Castillos
El sol despedazaba sus galeras en el
horizonte. A lo lejos, otros barcos arrastraban las cadenas de sus propios
fantasmas, más fugitivos y danzantes. Una orca moría de desengaño y el ángel de
la selva corría presto a descubrir su
festín acorazado; otro espejo de su arco
iris sumergido en el fluir de sus ramajes. Ella, corazón diluido, esquivando la
porcelana acuática de sus delirios, llenando su vientre de granujas, recogiendo
un león marino de las cenizas, desafiando flautas de tulipanes encendidos y abiertos,
llegando hasta el más allá de sus fluidos sin vergüenza, operando en carriles
despóticos de su tristeza y su rutina.
Él, navío en el desdén olvidado de su locura, atacando la sonda profunda de sus
páginas, carcomiendo el pan de sus azulados recuerdos, levantándole banderas al
enemigo, construyendo la última esfera de su madera y de sus musgos, atrayendo
un sin fín de centinelas para su aquelarre. Ella, arma bendita, suspendiendo su
naufragio entre girasoles de aserrín y proponiendo espejos para la danza, ritualizando
la efímera causa del olvido, arrullando senderos de espumas en sus dedos,
pestañeando al olimpo del arte y de sus cactus abiertos, mamando savia de
imposibles cuervos derrotados. Él, molusco incendiado por las avispas del
insomnio, conduciendo sus manos por el surco para buscar su propio encuentro,
su aullido y despertar. Sintiendo el atardecer rendido entre sus párpados,
buscando su por qué, su discurrir, su raíz y su niñez en otras guitarras. La
madrugada llegó como ola rompiendo la noche,
extirpándosela, llenando sus fuselajes de aluminio y oro de sol molido. A lo
lejos, del clamor de la batalla la marea mecía los últimos restos. Ella, una
barca salpicando de blancura el horizonte. Él, un oasis de peces muertos donde
gaviotas y pelícanos recogían los últimos restos.
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