me seguía intrigando y preguntando el porqué de
los paréntesis, las rayas, los círculos dentro del texto y la
musicalidad sincopada que emana de Híkuri aunado a sus
palabras en lengua rarámuri. En su conjunto era exactamente lo que todo buen
poema debe ser y manifestar: la libertad absoluta del creador donde convergen
la memoria del pórtico natal, la experiencia recorrida y la urgencia
de la expresión del poeta que proviene de un saber de la singularidad de su
experiencia vital y de su época que, al ser compartida, nos enriquece y nos da
el perfil de una generación —la generación de los jóvenes en 1968— de donde
sólo los más hábiles pudieron dejar testimonio, que como es sabido,
fue un parte aguas en la historia de México. Híkuri debe ser
recordado y asimilado como una búsqueda interior del reencuentro con la otredad
cuando precisamente la política mexicana de la época contestaba con
autoritarismo y represión. Por ejemplo, en la película sobre la matanza de la
Plaza de Las Tres Culturas, de Óscar Menéndez, que vi recién en la tele, hasta
sé que un soldado apunta al poeta José Vicente en medio del caos. Luego fueron
los dorados años de los infrarrealistas, los setentas, y el actualmente tan
aclamado Roberto Bolaño jamás mencionó a José Vicente Anaya en su enorme
novela Los Detectives Salvajes (ni siquiera con otro nombre y
eso que eran grandes amigos: uno pasaba con las mujeres como el
nuevo André Bretón y el otro como Antonin Artaud) y vaya, ni siquiera los
actuales grandes comentadores de Bolaño como Rodrigo Fresán, Enrique Vila-Matas
o Carmen Boullosa mencionan a Anaya: Abro en cualquier página el libro de
ensayos Bolaño Salvaje, (segunda edición de 2013, Editorial
Candaya) y no, nadie de verdad habla de José Vicente Anaya. Creo que por ese
solo hecho nada curioso, José Vicente Anaya merece un lugar especial entre
nosotros. Además si los midiéramos estrictamente a los dos por sus mejores
obras, Roberto Bolaño es novelista y el poeta y
ensayista es Vicente Anaya. Híkuri, al paso
de los años, no se lee como si fuera la brizna de un poema caribeño, carajo,
José Vicente Anaya llegó con una mano adelante y otra atrás a la Ciudad de
México desde Villa Coronado. Y ahora para nosotros, los escritores actuales, es
una especie de maldito sagrado con un “lugar muy suyo” en La Poesía Mexicana.
Tal como dijo de él Herman Bellinghausen a los pocos días de su muerte en el
periódico La Jornada. Híkuri lo que muestra no es
sino la desesperación de la autoconciencia en los momentos de alteración que
causa el peyote: “Infierno y Paraíso esta Conciencia/ Otra Razón que no es
razón. Silencio”. O como él dice más adelante: “la biznaga poderosa
del todo, del bien-mal”, es decir, para Anaya, el peyote significó el límite de
una comprensión entre las dualidades de conceptos polarizados: Eros y tanatos,
blanco y negro, hombre y mujer, lo bueno y lo malo, Dios y el Diablo y todo por
“la biznaga poderosa”, que obviamente produce y altera la visión y la energía
psíquica, en un pensamiento hecho cascada que apresa el instante: Híkuri no
es un poema que marcha, sino que irrumpe, como todo lo rebelde, y por tal
motivo, para ser asimilado es mejor observar sus silencios y sus pausas y lo
significativo de éstas. Híkuri es compromiso veraz con la
palabra que no es pesadez de concepto, ni mera orfebrería de imágenes como lo
hacen los malos herederos de Octavio Paz a los que él tanto les rebatió, sino
auténtico aliento, respiración que es saberse y confirmarse como libre, un
hálito, punto de partida hacia un viaje iniciático. Heredero en el mejor sentido
de la palabra de los beats, Vicente Anaya se acercó al peyote
igual que ellos, pero como hombre consciente de su momento histórico, no
pretendió ramplonamente imitarlos: los beats crecieron en
Anaya en su lengua original, el inglés, y Anaya, dos generaciones más joven, se
miró en ellos como mexicano y los vio como una forma de maduración poética y
personal. No sé si antes de Híkuri Anaya se había pasoneado de
peyote, pero Híkuri es rotundamente iniciático.
Tuvieron que pasar seis años
después de lo de Mérida para que conociera personalmente al maestro y con
su generosidad me ayudara a publicar mi primer libro. Ante mis ojos me resultó
siempre como un poeta que hablaba de la poesía como si fuera otra (o la
verdadera) antropología, el verdadero estudio del hombre; luego estaban sus
vivencias fronterizas: Tijuana, San Diego, Los Ángeles y de ahí, como según me
dijo en una de nuestras largas conversaciones, fue de los primeros mexicanos en
traer discos de Tom Waits a la ciudad de México. También me fascinó su absoluto
respeto ante los hallazgos ajenos: él no lee un haiku de Bashoo: él ve toda
una declaración de estética. En fin, un hombre cabal, completo, pues.
Un poeta por los cuatro costados y los cinco sentidos.
No
es posible seguir la apretada agenda de un escritor que se ha consagrado al
estudio, escritura, traducción y difusión de la literatura como él desde toda
su vida: ha colaborado con reportaje, crítica y ensayos en más de 12 revistas y
periódicos nacionales e internacionales como La Cultura en México de Siempre!, Casa
del Tiempo (Universidad Autónoma Metropolitana), Unomásuno, Atticus
Review (de San Diego, California, USA), Bajareque (Universidad
del Zulia, Venezuela), Alero (Universidad de San Carlos,
Guatemala), La Jornada Semanal del periódico La
Jornada, El Financiero, etc.
Ha
dado lecturas de poesía y conferencias en varias universidades y centros
culturales de México, Estados Unidos e Italia y ha tenido importantes aventuras
editoriales en más de seis sitios diferentes, hasta que en marzo de 1997 fundó
y junto con José Ángel Leyva y María Luisa Martínez Passarge,
dirigió Alforja REVISTA DE POESÍA, que
tuvo proyección nacional e internacional y a mi juicio, fue
absolutamente la mejor revista de poesía que circuló en sus 13 años de
vida y la más arriesgada; en alforja se escribió sobre
las relaciones entre el tiempo y la poesía, poesía y budismo, poesía
contemporánea española, poesía y vanguardia, poesía femenina y feminista,
poesía neo helénica, poesía y Jazz, etcétera. El grupo de escritores que
nos reunimos en torno a alforja, más que
pretender acaparar la hegemonía o la directriz de un discurso que
dictara las pautas del quehacer poético y
ensayístico, fue un conglomerado de voces que
prorrumpieron en distintos escenarios poéticos, donde se ha dado lo
mismo un espacio a textos polémicos de toda índole, el rescate a viejos poetas
que pernoctaban en el olvido como José María Facha (1879-1957) o los primeros
esbozos poéticos de autores y autoras menores de veinte años (incluso yo me
encargué de eso). También incluyamos los maratones poéticos donde protestamos
en contra de la guerra de Irak, etcétera. Precisamente como alforja se
mantuvo como revista independiente, no pudo adjudicarse una actitud de
patriarcado cultural como los resentidos
le achacaron: nada quedaba más lejos de nuestras
intenciones, ya que en palabras del mismo Anaya: “alforja nació
para expresar todas las voces de los poetas, todas sus búsquedas y las muchas
culturas del mundo, con la idea de propiciar la diversidad en este mundo que ha
ido cerrándose en la ceguera de dogmas que derivan en fundamentalismos y
caudillismos con sus típicos abusos en la intolerancia.”
¿Desde
dónde escribe el poeta? Existen casi tantas respuestas como poemas:
desde el delirio, desde la razón, la soberbia, el bruto egocentrismo, la tonta
ocurrencia, la genial espontaneidad, lo libresco, lo erudito, la pasión, la
pesadilla... En sus otras obras poéticas, Anaya se coloca —o más correcto
sería acotar—: se desliza, hacia estados que provocan un llamado de conciencia,
pero no un vértigo estéril que desemboca en el desasosiego; más bien todo lo
contrario: su poesía nos trae a nosotros mismos ante nosotros mismos. El tema
puede ser terrible, pero no se nos impregna; poesía que pide ser escuchada
desde la conciencia hacia un más allá de ella, como creo percibir en Morgue (1975-1976),
una de sus más fecundas rachas creativas, donde el poeta entra al mundo para
recorrerlo y el mundo hace lo mismo con él:
He salido a revolcar la voz.
Con cada paso
ascienden
las cenizas
de
los incinerados. La garganta
no
puede con otro ritmo
que
esté alejado
de
los acordes con que responde el piso
en
cada huella... La noche
está
empeorando,
con
esta canción
que
se introduce
a
envenenar las venas, como
si
otro alguien, que soy yo,
se
hubiera metido en mí
para
usurparme
las
ganas de vivir... y
en
esta pena
me
preparo un escándalo mayor
que
sufriré más tarde.
Otro caso que merece mención es el poemario Los
valles solitarios nemorosos, publicado por vez primera en 1976, que
contiene lo que el escritor Alí Calderón de Puebla, juzga como lo
breve descomunal, noción que me parece un acierto, varios lo comentaron
así, pero ya el maestro Anaya en una entrevista aparecida en La Jornada
Semanal (num. 287, diciembre de 1994) abundaba sobre el tema:
“Esa
expresión está sustentada en la profunda cosmogonía del pueblo chino. Por ser
la cultura más antigua del oriente, la cultura china civilizó al Japón y a los
pueblos que la rodean. El interés por la brevedad se da principalmente en el
taoísmo, allá por el año 400 a. de C. Y en el budismo Chan, que en Japón la
pronunciación se deformó en zen, siglos después. El confucianismo es la otra
parte filosófica que cultiva la discreción, lo sucinto, el empleo de las
palabras en su justa medida y oportunidad. [...] Hay también poemas chinos muy
largos, poemas y novelas muy extensos. Lo que más le interesa al taoísmo es
hacer que el individuo se sienta como parte de la armonía del Universo, se
trata de un concepto llamado sincronicidad. [...] La unidad conforma un signo
de totalidad, es la relación entre lo grande y lo pequeño.”
Esta
idea del breve concepto poético que rompe con esquemas occidentales de
pensamiento, se une a sus otros grandes temas: Vallejo, Miguel Hernández, la
posibilidad del surgimiento de cualquier tipo de vanguardia en todo momento (él
acotaría que sólo siempre y cuando sea el momento oportuno para que los
escritores den a conocer sus intereses profundos), la poesía y el humor, la poesía
de los beatniks, sus traducciones de Gregory Corso, Marge Piercy,
Allen Ginsberg, Henry Miller, y la polémica en torno a la demasiada
veneración y culto a la figura de Octavio Paz entre las plumas mexicanas, que
una vez hecha la brecha, gustosos la recorren sin aportar legítimamente nada
nuevo. Me parece que esto es un debate, pero por favor nadie me quiera a mí
para eso. El propio Paz, que a propósito de Sade escribió: “tanto el erudito,
el sabio, el poeta y el que sueña con la abolición de la siniestra realidad,
disputan como perros sobre los restos de tu obra”, ¿Esto ejemplificará lo
que a él mismo le ha ocurrido?
En
sus poemas amorosos, como en el ya celebrado Morgue, Anaya ve a su
amante que baila, que se desdobla y se crea ante sus ojos; a lo que el poeta le
inventa un nombre, Dorinda, en un baile que resulta ser un éxtasis
y evocación de la memoria en el que el poeta recorre su trayectoria política y
cultural: “Y tuvimos Rock para olvidar/ el fastidio de una ciudad/ que se nos
encima a fuerza.” O las amigas: “esperaban/ la reencarnación de Trotsky/ en
algún compañero/ para hacer el amor con el gran viejo/ sin cráneo
destrozado...” Y al final:
Danza, muchacha,
porque
nuestro tiempo
no
tiene ritmo, ni madre.
El
tiempo nos asalta
híbrido para empujarnos
hacia un túnel
de espacio tumefacto.
Danza, muchacha, porque
no queremos morir repletos
de vacío.
Si tuviera que elegir entre los mejores libros de Anaya,
elegiría sin dudar, Híkuri, Morgue, Peregrino (ediciones
Alforja 2002), donde hay Haikus brillantes como:
Mariposas en vuelo
hacen el amor
arriba de mi pelo.
y Poetas en la noche del mundo (UNAM,
1997). Éste último libro pertenece a una corriente que prácticamente él ha
inaugurado en México; el libro de ensayos-traducciones, tal como lo es también
su estudio sobre los beats, Los poetas que cayeron del cielo.
Pero Poetas en la noche del mundo a mi parecer, es más ecléctico, más
extenso y —afortunadamente—, más pretencioso: ahí se encuentran
analogías entre Rimbaud y Henry Miller, la poesía de Charles Bukowski, (poeta
“punk” como él lo define), el surrealismo propio de Artaud, una aproximación a
las más arriesgadas y sagaces poetas contemporáneas suyas
estadunidenses: Di Prima, la poeta suicida y llorada (yo la lloré antes de
saber de su muerte) Anne Sexton, Daiane Wakoski y la segunda parte del libro,
que es algo así como un conjunto de intensidades/ aproximaciones al fenómeno
poético que recaba Anaya de esa auténtica pandilla mítica-meta-histórica de
locos y anarcos: Rimbaud, Cesare Pavese, Efraín Huerta, Henry Miller, Jack
Kerouac, Robert Duncan, Concha Urquiza, Cioran, Ezra Pound, Vicente Huidobro,
Sylvia Plath, Jim Morrison, etcétera.
En
fin, creo que Vicente Anaya ha terminado periodos creativos y ha iniciado
otros; por más que lo quieran encasillar los críticos simplemente como
traductor (lo digo porque como buen creador siempre huyó de los encasillamientos),
el permanecerá como una de las voces más originales de la literatura mexicana
con su obra escrita, traducida y recopilada (sospecho que la tríada es
indisoluble) y lo que falta por venir... No me queda nada más que agregar, más
que José Vicente Anaya, como el eterno retorno del que hablaba Nietzsche,
está condenado a repetirse cada vez más breve-enorme, más plural-etéreo, más
inagotable y que siempre llegará al límite verdadero: cada nuevo decir poético.
NOTA: Este texto fue escrito antes de la muerte el pasado 2020 del
Maestro José Vicente Anaya, no creo que haya mejor pretexto para invitar a la
lectura del gran amigo, conversador, escritor, poeta, traductor he incansable
promotor cultural que fue en vida José Vicente Anaya.