“¡Pónganse alrededor del fuego, que
nos vamos a montar una juerga! ¡Lo vamos a pasar bien!” [Astérix en Hispanie
citado por Clément Rosset en El principio de crueldad]
Alguna vez, con la voz grave, cierto
maestro me dijo: “lo que escribas estará en tu futuro, eso es lo cabrón de la
escritura que nadie te va a decir”. Y ahora, como ya varios poetas de ambos sexos (más jóvenes que yo)
hablan seriamente de la sublimidad de la derrota; que la derrota para allá y que la derrota para acá, pienso que debería
agarrar y darles de garrotazos para que
se olvidaran del agarrotamiento que te puede dar de un momento a otro por un
catorrazo o tal vez por agarrar camorra con tal de derrotar a la mala a otro
escritor, pero caray, sentimiento que por supuesto, no debe ser permanente. Sí,
porque, si se nos vuelve sublime la derrota, tendremos que volver a sentirnos
tristes, deprimidos o pasivos y toda esa andanada de patrañas y de parasitismo
que se le adjudica a los escritores…, tendremos que darnos cuenta de que lo
único que necesitamos es o era amor y no libros ni escribirlos, como decían los
Beatles y entonces… ¿De qué sirvió, digo yo? ¿De qué sirvió tanta tinta y
comentarios críticos y tanto martirologio y tanto corazón sangrante? Esta
actitud de asumir pronto la derrota pareciera más triste escucharla que
sentirla; finalmente, desde los 7 años de edad yo sabía ya que me deparaba el
destino, pero ¿derrota? Así, así… ¿derrota ante qué? ¿Escritores derrotados? ¿Qué
o quién los derrotó? En opinión del español Fernando Millán un teórico queda
sepultado debajo de su propia teoría, su propio peso lo vence, lo mutila
vitalmente: podemos imaginar un Rimbaud de 19 años y genio y aventurero, pero
nunca un Borges erudito haciéndola de mercader a las afueras de Buenos Aires a
los 60 años de edad.
Me parece que lo
primero que derrota a un escritor es la falta de visión: uno puede morir
anónimo y haber sido feliz, pero uno no puede escribir diez buenas novelas y
que la fama consecuente (como el mismo Borges sostenía) se transforme en un
malentendido mediante el cual todos queden satisfechos, tanto críticos,
lectores y creador, eso no ocurre. Independientemente de la relación que el
autor mantenga con su obra (que será quizá su último secreto vitalmente
hablando), es evidente que no convive ningún lector con el mismo tipo de libros
durante toda su vida. La lectura misma en abstracto es un ejercicio que
envejece, pero por lo mismo escribir y leer adquieren sentido con la vuelta de
los años.
Aunque uno no
recuerde totalmente el primer libro leído tal como se recuerda una imagen
televisiva, uno recuerda mucho más el significado
que se tejió entre uno mismo y su lectura personal que entre uno mismo y una
imagen televisiva.
Ayer a los niños nos
daban a Poe traducido por Cortázar y un poco de atari y de pacman para
recordarnos que del cuento no se vive, ¿Los niños del nintendo y de Harry Potter nos leerán mañana? La
pregunta es más un reto que un destino irrecusable o de relación lector/escritor,
puesto que si algo ha perdido la literatura ante todas las demás diversiones es
excitación y adrenalina respecto inclusive hasta el game boy o el mario boss,
pero siempre ha sido así: el mensaje de la letra impresa está, como siempre, en
desventaja y degustando a ciertas elites (la famosa “inmensa minoría” de Juan
Ramón Jiménez), sin embargo, esto no justifica una literatura difícil en ningún
sentido; no podemos ser excluyentes: el pie de página que dura dos páginas, la
nota, el op. cit., el epígrafe, incluso la dedicatoria deberían desaparecer
para desnudar más el mensaje y el contenido (que no prostituirlo, como dicen
los que no piensan que escribir también es un trabajo y que, incluso cuando
deja de representar trabajo, así, sola, la vieja perra de la literatura nos
abandona: he ahí otro tipo de derrota). Es obvio que escribir no sirve para nada, pero…
¿de verdad es tan obvio? La frase sólo suena bien en la boca de alguien que con
anterioridad ha leído La Guerra y la paz de Tolstoi o, por lo menos, la poesía completa del propio
Rimbaud.
No se trata de
decirlo todo en un escrito porque el absoluto no existe; ni siquiera el
absoluto irracional o diarréico de la poesía puesto que en cuanto termine
vendrá la siguiente generación y dirá que las cosas son distintas. Sin embargo,
la realidad en su conjunto, tal cual está puesta y vista, no es literatura. La
realidad está ahí y ya, punto. Es preciso acercar las palabras y los conceptos
al lugar al que pertenecen, porque en estricto sentido, o mejor dicho en
sentido apasionado, la literatura debe de parecerse más al término vida que al
término realidad. La diferencia de empezar desde estas dos palabras cualquier
tipo de trabajo intelectual, habla de los compromisos del autor, y es indudable
que cualquier autor se compromete por algo.
El asunto del
compromiso es como rentar una buhardilla metafísica en la casa de uno donde
viva su tipo de preocupación sobre el mundo, pero eso nos recuerda que de otra
forma nunca sería un asunto serio la escritura y su aprendizaje y la sabiduría
que proviene de los libros. Georges Bataille escribió alguna vez una frase que personalmente
tomé como bandera respecto a la escritura: “La literatura será todo o no será
nada” (Introducción a La literatura y el mal). La diferencia en la dualidad
compromiso y realidad o vida estriba en que vida está ligada siempre a la
historia personal, al creciente individualismo con el que ha iniciado el siglo
XXI, a la abolición de viejas doctrinas para reemplazarlas por nuevas, en medio
de políticas que finalmente todo lo tragan (incluso el trabajo intelectual) y,
precisamente por ello, el primer compromiso del escritor es con la vida, no con
la realidad, sea lo que cada quien crea que es eso. Vida es y se parece más a
las sensaciones por las que atravesamos este mundo; vida tiene qué ver más con
experiencia personal, con lo que de inmediato reconocemos en el otro, su
condición humana: en el distante soldado irakí que vemos morir junto a su par
norteamericano en las fotos de los periódicos, en las muestras de fotografía,
etcétera. Vida siempre estará ligada a lo irrepetible, a lo irreductible, a los
derechos humanos, al primer valor a que tiene derecho todo ser humano en
cualquier condición y en cualquier país: el derecho a la vida. En cambio,
partir del término “realidad” es un verdadero problema. En primer lugar, porque
eso es ya filosofar y toda filosofía es una teoría
de lo real, conforme con la
etimología griega de la palabra teoría y necesariamente con un componente
creativo (o poético) ya que las imágenes que proporciona de la realidad no son
fotografías sino recomposiciones, así como lo son una pintura de un paisaje o
una biografía respecto a una vida de algún célebre personaje. Hace ya setenta y
tantos años, cuando el francés Denis de Rougemont escribió Amor y occidente, había quedado claro, aún más, que: “ninguna
teoría, por más fuerte que sea, será nunca tan compleja como la realidad”.
Citando de memoria, recuerdo ese pasaje de la introducción del libro en el que
el propio autor se quejaba de esta, digamos, insuficiencia, por decirlo en jerga de otro pensador francés pero contemporáneo: Clément Rosset, que en su libro El principio de crueldad (1994) plantea: “Lo más notable de esta
resistencia ancestral de la filosofía a tomar en consideración la sola realidad
es que no proviene en absoluto, contrariamente a lo que se podría suponer, de
un legítimo desasosiego ante la inmensidad y, por consiguiente, ante la
imposibilidad de una tarea semejante, sino más bien de un sentimiento exactamente
contrario: de la idea de que la realidad, incluso suponiéndola conocida y
explorada por completo, jamás revelará las claves de su propia comprensión, por
no contener en ella misma las reglas
de descodificación que permitirían descifrar su naturaleza y su sentido.
Considerar la sola realidad equivaldría, por lo tanto, a examinar en vano un
reverso del que siempre se ignorará el derecho, o un doble del que siempre se
ignorará el original del que es copia. De modo que la filosofía tropieza
normalmente con lo real no en razón de su inagotable riqueza, sino más bien de
su pobreza en razones de ser, que hace de la realidad una materia a la vez
demasiado amplia y demasiado delgada: demasiado amplia para ser recorrida,
demasiado delgada para ser comprendida.” Una realidad lógicamente estudiable,
pero una realidad nunca lógicamente comprensible… El título del libro de Rosset
no pretende manifestar alguna crueldad
supra humana ni mucho menos cae en toda esa charlatanería sobre lo malvado para
pontificarnos como un cura ni mucho menos, sino de un sentimiento de ser eco y
testimonio que brota más bien del ser humano al descubrir, dicho en mi propia
paráfrasis, que, ya que la realidad por sí misma carece de inteligibilidad para
el ser humano, Rosset, en la obra citada, propone la causalidad precisamente de
insuficiencia de la misma realidad para ser interpretada. Y es que no es para
menos: después de una aproximación cruda con lo real en el mundo contemporáneo
incluso la Biblia se quedará corta y seguiremos siendo lo que realmente somos:
seres psicosexuales y esto desgraciadamente
no me parece una blasfemia sino una afirmación real entre otras muchas
realidades, se supone que esto es ya parte de la posmodernidad y Rosset pertenece
a ella, pero a mi juicio es el mejor filósofo francés vivo y no ese famoso
Quentin Tarantino de la filosofía que es
Baudrillard; o en otras palabras y para salir de opiniones de
competencia, el escritor como tal, así puesto en abstracto, debe mantener esa postura de la que habló el
poeta negro beatnick Langsthon Huges: El de ser un habitante
de una torre de vigilancia de la sociedad, no habitante de una torre de marfil.
Es decir, debe tener más conciencia de lo que pasa en la realidad, ya que así
se fomenta la imaginación (nunca habrá imaginación fecunda partiendo de la nada
absoluta), y no ser supuestamente el
famoso fotógrafo de la realidad, como se comenta siempre en todas las solapas
de la última novela publicada en Estados Unidos o España. Recuérdese que hablo
de posturas frente al acto creativo y posturas conjuntamente frente a equis
circunstancia, porque el término realidad nos remite a pensar en lo que pasa en
la calle, pero la realidad es el concepto filosófico por excelencia y se debate
desde antes que existieran calles, dicho sea de paso.
Nuestro querido y
mexicanísimo Ricardo Garibay fue increpado en entrevista por la Jornada Semanal hasta Cuernavaca cuando
dicho suplemento era dirigido por Roger Bartra, y a la
pregunta: “¿Cómo ve el escritor a sus semejantes?” Garibay respondió: “Los veo
con una mezcla de odio, asco y generosidad”. Esto me devuelve al tema de la
derrota y los jóvenes poetas. “Amó, quiso vivir, se vio morir, eso basta para
hacer todo un hombre” dice Sartre en Las
palabras. ¿Entonces…, cuál es la derrota, jóvenes poetas? Ante la idea
total de la derrota, opongo una entrevista a Bachelard en los sesentas del XX
en la que el maestro contestó así al periodista que le preguntaba su opinión
sobre la delincuencia en Francia: “Pues mire usted, para mí, todas las cimas humanas
son eso, cimas.” Por otro lado el
psicodrama es una forma de derrota: simplemente hay que leer la famosa Carta al padre de Kafka para entender el
drama humano de Franz Kafka, no del famoso mundialmente célebre autor Kafka. Pero
vuelvo a la entrevista a Ricardo Garibay: En ella, Garibay arriesgaba, a la
pregunta: “¿Qué imaginaba que llegaría a ser usted a los 17 años?” La siguiente
respuesta: “El joven que a los 17 años no sueña con ser algo en verdad grande
nunca llegará a nada.” Bien por Garibay. Bien por los que leímos la entrevista
rondando edades parecidas a los 17. Pues si no, ¿De qué otro modo? Es que la
derrota suena bien en la adolescencia, en la edad en que lo dado parece que nos
lo merecemos, en la edad que se mira hacia atrás por la nostalgia que significa
crecer; la edad que parece que todo merece nuestra participación. Baudelaire lo
resume así en uno de los textos de los Diarios
íntimos:
“El gusto por la
ganancia productiva debe de reemplazar, en el hombre maduro, el gusto por la
pérdida”.
La vertiente del
sentirse derrotado el escritor, me parece que tiene que ver, indiscutiblemente en el escritor,
extremadamente a algo ligado a su
proyecto de vida. Y para proyecto de vida Lawrence Durrell dijo así: “Con una
mujer puedes sufrir su amor, gozarlo o hacer literatura.” En mi caso personal,
me inclino más por la última opción.
Otra vertiente del
sentir de la derrota de un escritor y quizá la más real es ésta: terminar
repitiendo y repitiendo y dándole vueltas a los mismos temas y no evolucionar
ni ideológicamente ni hacia algún puerto o ruta estética. El escritor que opta
por sólo callarse la boca no está
derrotado ni ha triunfado, ha tomado una decisión… pero tal parece que la idea
del escritor derrotado es la idea del escritor que se autodestruye o reniega de
lo ya escrito o leído; el auto sabotaje; siempre ha habido y ha desaparecido ese
tipo de escritores, pero es un hecho que el artista que triunfa, el escritor
que triunfa es aquél que logra transmitir al lector el irrecusable e irrepetible aguijonazo de simplemente querer escribir de vuelta lo ya leído; en mi caso personal, con un solo lector que sienta o haya sentido el
deseo de superarme, es decir, de re escribirme con sus propias palabras,
sentiré que la faena de éste oficio ingrato se ha realizado.
Agosto
2005
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