POR MARCOS GARCÍA CABALLERO
Vengo
de caer en los tiernos brazos
de
una morra desconocida,
la
que más amé, la que más amo
y
la que será por siempre mi amada;
la
dulce doncella “que calla su nombre y entrega su cuerpo”.
¿Dónde
está ella?
¿Dónde
podré encontrarla una vez más,
como
se dijeron las brujas
en
el primer acto de Macbeth?
¿O
no fue Macbeth y sí fue Trono de sangre?
Creo
que entre los dos peldaños me edifico,
me
discuto y me peleo conmigo mismo
para
ahorcar la brasa ardiente de mi cigarrillo en este gesto,
en
este pensar del sin-sentir,
en
esta agitación de furor
y
cuellos negros que me ladran desde sus tumbas funestas.
Todo
esto es la casa oscura,
la
casa entera está en llamas de fuego negro crepitante,
donde
unos labios de mujer morirían al saciar el mandato
de
las copas, como la solitaria muchacha
de
la que Efraín Huerta
dijo a
sus amigos:
“Brindemos por ella.”
Es la
casa, sí, pero toda ella está oscurecida,
masacrada
de una línea negra a otra,
su oscuridad
no vale,
ésa es mi
terrible certeza,
porque
sé, como Dante, que las puertas del infierno no mienten,
no saben
mentir: y esa oscuridad proviene del verdadero furor,
del
rugido espeso, de las puntas de maguey que se ceban
y
renuevan una a una; y este saber… ¿qué puede ser este saber
que lo
único que sabe es que no miente, que afirma pero que desconoce,
que
miente llegado el caso, este saber
que sólo
puede tener lugar aquí, en la casa oscura
y que
cualquier otro saber desmentiría?
¡Pero lo
sé!
¡Lo afirmo
y lo acepto irrefutable!
Es, ni
más ni menos, el amor del Padre.
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