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martes, 3 de diciembre de 2024

SOBRE JOSÉ VICENTE ANAYA POR MARCOS GARCÍA CABALLERO..!!

 

SOBRE JOSÉ VICENTE ANAYA

 

 

Dejemos a los alcohólicos y los cocainómanos tocar fondo, que pierdan su humanidad para descubrir que finalmente hay un dios cualquiera que éste sea. Si ya hay hasta la generación del Kristal y el Fentanilo pues que se lo acaben, bobos, si tan tentados se sienten, qué carambas con Los jóvenes locos de aquél verano pues. En fin. (Espero que el Maestro Gerardo de la Torre no se revuelque en su tumba si acaso participó en este libro). Dejemos a los políticos corromperse, volverse tiranos y soñar con el poder a como dé lugar.  Los poetas, los creadores y toda la comunidad artística tenemos nuestros propios negocios: viajar y cabalgar sobre el trueno (los artistas son aprendices de la luz, como decía Carlos Pellicer) y cabalgar también sobre unos muslos femeninos o masculinos, ya sea el caso. Para compartir la aventura que significa ser parte del género humano, la empresa de la observación y de la óptica propia, el ángulo exacto  que pone en entredicho, refleja o cuestiona las luces y sombras de la sociedad y en tal actitud el creador pone de manifiesto que el sentido o el sinsentido de nuestros actos y de nuestra participación en la sociedad se refleja en la obra artística que tácitamente y con un rumor silencioso nos recuerda que el significado de la vida, realmente está en otra parte,  en una dimensión que se nos escapa, cuando nos preguntamos si merecemos más felicidad que aquella, cuando la dicha estaba cerca, o si el sufrimiento o la pena que nos embarga debería ser menguada por equis o ye circunstancia que ya no está aquí, sino en la memoria. Y a pesar de que la labor filosófica contesta racionalmente diciendo que el sentido de la vida no existe, ni siquiera el filósofo más armado y más preclaro de entendimiento puede sostener de por vida la argumentación que relativiza nuestro malestar ante los embates de la vida cotidiana. El poeta, por el contrario que el filósofo, debe saber que el logos, la aprehensión intelectual del mundo, tiene un componente racional y otro irracional, que no se contraponen sino que se complementan, por eso los tratados de psicología o de filosofía, frente a las grandes obras poéticas resultan fríos, ajenos a la vida,  a la vivacidad y la pasión humana, porque precisamente es la obra poética, —en su sentido más general, el sentido que abarca cualquier concepción de poética— donde se dan  la mano el intelecto, y la capacidad o la vitalidad de la imaginación. En este sentido, el poeta es un ser con mayor compromiso con su obra que el académico o el crítico, toda vez que el creador es el primero y el primigenio de donde parte cualquier exégesis, paráfrasis o tratado de donde surgen los segundos. Por eso es que sólo hay un Borges y un solo Roberto Bolaño mientras que hasta el cantinero del bar de la esquina tiene su comentario borgeano o su comentario sobre Arturo Belano, que se lo comentan los jóvenes poetas creyendo que al cantinero le va peor que a ellos.

El poeta debe entregarse a las aguas de la divinidad —o de la podredumbre y la putrefacción, como lo hizo Baudelaire— y su obligación, es decir, lo que su soledad creadora debe a los demás hombres, es mostrar sus resultados, la obra, “la poesía indispensable que no sirve para nada”, en palabras de Jean Cocteau, debe de ser vista como el archipiélago rocoso que une a una isla con otra, cuando el poeta bucea para encontrar esa unión y ese nexo inquebrantable, el nexo entre individualismo y sociedad, entre hombre y mujer, entre padre e hijo o cualquier otro tema o derrotero que persiga el poeta. ¿Pero qué labor es ésta? ¿Por qué el poeta tiende a ser segregado por la incomprensión que causa su trabajo? En ese centro, que es la incomprensión del arte, está la pregunta y cada vez más como duda: ¿qué es o qué será la poesía? ¿Cómo se hace un poema que merezca ese nombre? Que se lo dejemos de tarea a los políticos. Ya hay la frase: “Los Gobernantes deberían leer a los poetas”. Es una frase profunda que por lo visto nunca ha sido entendida. El verdadero poeta, el autor preparado, sabe que su respuesta es la misma pero es diferente cada día, pues tal es el caso de las grandes cosas: carecer de cualquier definición perpetua. Y cualquier tentativa nueva, entre más vital, innovadora y significativa sea, será mejor bienvenida, tal es el caso de la obra del maestro José Vicente Anaya (Villa Coronado, Chihuahua, 1947- Ciudad de México 2020).

            En julio de 1995 me encontraba en una sórdida habitación de un hotel de Mérida, mi novia me había abandonado sin comida, sin dinero y sin esperanzas, sólo con una pesada sensación de fracaso, resaca y dos libros que a pesar de lo que yo había visto como una traición, me los devolvió, esos libros eran: Van Gogh o el suicidado por la sociedad, de Antonin Artaud y Híkuri, (1978) de José Vicente Anaya. Sólo hasta después comprendí que yo estaba naciendo como escritor en esos años y que de quien José Vicente Anaya había tomado hondas lecciones era de Antonin Artaud y en mi desesperada soledad de Mérida, entendí que no era gratuito mi primer acercamiento a Artaud junto a José Vicente Anaya. Y es que cuando uno está en peligro y tiene que sacar fuerzas de algún lado, no se sabe de dónde, es buen momento para leer poesía; así me tocó descubrir Híkuri, (nombre del peyote en lengua rarámuri) este catártico poema hecho para expandir la mente a base de las lecciones-visiones del peyote y siempre recordaré:

 

                        Súbete al tren de lo desconocido

                        para saciar la vida y

                        visita la luna

                        antes de que la traguen los coyotes

                        C          A         M        I          N         A

                        y sólo confía en el movimiento

                        Cruza tus propios precipicios

                        sin dejar de conocer las celdas

                        donde agonizan los poetas

                        que han encontrado la distancia

                        en el centro de sus corazones:

                        el manicomio de Rodez

                        está en tu casa y

                        el Hospital de Santa Isabel

                        organiza redadas en los plenilunios.

 

Años después me seguía intrigando y preguntando el porqué de los paréntesis, las rayas, los círculos dentro del texto y la musicalidad sincopada que emana de Híkuri aunado a sus palabras en lengua rarámuri. En su conjunto era exactamente lo que todo buen poema debe ser y manifestar: la libertad absoluta del creador donde convergen la memoria del pórtico natal,  la experiencia recorrida y la urgencia de la expresión del poeta que proviene de un saber de la singularidad de su experiencia vital y de su época que, al ser compartida, nos enriquece y nos da el perfil de una generación —la generación de los jóvenes en 1968— de donde sólo los más hábiles pudieron  dejar testimonio, que como es sabido, fue un parte aguas en la historia de México. Híkuri debe ser recordado y asimilado como una búsqueda interior del reencuentro con la otredad cuando precisamente la política mexicana de la época contestaba con autoritarismo y represión. Por ejemplo, en la película sobre la matanza de la Plaza de Las Tres Culturas, de Óscar Menéndez, que vi recién en la tele, hasta sé que un soldado apunta al poeta José Vicente en medio del caos. Luego fueron los dorados años de los infrarrealistas, los setentas, y el actualmente tan aclamado Roberto Bolaño jamás mencionó a José Vicente Anaya en su enorme novela Los Detectives Salvajes (ni siquiera con otro nombre y eso que eran grandes amigos: uno pasaba con las mujeres como  el nuevo André Bretón y el otro como Antonin Artaud) y vaya, ni siquiera los actuales grandes comentadores de Bolaño como Rodrigo Fresán, Enrique Vila-Matas o Carmen Boullosa mencionan a Anaya: Abro en cualquier página el libro de ensayos Bolaño Salvaje, (segunda edición de 2013, Editorial Candaya) y no, nadie de verdad habla de José Vicente Anaya. Creo que por ese solo hecho nada curioso, José Vicente Anaya merece un lugar especial entre nosotros. Además si los midiéramos estrictamente a los dos por sus mejores obras, Roberto Bolaño es novelista y el poeta y ensayista es Vicente Anaya. Híkuri, al paso de los años, no se lee como si fuera la brizna de un poema caribeño, carajo, José Vicente Anaya llegó con una mano adelante y otra atrás a la Ciudad de México desde Villa Coronado. Y ahora para nosotros, los escritores actuales, es una especie de maldito sagrado con un “lugar muy suyo” en La Poesía Mexicana. Tal como dijo de él Herman Bellinghausen a los pocos días de su muerte en el periódico La JornadaHíkuri lo que muestra no es sino la desesperación de la autoconciencia en los momentos de alteración que causa el peyote: “Infierno y Paraíso esta Conciencia/ Otra Razón que no es razón. Silencio”.  O como él dice más adelante: “la biznaga poderosa del todo, del bien-mal”, es decir, para Anaya, el peyote significó el límite de una comprensión entre las dualidades de conceptos polarizados: Eros y tanatos, blanco y negro, hombre y mujer, lo bueno y lo malo, Dios y el Diablo y todo por “la biznaga poderosa”, que obviamente produce y altera la visión y la energía psíquica, en un pensamiento hecho cascada que apresa el instante: Híkuri no es un poema que marcha, sino que irrumpe, como todo lo rebelde, y por tal motivo, para ser asimilado es mejor observar sus silencios y sus pausas y lo significativo de éstas. Híkuri es compromiso veraz con la palabra que no es pesadez de concepto, ni mera orfebrería de imágenes como lo hacen los malos herederos de Octavio Paz a los que él tanto les rebatió, sino auténtico aliento, respiración que es saberse y confirmarse como libre, un hálito, punto de partida hacia un viaje iniciático. Heredero en el mejor sentido de la palabra de los beats, Vicente Anaya se acercó al peyote igual que ellos, pero como hombre consciente de su momento histórico, no pretendió ramplonamente imitarlos: los beats crecieron en Anaya en su lengua original, el inglés, y Anaya, dos generaciones más joven, se miró en ellos como mexicano y los vio como una forma de maduración poética y personal. No sé si antes de Híkuri Anaya se había pasoneado de peyote, pero Híkuri es rotundamente iniciático.

Tuvieron que pasar seis años después de lo de Mérida para que conociera personalmente al maestro y con su generosidad me ayudara a publicar mi primer libro. Ante mis ojos me resultó siempre como un poeta que hablaba de la poesía como si fuera otra (o la verdadera) antropología, el verdadero estudio del hombre; luego estaban sus vivencias fronterizas: Tijuana, San Diego, Los Ángeles y de ahí, como según me dijo en una de nuestras largas conversaciones, fue de los primeros mexicanos en traer discos de Tom Waits a la ciudad de México. También me fascinó su absoluto respeto ante los hallazgos ajenos: él no lee un haiku de Bashoo: él ve toda una declaración de estética. En fin, un hombre cabal, completo, pues. Un poeta por los cuatro costados y los cinco sentidos.

            No es posible seguir la apretada agenda de un escritor que se ha consagrado al estudio, escritura, traducción y difusión de la literatura como él desde toda su vida: ha colaborado con reportaje, crítica y ensayos en más de 12 revistas y periódicos nacionales e internacionales como La Cultura en México de Siempre!Casa del Tiempo (Universidad Autónoma Metropolitana), UnomásunoAtticus Review (de San Diego, California, USA), Bajareque (Universidad del Zulia, Venezuela), Alero (Universidad de San Carlos, Guatemala), La Jornada Semanal del periódico La JornadaEl Financiero, etc.

            Ha dado lecturas de poesía y conferencias en varias universidades y centros culturales de México, Estados Unidos e Italia y ha tenido importantes aventuras editoriales en más de seis sitios diferentes, hasta que en marzo de 1997 fundó y  junto con José Ángel Leyva y María Luisa Martínez Passarge, dirigió  Alforja REVISTA DE POESÍA, que tuvo  proyección nacional e internacional y a mi juicio, fue absolutamente la mejor revista de poesía que circuló en sus 13 años de vida  y la más arriesgada; en alforja se  escribió  sobre las relaciones entre el tiempo y la poesía, poesía y budismo, poesía contemporánea española, poesía y vanguardia, poesía femenina y feminista, poesía neo helénica, poesía y Jazz, etcétera. El grupo de escritores que nos  reunimos  en torno a alforja, más que pretender acaparar la hegemonía o la directriz de un discurso que dictara  las pautas del quehacer poético y ensayístico,  fue un  conglomerado de voces que prorrumpieron en  distintos escenarios poéticos, donde se ha dado lo mismo un espacio a textos polémicos de toda índole, el rescate a viejos poetas que pernoctaban en el olvido como José María Facha (1879-1957) o los primeros esbozos poéticos de autores y autoras menores de veinte años (incluso yo me encargué de eso). También incluyamos los maratones poéticos donde protestamos en contra de la guerra de Irak, etcétera. Precisamente como alforja se mantuvo como revista independiente, no pudo adjudicarse una actitud de patriarcado cultural como los resentidos le  achacaron:  nada quedaba más lejos de nuestras intenciones, ya que en palabras del mismo Anaya: “alforja nació para expresar todas las voces de los poetas, todas sus búsquedas y las muchas culturas del mundo, con la idea de propiciar la diversidad en este mundo que ha ido cerrándose en la ceguera de dogmas que derivan en fundamentalismos y caudillismos con sus típicos abusos en la intolerancia.”

            ¿Desde dónde escribe el poeta? Existen casi tantas respuestas como poemas: desde el delirio, desde la razón, la soberbia, el bruto egocentrismo, la tonta ocurrencia, la genial espontaneidad, lo libresco, lo erudito, la pasión, la pesadilla... En sus otras obras poéticas, Anaya se coloca —o más correcto sería acotar—: se desliza, hacia estados que provocan un llamado de conciencia, pero no un vértigo estéril que desemboca en el desasosiego; más bien todo lo contrario: su poesía nos trae a nosotros mismos ante nosotros mismos. El tema puede ser terrible, pero no se nos impregna; poesía que pide ser escuchada desde la conciencia hacia un más allá de ella, como creo percibir en Morgue (1975-1976), una de sus más fecundas rachas creativas, donde el poeta entra al mundo para recorrerlo y el mundo hace lo mismo con él:

                       

He salido a revolcar la voz. Con cada paso

                        ascienden las cenizas

                        de los incinerados. La garganta

                        no puede con otro ritmo

                        que esté alejado

                        de los acordes con que responde el piso

                        en cada huella... La noche

                        está empeorando,

                        con esta canción

                        que se introduce

                        a envenenar las venas, como

                        si otro alguien, que soy yo,

                        se hubiera metido en mí

                        para usurparme

                        las ganas de vivir... y

                        en esta pena

                        me preparo un escándalo mayor

                        que sufriré más tarde.

                       

Otro caso que merece mención es el poemario Los valles solitarios nemorosos, publicado por vez primera en 1976, que contiene lo que el escritor Alí Calderón de Puebla, juzga como lo breve descomunal, noción que me parece un acierto, varios lo comentaron así, pero ya el maestro Anaya en una entrevista aparecida en La Jornada Semanal (num. 287, diciembre de 1994) abundaba sobre el tema:

 

            “Esa expresión está sustentada en la profunda cosmogonía del pueblo chino. Por ser la cultura más antigua del oriente, la cultura china civilizó al Japón y a los pueblos que la rodean. El interés por la brevedad se da principalmente en el taoísmo, allá por el año 400 a. de C. Y en el budismo Chan, que en Japón la pronunciación se deformó en zen, siglos después. El confucianismo es la otra parte filosófica que cultiva la discreción, lo sucinto, el empleo de las palabras en su justa medida y oportunidad. [...] Hay también poemas chinos muy largos, poemas y novelas muy extensos. Lo que más le interesa al taoísmo es hacer que el individuo se sienta como parte de la armonía del Universo, se trata de un concepto llamado sincronicidad. [...] La unidad conforma un signo de totalidad, es la relación entre lo grande y lo pequeño.”

 

            Esta idea del breve concepto poético que rompe con esquemas occidentales de pensamiento, se une a sus otros grandes temas: Vallejo, Miguel Hernández, la posibilidad del surgimiento de cualquier tipo de vanguardia en todo momento (él acotaría que sólo siempre y cuando sea el momento oportuno para que los escritores den a conocer sus intereses profundos), la poesía y el humor, la poesía de los beatniks, sus traducciones de Gregory Corso, Marge Piercy, Allen Ginsberg,  Henry Miller, y la polémica en torno a la demasiada veneración y culto a la figura de Octavio Paz entre las plumas mexicanas, que una vez hecha la brecha, gustosos la recorren sin aportar legítimamente nada nuevo. Me parece que esto es un debate, pero por favor nadie me quiera a mí para eso. El propio Paz, que a propósito de Sade escribió: “tanto el erudito, el sabio, el poeta y el que sueña con la abolición de la siniestra realidad, disputan como perros sobre los restos de tu obra”, ¿Esto ejemplificará lo que a él mismo le ha ocurrido?

            En sus poemas amorosos, como en el ya celebrado Morgue, Anaya ve a su amante que baila, que se desdobla y se crea ante sus ojos; a lo que el poeta le inventa un nombre, Dorinda, en un baile que resulta ser un éxtasis y evocación de la memoria en el que el poeta recorre su trayectoria política y cultural: “Y tuvimos Rock para olvidar/ el fastidio de una ciudad/ que se nos encima a fuerza.” O las amigas: “esperaban/ la reencarnación de Trotsky/ en algún compañero/ para hacer el amor con el gran viejo/ sin cráneo destrozado...” Y al final:

                       

Danza, muchacha,

                        porque nuestro tiempo

                        no tiene ritmo, ni madre.

                        El tiempo nos asalta

híbrido para empujarnos hacia un túnel

de espacio tumefacto.

Danza, muchacha, porque

no queremos morir repletos de vacío.

 

 Si tuviera que elegir entre los mejores libros de Anaya, elegiría sin dudar, HíkuriMorgue, Peregrino (ediciones Alforja 2002), donde hay Haikus brillantes como:

Mariposas en vuelo

hacen el amor

arriba de mi pelo.

 

Poetas en la noche del mundo (UNAM, 1997). Éste último libro pertenece a una corriente que prácticamente él ha inaugurado en México; el libro de ensayos-traducciones, tal como lo es también su estudio sobre los beatsLos poetas que cayeron del cielo. Pero Poetas en la noche del mundo a mi parecer, es más ecléctico,   más extenso y  —afortunadamente—, más pretencioso: ahí se encuentran analogías entre Rimbaud y Henry Miller, la poesía de Charles Bukowski, (poeta “punk” como él lo define), el surrealismo propio de Artaud, una aproximación a las  más arriesgadas y sagaces  poetas contemporáneas suyas estadunidenses: Di Prima, la poeta suicida y llorada (yo la lloré antes de saber de su muerte) Anne Sexton, Daiane Wakoski y la segunda parte del libro, que es algo así como un conjunto de intensidades/ aproximaciones al fenómeno poético que recaba Anaya de esa auténtica pandilla mítica-meta-histórica de locos y anarcos: Rimbaud, Cesare Pavese, Efraín Huerta, Henry Miller, Jack Kerouac, Robert Duncan, Concha Urquiza, Cioran, Ezra Pound, Vicente Huidobro, Sylvia Plath, Jim Morrison, etcétera.

            En fin, creo que Vicente Anaya ha terminado periodos creativos y ha iniciado otros; por más que lo quieran encasillar los críticos simplemente como traductor (lo digo porque como buen creador siempre huyó de los encasillamientos), el permanecerá como una de las voces más originales de la literatura mexicana con su obra escrita, traducida y recopilada (sospecho que la tríada es indisoluble) y lo que falta por venir... No me queda nada más que agregar, más que José Vicente Anaya, como el eterno retorno del que hablaba Nietzsche, está condenado a repetirse cada vez más breve-enorme, más plural-etéreo, más inagotable y que siempre llegará al límite verdadero: cada nuevo decir poético.

 

NOTA: Este texto fue escrito antes de la muerte el pasado 2020 del Maestro José Vicente Anaya, no creo que haya mejor pretexto para invitar a la lectura del gran amigo, conversador, escritor, poeta, traductor he incansable promotor cultural que fue en vida José Vicente Anaya.

 

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