1.
De los tres personajes que había a todos los tenía yo en alta estima.
Empezando por mí mismo y
seguido inmediatamente en peliagudo empate emocional por los otros dos. Pero
gracias a mi inclinación musical, que me hizo declinar en el intento varios
años después, momentáneamente mi abuelo asomaba una cabeza de más en la
delantera (de su propio camino, porque todos somos arquitectos solitarios como
dijo el poeta), pues en el despacho de
su casa acababa de sonar a volumen bajo la Russian
Easter Overture de Korsakov,
que por supuesto, implicaba la
invitación al deleite y placer musical como un mayordomo subiendo las escaleras
con copas de cognac para los presentes. Esto no quiere decir que a los ausentes
no se les ofreciera, vaya, sólo que necesitaban otra comparación como la
antedicha, pero como no estaban, nadie reclamó ni dijo nada, a excepción del
mayordomo de los cognacs que, ese sí, se puso furioso y renunció a su puesto,
declarando un incestuoso amor por su
prima, hablando en materia vacacional.
La espalda, toda ella de
gris muy adecuada al tono espirituoso del momento, estaba enfundada en un saco,
y mi abuelo, para ser francos al relato, lo
portaba de tiempo atrás, pues dijo que con él había salido por la mañana
muy quitado de la pena a enviar un fax a tres cuadras de aquí que bien
empleadas una tras otra y así sucesivamente, podían (y de hecho) llevaban a la
papelería. Dicha espalda y saco
suscritos, se hallaban desde el respaldo
de su protagonismo brillando como un roble en la colina que amanece
después de la noche triste. O tal vez,
desde una óptica menos mitológica, como el de un empleado de banco mirando por
la ventana el estruendo de la calle mientras ofrece su dictado a esas
bellísimas piernas de entelequia que dicen sí, señor, sí, señor y... ay, señor.
Aguas, me dije alerta: no vayas a ejecutar un soliloquio solemne ofreciéndole
el tuyo (es decir tu saco), que aunque no es roble, sí me cae el saco de que
es árbol que crece torcido y jamás será vencido. Pero habrá que ver los planos
amontonados como papiros unos sobre otros en el restirador y escritorio, que
parecían haber aumentado la acústica y sonoridad de la música que, lejos de
parecer sólo un murmullo balbuceante, había constituido una verdadera
edificación arquitectónico-musical de la misma talla y meticulosidad que
dichos planos de mi abuelo, por considerarnos sus invitados y,
para menos cavarla de joder, nietos hidrocálidos, parecía haber decidido ocuparse de ellos más
tarde.
Gracias a mi despiste
habitual estuve a punto de prender un cigarro y mi hermana, que estaba sentada
en una silla al lado de mí, me reprochó silenciosamente:
—Acuérdate que al abuelo
no le gusta el humo...
—Tienes razón —le dije
con una mueca exagerada—, por poco
derramo el tepache.
Y para eso de regar el
tepache hay que constatar después como uno se las ingenió sin siquiera
presentir ese cálculo interno y secreto, inherente al hombre, que como el dicho
antiguo lo sostiene, fue defendido dignamente por aquel que por huir de la
lluvia se metió al cause del río (probablemente creyendo que era un río de
tepache).
Mi abuelo giró en su
sillón dejando el estéreo en piloto automático para que la música siguiera su
curso, naturalmente, la música lo hizo por su parte. Y él, por la suya, nos
miró frente a frente y para enfatizar su
carácter de abuelo, además, dijo con tono y parsimonia de The Goodfather:
—Y bien... ¿Qué les
pareció la música?
—Ha... no sé, muy
buena... sensacional —dijo mi hermana después de un rato de andar rondando el calificativo adecuado.
—Korsakov, junto con la música de Louis Armstrong, son
imprescindibles para entender la historia de este siglo con el que termina el
milenio —dijo el abuelo dibujando muy académicamente con un bolígrafo en el
aire—, todas las guerras, la barbarie, la miseria y las atrocidades que hemos
cometido como humanidad, dejaríamos de entenderlas si olvidáramos la música de
esos grandes...
—Gran paradoja —dije
yo—, la historia es la que nos engrandece y nos reduce. Por no decir que nos
aplasta.
—Basta con que leas los
periódicos —dijo el abuelo al aventármelos a la cara— los jaloneos entre los
partidos políticos y los golpes bajos están como dirían ustedes los jóvenes: de
a peso.
—Bueno, bueno, tienes
razón —le dije al abuelo—, pero a nivel mundial ¿cómo vez la situación? ¿Hacia
dónde observas una tendencia o una directriz política? ¿Cómo captas la
situación actual del socialismo, por ejemplo?
—¡Parece que no! ¡Parece
que no... pero va a volver! Pero no ya como utopía sino como ideal ¿entiendes?
Como demanda a escala planetaria. No volverá el socialismo ruso ni europeo ni
cubano, pero volverá, ya verás... hay ideas que la humanidad se debe a sí misma
y tal vez... en su imposibilidad esté la respuesta.
—Bueno, bueno —dije,
reconciliándome con mi iniciativa retórica—, pero realmente tú como que nunca
has demostrado mucha fiebre socialista que digamos...
—¡No! ¡Ahora no! ¡Pero
lo fui! ¡Cuando tenía tu edad fui socialista! Les decía a mis amigos que todo
era un problema del lenguaje, de ir tanteando a la gente, que en México se
tenía que usar otro tipo de jerga diferente a la de los libros, pero ¡ah! ¡Caramba! No me hicieron caso y
cada quien jaló agua para su molino. Después ya no creí en nada, pero yo sé que
el socialismo volverá, porque tiene que volver. Fíjate muchacho: (al presentir
el argumento su propia frente se arrugó en rebanadas proféticas) Desde un punto
de vista simplemente demográfico tiene qué volver. ¡El mundo está sobre poblado! Y la política más
coherente para el momento actual sería el socialismo. Cuando me hablan de
globalidad yo no puedo pensar en una globalidad únicamente de mercado. ¡En
serio! ¡Cuando seas viejo verás!
Pero su frente no volvió
a la normalidad y tal vez por eso, entre la conversación y los lunares de sus
brazos, mi hermana ya mostraba más
interés por éstos últimos. Lo cual es curioso porque miraba precisamente los
últimos, (tal vez por el entusiasmo del viaje le habían desaparecido unos
cuantos) y había dejado de hablar. Como
noté que el abuelo se empezaba a exaltar también guardé silencio y quise
cambiar la conversación hacia la música, pero el abuelo dijo:
—Así son ustedes, los
jóvenes, creen que los viejos somos autoritarios y somos necios, pero ahora les
voy a contar... ji, ji, ji, les voy a contar algo que hice cuando tenía más o
menos su edad: ...todo esto pasó hace ya muchos años... era el año de ¡uy! 1935
o 1936, no lo recuerdo exactamente...
Mi hermana pareció
interesarse ahora más por las palabras del abuelo que por sus lunares. El
abuelo, por su parte, desdibujó las rebanadas de su frente y por un momento agudizó la mirada hacia un
punto indefinido del aire, lugar donde probablemente guardaba en su recta histórica personal el
año 1935 o 1936 y a mí me volvieron las ganas de fumar, igual que en un cine cuando
la acción se ve suspendida por un instante y uno francamente ya quiere irse,
pero al igual que en el cine, sabía que para escuchar las historias del abuelo
el tabaco estaba prohibido, igual que irse. Por supuesto, esto no quiere decir
que los viejos sean autoritarios o necios, solo quiere decir que les gusta
mostrar sus rebanadas.
—Yo asistía a la
preparatoria en el barrio de Tacuba —dijo el abuelo sin soltar el bolígrafo—,
en ese tiempo Tacuba era uno de los pueblos más importantes de la ciudad, era
una zona de mucho comercio, por donde pasaban las nuevas rutas de camiones y
empezaba el transporte, a pesar de que no todas las calles tenían pavimento...
en nuestra clase de química era Selerier...
—¿quién? —pregunté.
—Selerier.
—Era nuestro maestro,
que era de origen alemán y que vivía en México desde fines de la Primera Guerra
Mundial. Era un tipo entusiasta, vivaz.
Quería infundirnos el gusto de la química por la química... mmm... pero en las
clases diarias eso era muy difícil. Se avanzaba poco por la distracción que
había en el salón. Todos gritaban: ¡He! ¡He!
—Nosotros teníamos un
grupo de rebeldes en el salón, éramos: Carbajal, Chau, Sparza, yo y Carlos
Cuervo..., ¡ja, ja, ja, Carlos Fernández Vilchis! Recuerdo muy bien su nombre:
era el más despistado del grupo. Le decíamos "Carlos Cuervo" o el
"Indio Vilchis": sonaba muy largo decirle el "Indio
Fernández" [...] Era un prieto chaparro y fuerte de ojos azules. Podía
romper dos lápices con el índice y el anular. Era fuerte... pero despistado.
Nos reuníamos en su casa que quedaba cerca de la escuela a discutir sobre
diversos temas: política, socialismo o la situación en Rusia, porque en aquél
entonces decir Rusia era como decir todo el siglo XX.
—Estábamos en contra del
stalinismo, despreciábamos a Stalin por un presentimiento y por un... simplismo
estudiantil. Todavía no habíamos leído nada de André Guide, pero sí habíamos
leído a Ignazio Silone, el escritor italiano que viajó a Rusia y había vuelto
desilusionado de lo que estaba pasando... mmm...
—Eran tiempos en que la
humanidad necesitaba líderes y nosotros estábamos a favor de Trotsky. Decíamos
que Trotsky era nuestro líder. Eso decíamos. Pero si hubiera subido al poder
hubiera sido igual de tirano que Stalin, ¡bah!
—En ese tiempo Hernán
Laborde era el jefe del Partido Comunista Mexicano... Nosotros lo odiábamos
pero a pesar de todo reconocíamos que
Laborde era un tipazo... un convencido de lo que estaba haciendo. Él fue uno de
los fundadores del PC cuando vivía en la clandestinidad. Cárdenas apoyó al PC
en su primer período y Plutarco Elías Calles los había reprimido demasiado:
varios de sus miembros estaban encarcelados en las Islas Marías...
—Para esto, Diego Rivera
fue el que nos dijo... Diego había pintado en Nueva York para Rockefeller y fue quien trajo a México a Trotsky. Diego era
comunista y renunció al PC hasta después... en 1937 viajó a Moscú y ¡regresó
bien estalinista! Es algo que no toda la
gente sabe. Pero eso fue luego, porque él fue quien nos convenció de que le
saboteáramos el acto político a Laborde que se iba a celebrar por esos días...
Un tipo muy inteligente, el Diego Rivera. Nos dijo: ustedes que son químicos
¡destruyan el acto político de Laborde! Así era Diego. Era un cabrón y
nosotros, pus le hicimos caso.
—Él sabía muy bien lo
que nosotros podíamos hacer con algunas fórmulas químicas, incluso nos dio la idea de usar gases lacrimógenos,
así que eso fue lo que hicimos. Por eso fuimos con Selerier: como para hacer
las bombas necesitábamos algunos instrumentos, le dijimos que nos prestara unos
de su laboratorio. Un laboratorio muy bonito el suyo, bien montado,
él lo tenía en el sótano de su casa, con matraces, pinzas, soportes,
tubos, mechero, etcétera.
—Le dijimos que nos
prestara los instrumentos para hacer un experimento en nuestras casas... ¡ja!
¡Y Selerier se puso contento: creyó que era un experimento para la clase y
dijo: 'Uy, uy, claro muchachos', 'Qué buenos alumnos', de seguro pensó, ¡ja,
ja, ja!
Muchachos —dijo
Selerier—, pueden tomar lo que quieran.
—Para hacer gas
lacrimógeno se tiene que mezclar bromo con acetona eh?... mmm... y como ya
teníamos los instrumentos que necesitábamos, al día siguiente fuimos a una
farmacia al centro, allá por Artículo
123 o Pino Suárez; era una farmacia muy famosa entre los químicos... nosotros
compramos el bromo, dos litros de acetona y una jeringa de veterinario.
—Luego nos fuimos a casa
del Indio Vilchis a prepararlo. El bromo es así: de un color café-rojizo muy
tóxico y apestoso. Teníamos que manejarlo con cuidado. Colocamos en dos
ampolletas de 50 mililitros el bromo y luego la acetona, luego los mezclamos en
una sola, con 50 cm3 de acetona y 15 cm3 de bromo. Le aplicamos calor con el
mechero bunsen que nos prestó Selerier y tomó un color café claro, aunque
supuestamente tenía que quedar transparente. El indio Vilchis se espantó y
empezó a gritar: ¡Hay, ya nos salió mal,
hay, ya salió mal!
—Aún con las quejas del
zoquete del Indio Vilchis lo probamos en el patio de la casa y quedó perfecto,
pero como usamos grandes cantidades se
extendió demasiado: Carbajal y Sparza no se alejaron y estuvieron llorando y
tosiendo un buen rato por tontos. La mamá de Carlos Cuervo nos vio en ese
momento por la ventana y de seguro pensó: Que buenos muchachos, son tan
estudiosos...
—Y bueno... así por fin
llegó el día del acto político en que Hernán Laborde citó en el teatro Arbeu a
los comunistas. Diego logró infiltrarnos a nosotros: Carbajal, Chau, Sparza,
Carlos Cuervo y yo; que entramos con dos bombas de gas lacrimógeno cada uno y
muy emocionados. Todas las butacas del teatro
Arbeu se llenaron... era muy bonito ese teatro, ahora ya no existe.
—Iba a ser uno de los
actos comunistas más importantes de ese año aquí en la ciudad de México. Al
frente en el escenario colgaron la enorme manta roja con la hoz y el martillo y
con las letras PCM, también pusieron una mesa de debates y un micrófono, al que
se acercó Laborde para dar por inaugurado el acto, a los pocos minutos de que
se llenó el teatro.
—El resto es lo que
hicimos: A una señal, arrojamos las bombas al piso y se expandieron
rápidamente. Para que se incrementara el miedo en el teatro Arbeu, nosotros
empezamos a gritar: '¡Alguien aventó unas bombas! ¡alguien aventó algo! ¡fuego,
fuego!' Je, je, je, cuando nos escapamos alcancé a ver a Laborde llorando y
tosiendo por el gas, gritando a pleno pulmón: ¡Compañeros, compañeros, esperen
compañeros, es una provocación de los trotskistas! Ja, ja, ja, pero nadie le
hizo caso y todo el mundo corrió despavorido a la salida del teatro. Pobre de
Hernán Laborde, nuestra misión fue un éxito.
—Días después, cuando le
entregamos su equipo, Selerier nos preguntó: ¿Qué tal va el experimento
muchachos? Y le dijimos: Huuu... ya lo hicimos profesor, resultó excelente.
—Las cosas cambiaron
después... fue la desilusión total. Diego Rivera viajó a Moscú y regresó
apoyando a Stalin. De entre nosotros, el Indio Vilchis se volvió comunista y
formó una liga unida a la central comunista de Bélgica. Yo propuse abandonar la
terminología comunista de moda y como el grupo no aceptó nos deshicimos.
—Sólo Carbajal y yo
seguimos en reuniones, pero ahora desde un punto de vista más analítico e
intelectual. Nos reuníamos los fines de semana en casa de una pareja de
antropólogos alemanes: Paul y Ana Kirjoff. Las palabras de Paul y sus teorías
sobre las culturas prehispánicas ahora están grabadas en la entrada del museo
de Antropología de Xalapa. Recuerdo que Ana nos preparaba té, nos atendía
siempre muy bien, nos ofrecía vino tinto, pan negro, mantequilla y pan dulce.
Escuchábamos música clásica. Paul se enojaba conmigo porque untaba mantequilla
al pan dulce... ¡Pero como te atreves, la mantequilla no va con el pan dulce!
Cuando terminamos de
escuchar, mi hermana le preguntó:
—oye... ¿y nunca los
cacharon?
Mi abuelo giró los ojos
hacia otra dirección, tomó uno de sus papeles de trabajo, regresó la mirada que
expresaba sorna y tranquilidad, apretó el bolígrafo y dijo:
—No.
Despedimos al abuelo y salimos a la calle.
Prendí mi ansiado cigarro y comenzamos a caminar. Una semana después mi hermana
se fue a Italia y no la volví a ver.
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