MELANIE
POR ANILÚ HERNÁNDEZ BASTIDA
Era la tercera vez que salía así de un hospital. De
nuevo tenía la sensación de que le habían quitado algo. Al principio fue
extraño pero, qué más daba, en realidad era un peso que ya no estaba dispuesta
a cargar.
“Los del
Childprotectioncustody harán su
trabajo. Es mejor así. ¿Qué haría yo con un bebé en las calles? Ahora lo
importante es encontrar una dosis”. Después de atravesar más de un kilómetro de
vegetación, al fin llegó al campamento. El Chilango fumaba sentado junto a la traila. Melanie se aproximó y percibió,
junto con el olor del tabaco, el olor
putrefacto, el zumbido de las moscas.
Desde que ella se fue, nadie había sacado la basura. El Chilango volteó apenas
con una sonrisa, pero sus ojos no escondían el deseo. Se lanzó sobre ella y
comenzó a quitarle la ropa. Se metieron a la traila y cerraron la puerta de un azotón. Después del encuentro,
desnudos sobre las sábanas, ella le pidió la dosis:
—No hay morrita—dijo él con
dulzura mientras le besaba el cuello— yo
ya no tengo nada de eso, estoy limpio.
— Entonces voy a tener que ir con quien sí
me dé.
—Ya sabes que tú puedes hacer lo que te dé
la gana, la dosis es la dosis. Nomás con cuidado.
Semanas después, llegaron los dos mexicanos. Traían
de todo, desde hierba hasta lo propio para usar la jeringa:
—Es raza
aventada—murmuraban en
el campamento—si los agarran
les meten mínimo cinco años de cárcel y luego los deportan. Ya se empezaron a
mover de este lado de la línea fronteriza, a uno le dicen el Querétaro y a otro
el Sinaloa.
Melanie los ubicó de inmediato. Los hijos que el
gobierno le había quitado eran de
mexicanos. Tenía un gusto especial por ellos. Esa misma noche, cuando
los del campamento se juntaron alrededor del fuego, ella provocó las miradas
con el buen manejo del bodylanguage.
Hizo que el Querétaro le extendiera “la chalupa” para que ella también pudiera
inhalar. El Sinaloa no podía dejar de mirarla; adivinó la sangre india que
tanto lo prendía debajo de las ropas ajustadas.
—Me llamo Mélanie—la escuchó
decir—los senos
redondos lucían apretados bajo el escote, el tatuaje en uno de ellos—soy nativa de
la región Yákima.
Sin pensarlo, el Sinaloa le alargó la pipa. Su
única adicción era la hierba, pero ¿Cómo no sacar el mejor producto para
compartir con esos labios y esa cabellera negra? Cuando ella la recibió, le hizo una caricia
furtiva en la mano. Él imaginó que la tomaba por las caderas, por unos segundos
se perdió en la oscuridad de esos ojos.
Después de la intoxicación, Mélanie y los dos
mexicanos amanecieron en la misma traila. A partir de esa noche se hicieron
cómplices: asaltos a mano armada, robos a almacenes y vehículos de carga, venta
de drogas. Los dos hombres admiraban el valor de la yákima, pensaban que aunque
su atuendo era el de cualquier norteamericana, conservaba su herencia salvaje.
La mujer viajaba de la cama del Sinaloa a la del Querétaro sin problema. Los
mexicanos acordaron que eran las aventuras que se vivían del otro lado:
—Ni hablar, así es esto—decía el
Querétaro—¿O, te agüitas
compa?— le preguntaba
al Sinaloa imitando su forma de hablar.
—Para nada, Querétaro. Así es acá y lo que
aquí pasa, aquí se queda.
—El buen trabajo en equipo se refleja;
cada vez hay más dinero y se puede surtir mercancía de mejor calidad. De seguir
así, pronto se podrán buscar los conectes para poner el laboratorio.
Cuando
Mélanie desaparecía, ya sabían que estaba en operación, conocían los rumores
sobre ella y el Chilango, pero eso había quedado atrás. Ahora, su belleza era
la mejor arma para el bizne: envolvía
a los dealers, los hacía enfrentarse,
conseguía lo que buscaba y al final salía ilesa. El Chilango la conocía, sabía que la muerte
la acompañaba, por eso desapareció por unos meses, poseía el cálculo justo para
saber cuándo volver.
Después
de un tiempo, el Sinaloa no hacía más que alucinar la forma cómo ella lo
montaba, cómo se movía, cómo empuñaba el arma sin miedo cuando había que
jalarle y tirar a matar. Aprendió a compartir el cristal y el shotcon ella. De pronto se dio cuenta de
que el pecho le ardía al oler en ella el hedor del Querétaro:
—¿Qué onda compa?— le dijo un día—Estás entrao
con nosotros. No creas que no me doy cuenta que nos hechas por delante a ver si
nos chingan primero. Tres partes iguales no se me hace justo. La india y yo le
damos la cara a la muerte y tú nomás llegas y, presta.
—Se acordó así desde el principio, dijeron
que ustedes manejaban mejor la fusca y que yo llegaba luego para arreglarme con
las partes. Para mí la hacemos bien juntos, güey. Ahora que si es por la
Mélanie, quedamos en que nada de clavarse, nomás lo que es el rato y ya. Ah, y
el bizne, claro.
—¿Así de
poquitos güevos, compa?
—No es eso. Lo que pasa es que no tiene
caso rifarse por una vieja que es de todos.
—Me estás calentando la cabeza compa.
Fíjese lo que dice cabrón, que no se habla así de una hembra—gruñó el
Sinaloa, la mano en el arma.
—Yo hasta aquí llegué—dijo el
Querétaro, haciendo caso omiso de la provocación—prefiero seguir solo.
—Cómo quieras—dijo el
Sinaloa, contento en el fondo porque ya no tenía que compartir a la india. Pero
Mélanie jugaba con el sexo mientras hacía los conectes y el Sinaloa no tardó en
darse cuenta. Un día, bajo el efecto de los estupefacientes, le ganó la rabia y
arremetió contra ella.
—Pensé que teníamos un acuerdo— susurraba la
india yákima con el rostro bañado en sangre. Pero el bizne era el bizne y la
dosis igual. No podía quedarse sola hasta que volviera el Chilango.
Los
habitantes del campamento una vez más se reunieron alrededor de la fogata.
Sacaron de todo. En la madrugada, el exceso de substancias los llevaba a la
locura. Esa noche, el afroamericano pateó al güero que descansaba en la bolsa
de dormir. Cuando este al fin logró desenredarse y salir de ella, encontró a
Mélanie tirada bajo un árbol, semidesnuda y lidiando con el mal viaje.
—¿Quién fue el son of a bitch que me pateó?— preguntó el
güero con el puñal en la mano.
Mélanie, llena de cicatrices y con una sonrisa
demente, respondió:
—El Sinaloa.
Al otro
día, los dueños de la gasolinera a varios kilómetros de ahí, declararon ante la
policía que sí habían visto a una joven yákima. Se había subido a una traila en cuya cabina viajaba un solo
hombre de rasgos latinos y cabello negro. En cuanto a ella, las únicas señas
particulares que alcanzaron a identificar fueron dos: su corta estatura y su
belleza exuberante.
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