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martes, 3 de diciembre de 2024

SOBRE JOSÉ VICENTE ANAYA POR MARCOS GARCÍA CABALLERO..!!

 

SOBRE JOSÉ VICENTE ANAYA

 

 

Dejemos a los alcohólicos y los cocainómanos tocar fondo, que pierdan su humanidad para descubrir que finalmente hay un dios cualquiera que éste sea. Si ya hay hasta la generación del Kristal y el Fentanilo pues que se lo acaben, bobos, si tan tentados se sienten, qué carambas con Los jóvenes locos de aquél verano pues. En fin. (Espero que el Maestro Gerardo de la Torre no se revuelque en su tumba si acaso participó en este libro). Dejemos a los políticos corromperse, volverse tiranos y soñar con el poder a como dé lugar.  Los poetas, los creadores y toda la comunidad artística tenemos nuestros propios negocios: viajar y cabalgar sobre el trueno (los artistas son aprendices de la luz, como decía Carlos Pellicer) y cabalgar también sobre unos muslos femeninos o masculinos, ya sea el caso. Para compartir la aventura que significa ser parte del género humano, la empresa de la observación y de la óptica propia, el ángulo exacto  que pone en entredicho, refleja o cuestiona las luces y sombras de la sociedad y en tal actitud el creador pone de manifiesto que el sentido o el sinsentido de nuestros actos y de nuestra participación en la sociedad se refleja en la obra artística que tácitamente y con un rumor silencioso nos recuerda que el significado de la vida, realmente está en otra parte,  en una dimensión que se nos escapa, cuando nos preguntamos si merecemos más felicidad que aquella, cuando la dicha estaba cerca, o si el sufrimiento o la pena que nos embarga debería ser menguada por equis o ye circunstancia que ya no está aquí, sino en la memoria. Y a pesar de que la labor filosófica contesta racionalmente diciendo que el sentido de la vida no existe, ni siquiera el filósofo más armado y más preclaro de entendimiento puede sostener de por vida la argumentación que relativiza nuestro malestar ante los embates de la vida cotidiana. El poeta, por el contrario que el filósofo, debe saber que el logos, la aprehensión intelectual del mundo, tiene un componente racional y otro irracional, que no se contraponen sino que se complementan, por eso los tratados de psicología o de filosofía, frente a las grandes obras poéticas resultan fríos, ajenos a la vida,  a la vivacidad y la pasión humana, porque precisamente es la obra poética, —en su sentido más general, el sentido que abarca cualquier concepción de poética— donde se dan  la mano el intelecto, y la capacidad o la vitalidad de la imaginación. En este sentido, el poeta es un ser con mayor compromiso con su obra que el académico o el crítico, toda vez que el creador es el primero y el primigenio de donde parte cualquier exégesis, paráfrasis o tratado de donde surgen los segundos. Por eso es que sólo hay un Borges y un solo Roberto Bolaño mientras que hasta el cantinero del bar de la esquina tiene su comentario borgeano o su comentario sobre Arturo Belano, que se lo comentan los jóvenes poetas creyendo que al cantinero le va peor que a ellos.

El poeta debe entregarse a las aguas de la divinidad —o de la podredumbre y la putrefacción, como lo hizo Baudelaire— y su obligación, es decir, lo que su soledad creadora debe a los demás hombres, es mostrar sus resultados, la obra, “la poesía indispensable que no sirve para nada”, en palabras de Jean Cocteau, debe de ser vista como el archipiélago rocoso que une a una isla con otra, cuando el poeta bucea para encontrar esa unión y ese nexo inquebrantable, el nexo entre individualismo y sociedad, entre hombre y mujer, entre padre e hijo o cualquier otro tema o derrotero que persiga el poeta. ¿Pero qué labor es ésta? ¿Por qué el poeta tiende a ser segregado por la incomprensión que causa su trabajo? En ese centro, que es la incomprensión del arte, está la pregunta y cada vez más como duda: ¿qué es o qué será la poesía? ¿Cómo se hace un poema que merezca ese nombre? Que se lo dejemos de tarea a los políticos. Ya hay la frase: “Los Gobernantes deberían leer a los poetas”. Es una frase profunda que por lo visto nunca ha sido entendida. El verdadero poeta, el autor preparado, sabe que su respuesta es la misma pero es diferente cada día, pues tal es el caso de las grandes cosas: carecer de cualquier definición perpetua. Y cualquier tentativa nueva, entre más vital, innovadora y significativa sea, será mejor bienvenida, tal es el caso de la obra del maestro José Vicente Anaya (Villa Coronado, Chihuahua, 1947- Ciudad de México 2020).

            En julio de 1995 me encontraba en una sórdida habitación de un hotel de Mérida, mi novia me había abandonado sin comida, sin dinero y sin esperanzas, sólo con una pesada sensación de fracaso, resaca y dos libros que a pesar de lo que yo había visto como una traición, me los devolvió, esos libros eran: Van Gogh o el suicidado por la sociedad, de Antonin Artaud y Híkuri, (1978) de José Vicente Anaya. Sólo hasta después comprendí que yo estaba naciendo como escritor en esos años y que de quien José Vicente Anaya había tomado hondas lecciones era de Antonin Artaud y en mi desesperada soledad de Mérida, entendí que no era gratuito mi primer acercamiento a Artaud junto a José Vicente Anaya. Y es que cuando uno está en peligro y tiene que sacar fuerzas de algún lado, no se sabe de dónde, es buen momento para leer poesía; así me tocó descubrir Híkuri, (nombre del peyote en lengua rarámuri) este catártico poema hecho para expandir la mente a base de las lecciones-visiones del peyote y siempre recordaré:

 

                        Súbete al tren de lo desconocido

                        para saciar la vida y

                        visita la luna

                        antes de que la traguen los coyotes

                        C          A         M        I          N         A

                        y sólo confía en el movimiento

                        Cruza tus propios precipicios

                        sin dejar de conocer las celdas

                        donde agonizan los poetas

                        que han encontrado la distancia

                        en el centro de sus corazones:

                        el manicomio de Rodez

                        está en tu casa y

                        el Hospital de Santa Isabel

                        organiza redadas en los plenilunios.

 

Años después me seguía intrigando y preguntando el porqué de los paréntesis, las rayas, los círculos dentro del texto y la musicalidad sincopada que emana de Híkuri aunado a sus palabras en lengua rarámuri. En su conjunto era exactamente lo que todo buen poema debe ser y manifestar: la libertad absoluta del creador donde convergen la memoria del pórtico natal,  la experiencia recorrida y la urgencia de la expresión del poeta que proviene de un saber de la singularidad de su experiencia vital y de su época que, al ser compartida, nos enriquece y nos da el perfil de una generación —la generación de los jóvenes en 1968— de donde sólo los más hábiles pudieron  dejar testimonio, que como es sabido, fue un parte aguas en la historia de México. Híkuri debe ser recordado y asimilado como una búsqueda interior del reencuentro con la otredad cuando precisamente la política mexicana de la época contestaba con autoritarismo y represión. Por ejemplo, en la película sobre la matanza de la Plaza de Las Tres Culturas, de Óscar Menéndez, que vi recién en la tele, hasta sé que un soldado apunta al poeta José Vicente en medio del caos. Luego fueron los dorados años de los infrarrealistas, los setentas, y el actualmente tan aclamado Roberto Bolaño jamás mencionó a José Vicente Anaya en su enorme novela Los Detectives Salvajes (ni siquiera con otro nombre y eso que eran grandes amigos: uno pasaba con las mujeres como  el nuevo André Bretón y el otro como Antonin Artaud) y vaya, ni siquiera los actuales grandes comentadores de Bolaño como Rodrigo Fresán, Enrique Vila-Matas o Carmen Boullosa mencionan a Anaya: Abro en cualquier página el libro de ensayos Bolaño Salvaje, (segunda edición de 2013, Editorial Candaya) y no, nadie de verdad habla de José Vicente Anaya. Creo que por ese solo hecho nada curioso, José Vicente Anaya merece un lugar especial entre nosotros. Además si los midiéramos estrictamente a los dos por sus mejores obras, Roberto Bolaño es novelista y el poeta y ensayista es Vicente Anaya. Híkuri, al paso de los años, no se lee como si fuera la brizna de un poema caribeño, carajo, José Vicente Anaya llegó con una mano adelante y otra atrás a la Ciudad de México desde Villa Coronado. Y ahora para nosotros, los escritores actuales, es una especie de maldito sagrado con un “lugar muy suyo” en La Poesía Mexicana. Tal como dijo de él Herman Bellinghausen a los pocos días de su muerte en el periódico La JornadaHíkuri lo que muestra no es sino la desesperación de la autoconciencia en los momentos de alteración que causa el peyote: “Infierno y Paraíso esta Conciencia/ Otra Razón que no es razón. Silencio”.  O como él dice más adelante: “la biznaga poderosa del todo, del bien-mal”, es decir, para Anaya, el peyote significó el límite de una comprensión entre las dualidades de conceptos polarizados: Eros y tanatos, blanco y negro, hombre y mujer, lo bueno y lo malo, Dios y el Diablo y todo por “la biznaga poderosa”, que obviamente produce y altera la visión y la energía psíquica, en un pensamiento hecho cascada que apresa el instante: Híkuri no es un poema que marcha, sino que irrumpe, como todo lo rebelde, y por tal motivo, para ser asimilado es mejor observar sus silencios y sus pausas y lo significativo de éstas. Híkuri es compromiso veraz con la palabra que no es pesadez de concepto, ni mera orfebrería de imágenes como lo hacen los malos herederos de Octavio Paz a los que él tanto les rebatió, sino auténtico aliento, respiración que es saberse y confirmarse como libre, un hálito, punto de partida hacia un viaje iniciático. Heredero en el mejor sentido de la palabra de los beats, Vicente Anaya se acercó al peyote igual que ellos, pero como hombre consciente de su momento histórico, no pretendió ramplonamente imitarlos: los beats crecieron en Anaya en su lengua original, el inglés, y Anaya, dos generaciones más joven, se miró en ellos como mexicano y los vio como una forma de maduración poética y personal. No sé si antes de Híkuri Anaya se había pasoneado de peyote, pero Híkuri es rotundamente iniciático.

Tuvieron que pasar seis años después de lo de Mérida para que conociera personalmente al maestro y con su generosidad me ayudara a publicar mi primer libro. Ante mis ojos me resultó siempre como un poeta que hablaba de la poesía como si fuera otra (o la verdadera) antropología, el verdadero estudio del hombre; luego estaban sus vivencias fronterizas: Tijuana, San Diego, Los Ángeles y de ahí, como según me dijo en una de nuestras largas conversaciones, fue de los primeros mexicanos en traer discos de Tom Waits a la ciudad de México. También me fascinó su absoluto respeto ante los hallazgos ajenos: él no lee un haiku de Bashoo: él ve toda una declaración de estética. En fin, un hombre cabal, completo, pues. Un poeta por los cuatro costados y los cinco sentidos.

            No es posible seguir la apretada agenda de un escritor que se ha consagrado al estudio, escritura, traducción y difusión de la literatura como él desde toda su vida: ha colaborado con reportaje, crítica y ensayos en más de 12 revistas y periódicos nacionales e internacionales como La Cultura en México de Siempre!Casa del Tiempo (Universidad Autónoma Metropolitana), UnomásunoAtticus Review (de San Diego, California, USA), Bajareque (Universidad del Zulia, Venezuela), Alero (Universidad de San Carlos, Guatemala), La Jornada Semanal del periódico La JornadaEl Financiero, etc.

            Ha dado lecturas de poesía y conferencias en varias universidades y centros culturales de México, Estados Unidos e Italia y ha tenido importantes aventuras editoriales en más de seis sitios diferentes, hasta que en marzo de 1997 fundó y  junto con José Ángel Leyva y María Luisa Martínez Passarge, dirigió  Alforja REVISTA DE POESÍA, que tuvo  proyección nacional e internacional y a mi juicio, fue absolutamente la mejor revista de poesía que circuló en sus 13 años de vida  y la más arriesgada; en alforja se  escribió  sobre las relaciones entre el tiempo y la poesía, poesía y budismo, poesía contemporánea española, poesía y vanguardia, poesía femenina y feminista, poesía neo helénica, poesía y Jazz, etcétera. El grupo de escritores que nos  reunimos  en torno a alforja, más que pretender acaparar la hegemonía o la directriz de un discurso que dictara  las pautas del quehacer poético y ensayístico,  fue un  conglomerado de voces que prorrumpieron en  distintos escenarios poéticos, donde se ha dado lo mismo un espacio a textos polémicos de toda índole, el rescate a viejos poetas que pernoctaban en el olvido como José María Facha (1879-1957) o los primeros esbozos poéticos de autores y autoras menores de veinte años (incluso yo me encargué de eso). También incluyamos los maratones poéticos donde protestamos en contra de la guerra de Irak, etcétera. Precisamente como alforja se mantuvo como revista independiente, no pudo adjudicarse una actitud de patriarcado cultural como los resentidos le  achacaron:  nada quedaba más lejos de nuestras intenciones, ya que en palabras del mismo Anaya: “alforja nació para expresar todas las voces de los poetas, todas sus búsquedas y las muchas culturas del mundo, con la idea de propiciar la diversidad en este mundo que ha ido cerrándose en la ceguera de dogmas que derivan en fundamentalismos y caudillismos con sus típicos abusos en la intolerancia.”

            ¿Desde dónde escribe el poeta? Existen casi tantas respuestas como poemas: desde el delirio, desde la razón, la soberbia, el bruto egocentrismo, la tonta ocurrencia, la genial espontaneidad, lo libresco, lo erudito, la pasión, la pesadilla... En sus otras obras poéticas, Anaya se coloca —o más correcto sería acotar—: se desliza, hacia estados que provocan un llamado de conciencia, pero no un vértigo estéril que desemboca en el desasosiego; más bien todo lo contrario: su poesía nos trae a nosotros mismos ante nosotros mismos. El tema puede ser terrible, pero no se nos impregna; poesía que pide ser escuchada desde la conciencia hacia un más allá de ella, como creo percibir en Morgue (1975-1976), una de sus más fecundas rachas creativas, donde el poeta entra al mundo para recorrerlo y el mundo hace lo mismo con él:

                       

He salido a revolcar la voz. Con cada paso

                        ascienden las cenizas

                        de los incinerados. La garganta

                        no puede con otro ritmo

                        que esté alejado

                        de los acordes con que responde el piso

                        en cada huella... La noche

                        está empeorando,

                        con esta canción

                        que se introduce

                        a envenenar las venas, como

                        si otro alguien, que soy yo,

                        se hubiera metido en mí

                        para usurparme

                        las ganas de vivir... y

                        en esta pena

                        me preparo un escándalo mayor

                        que sufriré más tarde.

                       

Otro caso que merece mención es el poemario Los valles solitarios nemorosos, publicado por vez primera en 1976, que contiene lo que el escritor Alí Calderón de Puebla, juzga como lo breve descomunal, noción que me parece un acierto, varios lo comentaron así, pero ya el maestro Anaya en una entrevista aparecida en La Jornada Semanal (num. 287, diciembre de 1994) abundaba sobre el tema:

 

            “Esa expresión está sustentada en la profunda cosmogonía del pueblo chino. Por ser la cultura más antigua del oriente, la cultura china civilizó al Japón y a los pueblos que la rodean. El interés por la brevedad se da principalmente en el taoísmo, allá por el año 400 a. de C. Y en el budismo Chan, que en Japón la pronunciación se deformó en zen, siglos después. El confucianismo es la otra parte filosófica que cultiva la discreción, lo sucinto, el empleo de las palabras en su justa medida y oportunidad. [...] Hay también poemas chinos muy largos, poemas y novelas muy extensos. Lo que más le interesa al taoísmo es hacer que el individuo se sienta como parte de la armonía del Universo, se trata de un concepto llamado sincronicidad. [...] La unidad conforma un signo de totalidad, es la relación entre lo grande y lo pequeño.”

 

            Esta idea del breve concepto poético que rompe con esquemas occidentales de pensamiento, se une a sus otros grandes temas: Vallejo, Miguel Hernández, la posibilidad del surgimiento de cualquier tipo de vanguardia en todo momento (él acotaría que sólo siempre y cuando sea el momento oportuno para que los escritores den a conocer sus intereses profundos), la poesía y el humor, la poesía de los beatniks, sus traducciones de Gregory Corso, Marge Piercy, Allen Ginsberg,  Henry Miller, y la polémica en torno a la demasiada veneración y culto a la figura de Octavio Paz entre las plumas mexicanas, que una vez hecha la brecha, gustosos la recorren sin aportar legítimamente nada nuevo. Me parece que esto es un debate, pero por favor nadie me quiera a mí para eso. El propio Paz, que a propósito de Sade escribió: “tanto el erudito, el sabio, el poeta y el que sueña con la abolición de la siniestra realidad, disputan como perros sobre los restos de tu obra”, ¿Esto ejemplificará lo que a él mismo le ha ocurrido?

            En sus poemas amorosos, como en el ya celebrado Morgue, Anaya ve a su amante que baila, que se desdobla y se crea ante sus ojos; a lo que el poeta le inventa un nombre, Dorinda, en un baile que resulta ser un éxtasis y evocación de la memoria en el que el poeta recorre su trayectoria política y cultural: “Y tuvimos Rock para olvidar/ el fastidio de una ciudad/ que se nos encima a fuerza.” O las amigas: “esperaban/ la reencarnación de Trotsky/ en algún compañero/ para hacer el amor con el gran viejo/ sin cráneo destrozado...” Y al final:

                       

Danza, muchacha,

                        porque nuestro tiempo

                        no tiene ritmo, ni madre.

                        El tiempo nos asalta

híbrido para empujarnos hacia un túnel

de espacio tumefacto.

Danza, muchacha, porque

no queremos morir repletos de vacío.

 

 Si tuviera que elegir entre los mejores libros de Anaya, elegiría sin dudar, HíkuriMorgue, Peregrino (ediciones Alforja 2002), donde hay Haikus brillantes como:

Mariposas en vuelo

hacen el amor

arriba de mi pelo.

 

Poetas en la noche del mundo (UNAM, 1997). Éste último libro pertenece a una corriente que prácticamente él ha inaugurado en México; el libro de ensayos-traducciones, tal como lo es también su estudio sobre los beatsLos poetas que cayeron del cielo. Pero Poetas en la noche del mundo a mi parecer, es más ecléctico,   más extenso y  —afortunadamente—, más pretencioso: ahí se encuentran analogías entre Rimbaud y Henry Miller, la poesía de Charles Bukowski, (poeta “punk” como él lo define), el surrealismo propio de Artaud, una aproximación a las  más arriesgadas y sagaces  poetas contemporáneas suyas estadunidenses: Di Prima, la poeta suicida y llorada (yo la lloré antes de saber de su muerte) Anne Sexton, Daiane Wakoski y la segunda parte del libro, que es algo así como un conjunto de intensidades/ aproximaciones al fenómeno poético que recaba Anaya de esa auténtica pandilla mítica-meta-histórica de locos y anarcos: Rimbaud, Cesare Pavese, Efraín Huerta, Henry Miller, Jack Kerouac, Robert Duncan, Concha Urquiza, Cioran, Ezra Pound, Vicente Huidobro, Sylvia Plath, Jim Morrison, etcétera.

            En fin, creo que Vicente Anaya ha terminado periodos creativos y ha iniciado otros; por más que lo quieran encasillar los críticos simplemente como traductor (lo digo porque como buen creador siempre huyó de los encasillamientos), el permanecerá como una de las voces más originales de la literatura mexicana con su obra escrita, traducida y recopilada (sospecho que la tríada es indisoluble) y lo que falta por venir... No me queda nada más que agregar, más que José Vicente Anaya, como el eterno retorno del que hablaba Nietzsche, está condenado a repetirse cada vez más breve-enorme, más plural-etéreo, más inagotable y que siempre llegará al límite verdadero: cada nuevo decir poético.

 

NOTA: Este texto fue escrito antes de la muerte el pasado 2020 del Maestro José Vicente Anaya, no creo que haya mejor pretexto para invitar a la lectura del gran amigo, conversador, escritor, poeta, traductor he incansable promotor cultural que fue en vida José Vicente Anaya.

 

SOBRE BRENDA NAVARRO, POR ¡MARCOS GARCÍA CABALLERO!

 

¿Qué es un libro? Un libro es un símbolo, una señal que pertenece al mundo de la civilización humana. Si fuera un trueno o un relámpago sería un sigo: una señal que pertenece al mundo o universo del Ser, en términos metafísicos. ¿Y qué me dices sobre los libros de Brenda Navarro? Es la cultura pop, pero al mismo tiempo, como ya desde hace tiempo son los escritores “jóvenes” del país, son libros que abrevan y sacian su sed a partir de las obras de Jorge Ibargüengoitia.

La historia que relata la novela Casas vacías está plagada de sexo entre los personajes, insultos y cosas de ese estilo, es una narración despiadada, pero también eso quiere la cultura Pop. Me resulta sorprendente cómo la autora es demoledora al destruir las señas de lo que pensamos que es la “maternidad” para una escritora de sus cuarenta y dos años. Hay un viaje desesperado a España y una vuelta a la Ciudad de México, la forma de proceder de la autora ha sido colocarse como la madre y lo hace muy bien y se ha puesto a cortar a machetazo limpio, toda nuestra inocencia al respecto: negación de Dios, la sordidez de la vida en cualquier parte, y en todas partes parece que no hay ninguna importancia de lo real: mejor dicho: no hay nadie quién le importe en lo social sobre qué le ocurra a éstos personajes ni a nadie más, testigos mudos somos todos de nuestra propia pestilencia. Parte de este proyecto era lanzarme a CDMX en autobús a entrevistarlas. Fernanda Melchor me dijo vía e-mail que no podría hacerlo “por cuestiones de seguridad”, en fin… Por esa razón ofrezco la siguiente entrevista, sí en copy-paste y respetando el derecho de autor del entrevistador:

Brenda Navarro: «Hay que combatir que a las autoras nos traten como vendedoras y a los lectores como clientes»

Tras su gran debut novelístico con 'Casas vacías', la escritora mexicana publica 'Ceniza en la boca'. Enriquece su literatura e interpela a todos con temas como la migración, física y espiritual, la desigualdad, la búsqueda de red de afectos y los sueños postergados y reivindica el mundo de los adolescentes:

Después de que Brenda Navarro, con 31 años, empezara a probarse a sí misma de si era capaz o no de escribir una novela, con el resultado exitoso de Casas vacías, en 2018, la escritura de su siguiente libro, Ceniza en la boca, fue más serena, y, a la vez, con nuevos desafíos: no quería repetir fórmulas, ni de temas ni de estilos; y con un propósito inesperado: romper las etiquetas que ha intentado ponerle el ecosistema del libro por ser mujer, mujer latinoamericana y con temas de maternidad. La escritora mexicana aspira a que la valoren desde la calidad literaria y se hable, sobre todo, de literatura.

Ceniza en la boca (Sexto Piso) empieza el proceso del desenlace desde el principio: un hilo narrativo dramático alrededor de la vida de una pareja de hermanos jóvenes migrantes en España, cuando uno de ellos, Diego, se suicida. En el arco de esas vidas, Brenda Navarro (Ciudad de México, 1982) aborda el tiempo, como el péndulo de un reloj silencioso, y el espacio como prueba del Tiempo, del movimiento. La escritora se sirve de ese tic tac mudo para abordar, de manera natural y fluida, aspectos relacionados con las raíces, la desigualdad, la xenofobia y la búsqueda de afectos de manera instintiva para sobrevivir y vivir, la identidad como algo móvil, la orfandad ante la propia vida que suelen sentir algunos, los duelos de todo tipo que encadenan en silencio las personas… Todo eso confluye en una idea conmovedora y profunda que palpita en la novela y que es reconocible a todos los lectores: los sueños postergados, ¿a dónde van?, ¿qué efectos dejan cuando ya no pueden ser? ¿O hay algo más determinante, desde lo íntimo, que esté relacionado con las raíces, la identidad, la migración y el ser?

Veinte minutos después de empezar esta video-entrevista, el rostro juvenil de Brenda Navarro esboza una sonrisa ensombrecida por lo que acaba de revelarse ella misma con su voz pausada:

«Hablándolo con mi pareja y con mis amigas, que ya rondamos los 40 años, cuando ya sabemos que los sueños ya no están postergados, simplemente ya no van a ser realizables, creo que sí tenemos algo allí atorado en el estómago que no nos deja digerir los duelos de esos sueños postergados, creo que los sueños postergados se van disipando y sabemos que van a morir o que ya han muerto… Es un duelo que no sabemos afrontar porque nadie nos preparó para esto. No le hemos dado un nombre a lo que estamos viviendo. Es un momento en el que deberíamos construir una palabra para describir eso de ‘Las cosas no van a ser como nos dijeron ni como soñamos que iban a ser’. Pensábamos que si pasábamos un poquito más, o si trabajábamos más, o si le sonreíamos más a quien iba tomar decisiones sucedería algo a favor de ese sueño, o nos iba quedar la lotería, pero ya sabemos que no… ¡Ay!… me acabo de poner un poco triste al pensar que se han muerto nuestros sueños en general ¿no? Si se postergan, se mueren…”.

A la escritora se le escapa el sonido de una sonrisa entrecortada que enmudece al sorprenderse por lo que acaba de comprobar. Es julio, ha vuelto por unas semanas a Ciudad de México. Allí nació en 1982, hace 40 años. De formación sociológica, economista y feminista, y con trabajos en el mundo editorial, como correctora y demás, Navarro llegó a España en 2015 con su pareja española, primero Barcelona donde hizo un máster, luego en 2019 se trasladaron a Madrid, donde trabajó en una fundación sobre temas de migración. Ya lleva en el país siete años y dos novelas que la sitúan como una de las voces más literarias e interesantes de España y América Latina.

Su génesis como escritora se remonta a sus 31 años, en 2013. Cuando vivía en México escribió la primera versión de Casas vacías. En España, en 2015 terminó el borrador, lo envió a un editor que le dijo que no, pero que la novela tenía algo. Eso la animó a trabajar más a fondo el libro. Cuando lo terminó sintió la necesidad de saltarse el proceso de las editoriales y le propuso al proyecto mexicano online La caja negra, más de periodismo y de derechos humanos, publicar allí la novela. Así lo hicieron en 2018.

“Salieron dos o tres reseñas y entrevistas. Creí que ahí había terminado mi trabajo Y cuando estaba pensando en otras cosas vino este boom gracias a la recomendación de lectoras, que de boca en boca se pasaron el archivo, y a la reseña de Fernanda Melchor (otra de las nuevas y grandes voces literarias del español) que fue decisiva para lanzarla en México. De ahí vino todo, un agente, luego ofertas de editoriales y me decanté, en 2019, por Sexto Piso, por su cercanía hacia México”.

Ese 2019, Casas vacías fue elegida por WMagazín como uno de los hallazgos literarios del año. En 2020 la misma editorial publicó la novela en España y se convirtió en uno de los debuts literarios de la temporada, y ella en una de las voces nuevas a tener en cuenta. Tras el tema de la maternidad, de ser o no ser madre y las violencias, en Casas vacías, Brenda Navarro cambió de registro en Ceniza en la boca: un tono más íntimo y a la vez muy social que interpela a todas las personas sobre diferentes aspectos. El resultado es una novela conmovedora por lo que cuenta y cómo lo cuenta con una voz serena que lleva el drama de la vida en una escritura delicada y muy cuidada.

“Escribí Casas vacías como un reto personal de ¿sé escribir una novela, o no? Cuando escribí Ceniza en la boca estaba muy tranquila porque sabía que, aunque gustara o no, la gente iba a ver una editorial respaldándome; ya no tenía que hacer este proceso de búsqueda en la angustia. Era una segunda novela sin miedo al rechazo, y eso permite una serenidad a la hora de sentarte a escribir. Además, apareció la pandemia, creo que eso nos trastocó a todo el mundo en las perspectivas. Aunque es un lenguaje muy latinoamericano, muy mexicano, sí pensé que se podía parecer a la segunda voz de Casas vacías. Tenía un poco de miedo de repetirme, pero después me di cuenta que esta era, justamente, la fuerza que necesitaba esta mujer mexicana hablando de problemas latinoamericanos en España. Así que me aferré un poco a esa voz.

Me gusta lo de serenidad. Es una narradora que trata de encontrar una respuesta sobre por qué se ha suicidado su hermano y por qué se siente como se siente. La novela puede interpelar a públicos más amplios. Casas vacías le puede gustar a muchos hombres, pero sé que su público son las mujeres. Ceniza en la boca interpela a todos. Decidí arriesgarme porque una escribe lo que tiene que escribir”.

La escritora siguió su instinto literario, no el comercial o de querer gustar. No pensó en un tema para crear una historia, sino que se le apareció la historia. Hizo una apuesta por la literatura con temas que tocan a todos, recuperó una voz de su anterior libro y la enriqueció. Se rebeló, también, contra una práctica del ecosistema del libro que tiende a cosificar y etiquetar a autores y obras en aras de la venta pura y tratar a los lectores como clientes.

“El mercado editorial empieza a vender las novelas por temáticas y le quitan la universalidad… Mientras escribía pensaba de qué iba Ceniza en la boca… Y va de un montón de cosas. Justamente, no quiero que haya una temática, eso entrampa a las obras que estamos escribiendo, porque sino encajamos como maternidades o encajamos como problemas de mujeres… y puede ser vendible, pero a costa de meternos en etiquetas. A mí me preocupaba esto, mientras escribía, en el sentido de que necesito que esta obra se defienda porque es un libro, una novela…

Hay una gran presión a las escritoras para que escribamos de todo esto descarnado, salvaje, revolucionario como latinoamericanas. Es algo que peleo mucho en los círculos de lectura y con los periodistas cuando les digo que a una autora francesa o a una inglesa no le estás pidiendo que sea descarnada, le estás pidiendo que escriba una buena historia. A mí me gustaría llegar a ese punto en el que solo me pidan escribir una buena historia, y no que responda a lo que pide el mercado editorial o los prejuicios de fuera de Latinoamérica que no sirven más que para que las escritoras se sientan interpeladas a estar hablando de maternidades o de cosas súper salvajes. Ojalá un día nos pudieran decir: ‘Has escrito un libro’ a secas, esa es mi aspiración”.

Algo así ocurrió en los años sesenta con el boom latinoamericano cuya sombra duró varias décadas, y aún se siente, a través del realismo mágico, cuando la verdad es que muy pocos de esos escritores hicieron realismo mágico, pero es la etiqueta popular. Solo hizo que muchos autores latinoamericanos de los años setenta y ochenta fueran fagocitados o no fueran tenidos en cuenta.

Algunas lectoras, lectores, me han dicho de Ceniza en la boca que estaban esperando un dolor descarnado como en Casas vacías. Me parece que también tiene que ver con lo que tú dices de fagocitar. Vivimos en una época en la que a los lectores y las lectoras nos están tratando como clientes, y no como lectores y lectoras. Entonces, cuando tú eres cliente, claro, pides calidad y quieres servicio al cliente, y si no te gusta algo reclamas o pides te cambien el final de Game of Thrones o lo que sea.

Pero la literatura no va de eso. La cultura no debería ir de eso. No somos ni clientes, ni somos vendedores. Somos personas que tenemos el privilegio de poder escribir una historia y hay que valorarla en términos de conjunto, no de temáticas ni de deseos de los lectores. Si el cliente no tiene la razón los lectores tampoco, ni los autores. Es bastante perverso y desgastante. Además, ponen a las autoras a hablar en ese sentido como si nosotras fuéramos el producto mismo; entonces, es como ‘tú eres escritora latinoamericana, eres vendible, te vamos a dar espacio’. A mí me gustaría que habláramos del libro, de la historia y no de mí…”.

Hablar de literatura, ni más ni menos… Eso pide Brenda Navarro, recuperar para la cultura y la literatura en el sector y en los medios de comunicación su esencia y la propia dignidad de la creación artística.

“Exactamente. Yo muy pocas veces hablo de literatura, y a mí me gusta aprender un montón de literatura de los lectores y las lectoras. Pero poco hablo de eso porque siempre tengo que estar justificando que soy una escritora latinoamericana que, además, por circunstancias que se dan por hechas tengo el privilegio de estar aquí”.

 

Estas reflexiones de la novelista mexicana están conectadas con aspectos narrativos de Ceniza en la boca, y, sobre todo, con dos conceptos omnipresentes en la obra de manera muy especial: el Tiempo y el espacio. El manejo del tiempo como desplazamiento-movimiento de las personas que ocupan un espacio, en este caso muy contemporáneo como la migración. Siempre el ser humano se ha movido en busca de sueños, y en ese desplazamiento de intento de vivir o sobrevivir los une la misma búsqueda: vínculos afectivos. Esto eleva Ceniza en la boca y la hace universal.

“A veces pienso que una forma de tratar de describir lo que le puede suceder a una persona que se mueve de lugar, no necesariamente de país, es lo que políticamente decimos que es desarraigo, que para mí es el quedarte sin afectos. El volverte a poner en un espacio nuevo y experimentar esta cosa muy de adolescentes que es querer entrar a un espacio, ser aceptado, presentarte muy cool para que crean que eres muy simpática y que te abran el espacio y te permitan entrar a su mesa o a su círculo social… Es como volver a ser adolescente, pero, generalmente, las personas migrantes migran cuando ya son adultas, entonces tienen que volver a pasar esa adolescencia, y eso es mucho más duro porque a uno como adulto le es más difícil dejar sus ideas preconcebidas.

Extrapolándolo socialmente es lo que nos está pasando ahora. De pronto, ya no hay una dirección: si nuestros padres tenían como dirección capitalismo, comunismo y después estado de bienestar, de pronto las narrativas oficiales ahora nos dicen cambio climático, te vas a morir… Parece que ya no hay hacia dónde avanzar. Eso genera una sensación de adolecer de cosas, y eso era algo que me rondaba mucho cuando estaba escribiendo, porque si bien Diego es un adolescente y la narradora protagonista no es una adulta todavía, en realidad, la mayoría de los personajes van un poco adoleciendo de cosas y tratando de encontrar ese cariño y ternura que las ciudades no nos están permitiendo tener, para mí ese era un gran tema. Hay una desestructuración y no hay forma de tejer afectos cómodos para las personas».

El Tiempo medido en afectos. La gran búsqueda de todos. El ser humano siempre se está moviendo, física y espiritualmente, en función de esto, aunque delante ponga otras cosas y objetivos. Es parte del acierto de Ceniza en la boca, haber escogido a un grupo, a los migrantes, como pudo escoger a otros que están en Yale o en Japón, pero que en el fondo buscan lo mismo y eso hace reconocible la historia a toda clase de lectores.

“Para mí ese era el tema. Lo que pasa es que la novela se inicia con una lectura, con una noticia en un portal de internet, justamente de un chico que se había arrojado de un quinto piso en Usera, un barrio al sur de Madrid, y mi primera reacción fue: ‘¡Uy, ha de ser un chico migrante!”. Luego empecé a leer la noticia y era un chico migrante, pero de Galicia a Madrid. Ahí me di cuenta de mi propio prejuicio. Supe que ahí había una historia porque justo tú puedes tener estos prejuicios.

Parece que hablo de la adolescencia, pero en realidad hablo de que todas las personas estamos sintiendo que hemos nacido en un momento en el que estamos adoleciendo de un montón de cosas y necesitamos algo y el mercado nos hace creer que necesitamos consumir; pero, en realidad, necesitamos generar redes de afecto, que es lo que nos puede ayudar a bien vivir”.

Adolecer es la palabra que utiliza Brenda Navarro, pero en esos personajes está una especie de orfandad existencial. Diego muere y es su hermana y su madre quienes se quedan sin él, huérfanas de sueños, de trabajos, orfandad en el sentido amplio bajo la luz o la sombra del duelo.

“También eso, estamos viviendo: un duelo perpetuo, y no sabemos bien por qué… Nunca lo había pensado en términos de orfandad. Seguía pensando en términos de que hay una madre y que, además, es una madre distinta a la de mi primera novela en la que ella no se está preguntando si quiere ser mamá; aquí es mamá y tiene que hacer lo que le corresponde, pero yo ya no quería caer en ese tema de querer o no ser madre, eso para mí ya estaba finiquitado. Y es verdad que, por ejemplo, casi nunca hablo de padres.

Ahora, con lo que tú dices de orfandad, me parece que hablamos como de una orfandad, no quiero usar la palabra valores, porque eso me puede llevar a la moral, y no quiero entrar por ahí; pero sí como a sentir que estamos huérfanos de… ¿qué será? ¿de deseos? O más bien nuestros deseos están huérfanos de directrices, no sé…

Vivimos en una época en la que todo parece muy catastrófico y que, además, estamos culpando a nuestros padres Estado, que tampoco ya existe mucho. Ahora sí es el sálvese quien pueda porque no estamos dando una en ningún sentido”.

Esa orfandad y duelo en sentidos amplios se sustancia en el último párrafo de Ceniza en la boca cuando se habla de los sueños postergados. Todas las personas cargan los suyos en algún rincón secreto de su alma. Es cuando Brenda Navarro, al otro lado de la pantalla habla de ellos y se descubre que ella también tiene lo suyos como se dice al comienzo de este artículo:

“Hablándolo con mi pareja y con mis amigas, que ya rondamos los 40 años, cuando ya sabemos que los sueños ya no están postergados, simplemente ya no van a ser realizables…”.

 

Sueños postergados o ya muertos se suelen convertir en fantasmas insomnes y contribuyen a la forma de ser o identidad de las personas siempre en construcción.

“La identidad da para hablar mil horas. La identidad latinoamericana o la identidad como mujer, etcétera. De pronto, te das cuenta como por muy deconstruidas o deconstruidos que estemos, y por mucho que nos interpelen ciertos discursos que tampoco quieres etiquetarte. Sí, yo pertenezco a Latinoamérica porque ahí nací y, digámoslo, de alguna manera, pero, ¿realmente, yo tengo cosas en común con Latinoamérica?, no estoy tan segura. Ahora mismo, ¿como tú eres una mexicana establecida en España, qué tanto te pareces a España?, seguramente un montón, porque estoy viviendo ahí y con sus códigos culturales, pero ¿necesito una etiqueta para esto?, ¿como mujer necesito una etiqueta para que me digan que yo soy o no soy mujer?

Es lo que hablábamos de la manera como te van configurando como ser humano para que respondas a ciertas etiquetas externas y no lo que tú necesitas como ser humano. Igual como escritora, con esa etiqueta de lo que tiene que ser una escritora. ¡Ay por Dios¡, yo qué sé que tiene que ser un escritor, yo solo quería escribir un libro.

De pronto, hay que responder a etiquetas que tú ni siquiera has pedido y que te lo exige la gente. Vuelvo a lo que ya dije, parece que antes que ciudadanos o seres humanos somos clientes. Hay que combatir eso porque es terrible, que a las autoras nos traten como vendedoras y a los lectores como clientes, porque cuando tú como cliente quieres buscar la mejor etiqueta de un producto es fenomenal; pero como ser humano responder a etiquetas preconcebidas siempre vas a fallar, y fallas sin ni siquiera haber sabido que estabas en una competencia. ¿Ah, yo estaba compitiendo por ser una buena mujer o una buena madre o una buena escritora? No sabía, avísenme antes para saber si quiero competir ¿no?”.

Es Brenda Navarro ciudadana, lectora y autora de su segunda novela Ceniza en la boca en cuya escritura estuvo presente otra mujer:

“Yo regreso mucho a Agota Kristof. Por supuesto que leí La analfabeta y, por supuesto, no iba a escribir La analfabeta. Algo tenía que aprender de ella, además de ella como ser humano. Cuando me atoraba volvía a Agota. Ya alguien lo hizo bien. Ya lo que vayas a hacer ya es lo que te toca con tus herramientas, con tus límites. Ella me ayudó a entender que lo que yo admiro ya está escrito y que no puedo llegar a ese lugar, y eso me ayudó como escritora”.

Así fue como Brenda Navarro llegó a otro lugar y lo iluminó desde un grupo de edad que con los años se tiende a mirar con incomprensión, la adolescencia como punto de encuentro y eclosión, a la vez, de los temas aquí tratados:

“Quise construir dos personajes no adultos que tuvieran una claridad de pensamiento que yo sí creo que tiene la adolescencia. Lo que pasa es que como nos lo confrontan de una manera muy efervescente, nos cuesta trabajo escucharlo. Y nosotros lo fuimos alguna vez. El ser adolescente nos permitió hacer cosas y construir sueños que no sabíamos que se iban postergar, pero nos hicieron seguir adelante. Aunque la narrativa actual nos dice que no hay que ir a los adolescentes, y nos estamos perdiendo de un mundo que podría ser más vivible si los escucháramos. Nosotros también lo fuimos, y también logramos construir cosas, para bien y para mal, que nos han permitido seguir vivos.

Yo apuesto mucho a la adolescencia, a lo nuevo, a destruir cosas. Ya no nos va tocar a nosotros, pero que ellos vengan y rompan nuestros propios prejuicios me parece fenomenal, lo agradezco un montón”.

Hasta aquí la entrevista.

Brenda Navarro es, diríamos pues, una inteligencia brillante, necesaria, además, es mi propia pasión inútil.