Yo, Heráclito el oscuro sé que el muchacho leyó mis
máximas y que la muerte le desabrochaba los zapatos y le manchaba la camisa con
café.
Yo, Herodoto, sé que el muchacho vivía en la ciudad de
México y que allá presentó un libro con sus ensayos.
Yo, Platón de Atenas, sé que el muchacho me leyó y que la
muerte lo obligaba a cagarse en sus ropas cuando veía a La Virgen de Guadalupe.
Yo, Ernesto Sabato, apoyé al muchacho cuando me estaba
muriendo.
Yo, Fernando Savater, qué les digo, sé toda esa triste y
desgarrada historia. Habría, de una buena vez, que ponerle un cascabel al
chocolate.
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