NAVEGANTES SOMOS Y EN LA MAR DEL CUENTO
ANDAMOS
POR
AGUSTÍN MONSREAL
A pesar de Poe, de Maupassant, de
Chejov, y más recientemente de Borges, de Cortázar, de Monterroso, de Julio
Torri, de Efrén Hernández, de Arreola, de Inés Arredondo, hay todavía quienes
insisten, impecablemente soberbios, en considerar que el cuento es un género
menor. Algo así como el hermanito pequeño que todavía no usa, ni usará nunca
pantalones largos. O una especie de aprendizaje escolar que se realiza como
requisito para alcanzar ese grado superior, esa supuesta mayoría de edad de la
escritura que es la novela. Sin embargo, tratándose de géneros literarios, yo
no reconozco plusvalías ni minusvalías, grandes ni chicos, buenos ni peores.
Cada género tiene sus propias reglas, impone sus propias exigencias, declara
sus propias intenciones. Y el escritor elige aquél que juzga o siente que le va
a servir mejor para sus fines (dar a cada contenido la forma que se merece).
Igual puede taparse el sol con un dedo que con una montaña. O destaparse. O
creer que se tapa o que se destapa. Depende. En el último de los casos,
bastaría la obra cuentística de Juan Rulfo para demostrar que no hay géneros
menores; lo que hay son escritores inferiores, escribanales, escrivanos. Si la
novela es un prestigio, el cuento es la esencia de ese prestigio.
Yo tengo para mí que el cuento
literario, en tanto acto consagratorio, obra y espejo de la existencia, siempre
es verdadero, una parte de la vida que descifra una parte ínfima o grandiosa de
la vida a partir de un acontecimiento tan breve e insignificante o tan
maravilloso como es la vida misma. El acertar con cuál es esa parte entrañable
hace que el cuento posea la rigurosa autenticidad para llamarse literario, para
ser una experiencia artística nacida del poder persuasivo y la sabiduría de la
imaginación, la sensibilidad y la inteligencia, para crear la realidad siempre
igual pero siempre cambiante de las pasiones humanas y los vicios de la
sociedad que mueven en su diario acontecer la maquinaria del mundo.
Se ha dicho, con ejemplar fortuna, que
el cuento literario es una de las formas más ciertas de la felicidad. Y acaso,
también, una de las más vitales y definitivas. Se ha declarado, asimismo, que
es memoria y esperanza, palabra y fundamento, exaltación colectiva y
deliberación íntima, que es el misterio y la repercusión de un sueño en el
tiempo y, a la vez, el tiempo que rescata, redescubre, restituye, nos acerca a
la eternidad y nos pone a salvo del olvido. Por eso el ser cuentista, más que
un halago, es una dignidad. Soy de los escritores que trabajan toda su vida por
un sueño, a sabiendas de que ese sueño ha de durar más que su vida. Establezco
la distinción y acepto y vivo la literatura, no como un oficio o una profesión,
sino como un destino. Este destino incanjeable, causa suprema del ser y el
estar, convierte a quien es tocado por su gracia en un elegido. No en alguien
mítico, mejor o superior, simplemente en alguien a quien le es otorgado el
privilegio de develar algunos enigmas, ciertos parentescos profundos del
instinto y la conciencia, de la sensualidad y el ascetismo, de la pasión y el
entendimiento, del tormento y la bienaventuranza, de la verdad y la belleza, de
lo temporal y lo eterno. La primera manifestación de este destino, en mí, fue
por medio de la seducción primordial, del vigoroso embrujamiento de las palabras.
Si el acto de escribir conlleva un
sufrimiento, habría que admitir que se trata de un sufrimiento altivo que se
torna, finalmente, gozo inequívoco, gozo genuino que nace de la admiración y el
asombro ante las palabras. Quizá uno de los fervores más intensos que nos
proporciona la práctica radiante de la escritura sea el de observar a las
palabras en el imperio absoluto de su interioridad. Y después la asociación
plena y venturosamente decisiva de las palabras entre sí -cómo se enamoran, se
acarician, se aman, o cómo se rechazan, cómo se distancian una de la otra, cómo
se repudian-, y más después su maridaje con nuestras emociones, nuestros
pensamientos, nuestras maneras de mirar y experimentar los azares y los
vértigos de la existencia. Quiero creer que las palabras, cada palabra,
cualquier palabra tiene un contenido íntimo para cada quien, y que la
certidumbre intransferible de este contenido es lo que sustenta la expresión
del cuento artístico.
Porque yo no concibo al cuento si no es
como obra de arte, un acto creativo que no se atiene a un tiempo medible, ya
que la voluntad se expone de frente y, a la vez, dándole la espalda a la
realidad concreta, trasgrediéndola para inventarla. Inventar la realidad para
percibir en ella posibilidades nuevas, aspectos fugitivos, zonas de sombra,
lejanías de nosotros mismos. Inventar la realidad para uno y para los demás,
para hacerla propia y de todos. La realidad tal cual no sirve sino como
estímulo. Hay que tamizarla y matizarla dentro -digo yo- para que deje de ser objeto
y se vuelva sujeto de creación. El episodio anodino, las afrentas vulgares, las
tareas irrelevantes adquieren una franca enjundia humana cuando pasan por la
criba sensible del escritor, cuando éste trastoca la realidad por medio del
fulgor literario, cuando evidencia lo que el ojo común no es capaz de ver,
cuando transfigura las cosas y las nombra desde su secreto.
A mi juicio, inventar la realidad es un
acto maravilloso, limpio, singular; inventarla y desaparecer, mostrarla sin que
el autor imponga ni reprima, sin que esté presente con su carga de egolatría en
primer plano. En esto radica la felicidad, en sustraerse a las veleidades
protagónicas, en contentarse con el papel de amanuense de lo imaginado. Hay
quienes dicen "Por sus cuentos los conoceréis". Yo no comulgo con
esta pobre sentencia que aspira a ser el espejo de Narciso. Considero, más
bien, que una de las mejores cualidades del hacedor de ficciones es
precisamente el no exhibirse, el no dejarse sentir, lograr que las historias y
los personajes que las ocupan sean auténticos y verosímiles por sí mismos, y
que sean reales a pesar de que en ocasiones lo que ocurre no pertenezca a las
parcelas de lo que conocemos como realidad.
Aunque no sé cuándo ni cómo, ni merced
a qué insondable designio, aprendí desde mis primeros pasos literarios que en
el proceso de la escritura debía tener los ojos del alma abiertos y la
conciencia alerta para no confundirme con el deslumbramiento de los espejismos
formales ni cegarme o conformarme con el brillo fácil de la apariencia; no
maniobrar una vez y otra hasta convertir en un círculo vicioso el probable
hallazgo personal; no quedarme hamacado en el trámite engañoso de acopiar
recursos estilísticos, técnicos y verbales y mucho menos doblegarme ante la
tentación epidérmica de sólo calcar o remedar la realidad, sino adquirir el
compromiso indelegable de crearla, de trasmutarla en un suceso portentoso que
al no poner límites ni admitir fronteras, se sublima, se trasciende y alboroza
la novedad, el prodigio del cuento, que es tan diferente, tan otro, ya que la
vida y lo que se escribe son dos cosas distintas.
El cuento es un universo dentro del
universo. O mejor todavía, es una amalgama de universos ciertos y magníficos,
un torrente estelar de asombros y conjuraciones, un espacio que todo lo es y lo
contiene todo, una constancia del tiempo que fluye en la medida que permanece.
El cuento literario es la perdurabilidad del instante, ejercicio y ejemplo de
infinitud que cada autor asume desde su experiencia y le imprime las
resonancias de su voz interna. Cada escritor elige lo que, acorde con su
necesidad expresiva, merece ser contado. Y eso que elige, esa situación
transparente o compleja, recóndita o a flor de piel, nimia o insólita que
cuenta, eso que ocurre, le ocurre a alguien. Y ese alguien es un ser original
como cualquiera, como todos. Un ser completo que posee, para bien y para mal,
en mayor o menor grado, idénticas virtudes e idénticos defectos que el resto de
los mortales.
Se trata, pues, de crear junto con la
historia, o por encima de la historia misma, al personaje. No importa -o mejor
dicho a mí no me importa- si es un fuera de serie o un canalla adocenado, si es
simpático o insípido, víctima del deber o dueño de su suerte y su
circunstancia; lo primordial es que, tangible o evanescente, sea un personaje
realmente vivo y dispuesto a enfrentar hasta sus últimas consecuencias, aun sin
llegar nunca a saberlo, las múltiples posibilidades de sus quehaceres
terrenales; un personaje que por la peculiaridad de sus emociones, sentimientos
y pensamientos, por su modo de ser y estar inmerso en las vísceras del mundo,
resulte puntualmente verídico, íntimamente memorable.
Eso es lo que en fin de cuentas pervive
de un cuento una vez que ha salvado el devastador paso de las modas y las
épocas: el personaje, el recuerdo imborrable del personaje. Puede uno relegar
al rincón último de la memoria, a la ingratitud fiera e impiadosa del abandono,
intrincadas vicisitudes, escenas sublimes, conflictos estrujantes, los orígenes
atroces y las argucias insaciables de una tragedia que en su momento nos
pareció perfecta; pero lo que de ninguna manera podemos dejar de lado, lo que
no debemos sepultar jamás en las deslealtades de la amnesia es al personaje; si
él se olvida, se olvida también todo lo demás, pues él es el cimiento, el
soporte, la orgullo mayor de la arquitectura del cuento literario. Si uno, como
autor, no alcanza a crear eficazmente al personaje, cualquier esfuerzo es vano
y la mejor dicha un agua siempre fugitiva.
Por ello, una de mis preocupaciones
recurrentes es la de acercarme estrechamente a tocar aspectos ineludibles,
perennes de la deslumbrante condición humana. Por eso procuro ir más allá y
explorar, dentro de las trivialidades de lo ordinario, esas sutiles conmociones
que destaquen el acto superficial y lo transformen en una excepción, en un algo
que justifique, redima y libere a lo extraordinario. Para lograrlo me sumerjo
en los fondos del abismo y trato de descubrir allí lo inmodificable, lo que no
cambia así empiecen o culminen eras y civilizaciones: las pasiones humanas, que
son la plataforma de todo cuanto los hombres edifican y destruyen en el mundo;
las pasiones humanas, que siguen siendo hasta ahora las mismas del principio.
Mi propósito es hallarlas y mediante ellas, mediante alguna de ellas, calar en
el asunto significativo y trabajar no por acumulación sino por selección; a
profundidad, no en extensión.
Este largo, en oportunidades demasiado
largo proceso, demanda de mi parte, entre otras cosas, humildad y paciencia.
Mas los propósitos nobles no necesariamente construyen cuentos literarios. Hay
que responder a innumerables exigencias, bregar mucho para, una vez definidos
el tema, el argumento y los personajes, concebir el tono preciso, la voz
imprescindible y, en lo particular de cada elemento y en la suma general de
éstos, enmadejar el hilo dorado de la congruencia, la cual contiene dentro de
su esfera otro linaje de aspectos que no puedo permitirme descuidar o pasar por
alto: la estructura, la técnica, el ritmo narrativo, los tiempos centrales y
los verbales, las diversas atmósferas, las cadencias del habla, los rigores
insoslayables del lenguaje.
En este afán, en esta meticulosidad,
quizá, se refleja mi obsesión porque los cuentos respiren y luzcan una muy
saludable autonomía, que no estén contaminados entre sí ni por forzadas,
indeseables intromisiones autorales, que cada uno responda cabalmente a su
intención y disponga de sus instrumentos particulares, ya que el cuento es -o
debe ser, según yo- un rompecabezas único y completo, una pieza de ficción
certera, con voz propia; una obra breve de gran alcance, un raigón de vida que
la facultad del arte valida como acontecimiento humano gigantesco; es, en fin,
la consumación de un momento decisivo, el instante perdurable que modifica para
siempre una existencia. El conflicto rara vez tiene que ver con un hecho
inmediato, o bien ese hecho inmediato sólo desenmascara algo ya emboscado en el
personaje: una emoción mal digerida, una tribulación no resuelta, algún tipo de
descomposición interna que conspira de pronto ora para aliviar, ora para
emperjuiciar todavía más. A lo que asistimos como lectores no es tanto al
surgimiento del conflicto cuanto a su llegada a ese punto crítico que obliga a
una toma de conciencia y, conforme el carácter y los comportamientos del
personaje, a un momento de definición.
El detonante de la crisis puede ser
cualquier incidente o cualquier impresión sensible: un despertar, una
emancipación, un abandono, una enfermedad, una pasión ingobernable, un cielo
nublado, un cambio de casa, un nacimiento, una borrachera. Lo que interesa es
lo que está detrás a manera de recuerdo o deseo, de anhelo guardado o
reprimido, de esperanza largamente incumplida, y lo que pasa cuando esto se
impulsa y rompe la camisa de fuerza que lo sujeta. Así, el personaje escucha en
sí mismo las voces de su verdadera naturaleza y se ve empujado a discernir y
actuar en consecuencia. Aunque la vida en el orden cotidiano siga siendo igual,
en el mundo interno ya se produjo el cambio. Por eso, incursionar en la emoción
humana que late en la comarca oculta de un cuento es asistir a un hallazgo, a
una revelación. Cuando esta revelación se da, cuando conozco el origen, la
cifra del conflicto, sé que ya tengo el personaje, y con él las claves de su
historia, sus códigos secretos, lo que configura el plano entero de sus
afectos, sus limitaciones, sus dudas, las paradojas de su personalidad, la
ignominia y la gloria de sus intemperancias, todo lo que hay en él de
transparencia, pero también de oscuridad, de infortunio. Después, el cuento
tiene que inaugurar su forma. Y el reto consiste en advertir cuál es la forma
precisa de cada cuento. La forma es la que organiza el pensamiento, la que
imprime la coherencia indispensable que debe existir entre el conflicto y el
modo que el personaje tiene de vivirlo.
En el camino de la escritura, claro
está, me es difícil evitar la tentación de ir incorporando algunas inquietudes
que encajan con las mías, haciéndome partícipe de alguna contradicción o conspirando
en algún triste egoísmo, topando con el ruidero de trastornos insospechados,
escudriñando abolengos, escamoteando indiscreciones, acuñando lujurias,
voluptuosidades, culpas primigenias, jugando, sonriendo, identificándome con
éste o con aquel personaje, espeluznándome o lavándome las manos o poniendo mi
corazón a remojar en agua sucia, todo lo cual me va colmando el buche de
estruendo y satisfacción, me va marcando con una cicatriz luminosa. Pese a
ello, me es preciso conocer y comprender antes de empezar a contar. Cada uno de
mis personajes tiene la razón para hacer lo que hace y decir lo que dice. Es el
dueño de su razón y de su verdad, y puedo comulgar con ellas o no, pero estoy
obligado a respetarlas por sobre todas las cosas. En ocasiones, sus opiniones y
sus actitudes me embaucan o me desagradan o me sublevan; no obstante, sé que no
debo tratar de enmendarles mínimamente la plana, pues correría el riesgo de
restarles legitimidad y, por consiguiente, veracidad. Cuando he cometido esta
falta de respeto, he pagado el precio, y el cuento, echado a perder, ha
permanecido en el cajón como una piedra pisándome la conciencia.
En mi opinión, el que un personaje sea
creíble y aun memorable no depende tanto de sus acciones cuanto de la
vehemencia con que exprese y viva las pasiones que le han tocado en suerte, en
la medida que manifieste un rasgo, una porción sustantiva de la naturaleza
humana. Mi punto de partida, entonces, es un principio elemental: si yo, como
individuo, soy único e irrepetible, mis personajes también tienen que serlo. Y
si la realidad es tan distinta para cada quien, deben serlo igualmente los
fragmentos que la componen, desde una calle hasta un horizonte, desde el vuelo
de un pájaro hasta la bravura de un río; un acoplamiento erótico puede ser
calificado de extraordinario por los dos amantes, pero ese extraordinario es
diferente, en la idea y el sentimiento, para cada uno de ellos.
Tengo que encontrar, pues, qué es
aquello que distingue al personaje, cuál es el ideal que lo particulariza, cuál
es su desasosiego, el drama básico de su vida, la consistencia de sus valores,
qué pasa por su cabeza, por su corazón, por sus sentidos, qué acontece en las
mudanzas de su alma. ¿A qué le da importancia un personaje, cuáles son los
regocijos, las fobias, las aspiraciones, los prejuicios, las inhibiciones, los
esplendores o naderías que conforman sus horas en el mundo? ¿Cuáles de estos
materiales voy a utilizar y cómo: explícita o implícitamente, de modo directo o
indirecto? ¿En dónde radica el conflicto: en el temperamento del personaje, en
su conducta, en sus actitudes, en un pasaje lejano de la infancia, en cuál de
sus pasiones? ¿El desorden es íntimo o proviene de algún arrebato exterior? ¿El
personaje lo sabe o no; identifica lo que le pasa o no; quiere o tiene a la
mano algo para resolver el problema o no? ¿Qué, de todo esto, es prescindible y
qué lo estrictamente irrenunciable, lo que habrá de imprimirle valía y
precisión, temperatura, consistencia a la historia? Debo responder, en fin, a
todas esas complejas o llanas particularidades que conciernen a la más honda
intimidad del personaje y que yo, su amanuense literario, no debo nada más
describir, sino también y primordialmente trasmitir. Trasmitir y sugerir en vez
de sólo describir. Cuando ya conozco todo esto y llevo escrita la primera
versión, es cuando empieza el trabajo para lograr la congruencia total de la
historia.
Cambian los significantes, no los
significados. El concepto casa sigue siendo el mismo desde la cueva primitiva
hasta nuestros días; lo que se ha modificado es la forma, no la esencia. Con el
hombre sucede igual: cambia su envoltura terrena, las maneras de evidenciar sus
apetitos, sus discordias, sus codicias, no así las raíces de su naturaleza.
Conocerlas, o intentar conocerlas, es un impulso permanente de la vida. Sin
embargo, este proceso de conocimiento, esta pesquisa infinita, no siempre se
manifiesta en la conciencia. Si cada realidad -apegada a esa otra realidad
concreta que llamamos la realidad- es condicionada y transitoria, donde hay que
incursionar es en la esencia del ser, en lo que trasciende lo temporal y se
inscribe en lo eterno, en lo que está por encima y más allá del ínfimo lapso
individual. Este es el gran desafío que representa, en mi caso, el trabajo del
escritor. Porque, si no escribe uno para expresar y tratar de explicarse algo
de la condición humana, entonces ¿para qué?
Por eso no me atrae en lo absoluto la
narración meramente anecdótica o descriptiva, ya se trate de un cuento de
acción o de símbolos, de hechos o de fantasías. Lo descriptivo no me basta, no
me entusiasma el qué sino el cómo: no importa de qué color son unos ojos,
importa cómo miran, cómo expresan, cómo comunican un júbilo o una arrogancia:
trasmitir en vez de describir. El puro describir permite descubrir al autor, y
esto, desde mi perspectiva, es una deficiencia. Por otro lado, creo que tampoco
basta con decir que los personajes piensan o sienten tal o cual cosa, hay que
verlos sentir y pensar. Yo, autor, digo que mi personaje siente un gran dolor,
o digo hicimos el amor como locos; no, eso no sirve, eso me muestra a mí, no al
personaje. Ese tipo de construcción no pasa de ser un "facilismo".
Por tanto, desecho el camino de las copias "fidedignas" y elijo el
que conduce, trotecito más lento pero más seguro, al detalle significativo, a
la minucia imprescindible. Asimismo, me tiene enteramente sin cuidado el
transcribir con fidelidad un paisaje, lo que me propongo es decir lo que ese
paisaje representa para el personaje que lo contempla. Me salen sobrando, pues,
los decorados, los escenarios de cartón, las atmósferas de ilusionismo, la
belleza de tarjeta postal.
Donde yo marco el acento, donde para mí
está la gran relevancia, es en la respiración, en el ritmo de la respiración
que es el que asigna el ritmo al cuento. Si el personaje está deprimido o
alegre, trémulo o eufórico, abatido o exultante, el ritmo de la respiración es
diferente en cada caso y me indica el fraseo, la musicalidad, los acordes que
requiere cada momento de la historia. La disposición anímica del personaje me
dicta el ritmo y me proporciona las contraseñas para la elaboración de la
atmósfera, para seleccionar el vocabulario insustituible, para conseguir la
armonía y la unidad de todos los elementos que conforman el texto, para procurar
que éste sea, en su conjunto, una pieza única. Los ritmos no sólo me sirven
para evitar la planitud, la monotonía, el tedio de la repetición machacona,
sino que me dan la pauta para calibrar la tensión en la historia. La tensión,
que a mi juicio es comparable a una liga que se estira frente a la cara del
lector, se logra mediante los ritmos, las cadencias, los tonos distintos, las
inflexiones de pensamiento, la expresión genuina y contundente de las
emociones, que finalmente son el nervio y el pulso de la narración.
Pienso que este es el motivo de la
mínima acción exterior que hay en mis cuentos, ya que privilegio el movimiento
interno: me cautiva más lo que ocurre dentro que lo que sucede afuera, la
esencia que la circunstancia. Y de ahí, quizá, mi ambición por aproximarme, lo
más posible, a la verdad y la belleza, por entramar la emoción de los sentidos
y la emoción estética. Las anécdotas de mis cuentos pueden ser muy sencillas,
hasta simples, si alguien quiere; no apuesto por la anécdota, sino por lo que
late en el fondo, lo que exige hacerse carne. La sustancia. Esto me lleva a
convivir largamente con la situación antes de escribirla. Lo que me asedia y me
impulsa es captar y trasmitir la parte escondida y prodigiosa que hay en un
hecho en apariencia intrascendente, es decir, lo que merece ser contado. Porque
historias que contar hay muchas, pero escoger lo que hay de enigma y de
perdurabilidad en una historia, la parte representativa o ilustrativa de un
destino, ahí radica, para mí, la verdad del cuento literario. Hacer visible lo
invisible. Y este arribar al instante de vida que se estrena y se erige para
ser plasmado en la escritura, surge de un dispositivo de la sensibilidad (una
revelación interna) que apremia los resortes de la imaginación, dispara la
fantasía, agudiza los sentidos, diseña y pone en marcha lo más noble de nuestra
inteligencia y nos guía por los laberintos del acto creativo hasta su
culminación.
Por otro lado, si un cuento carece de
misterio, de secretos, nos quita la curiosidad y nos hace sentir un poco
tontos, pues el autor todo lo sabe y no nos deja libre ni un resquicio por
donde podamos establecer un juego o una complicidad con él. El cuento debe
tener sus cuotas de reto, de riesgo para el lector, pero sin emplear trucos ni
trampas, y sí en cambio guiños de malicia, astucias que permitan establecer un
minucioso duelo de talentos con su probable receptor. En una relación amorosa
nos valemos de acciones, pensamientos, palabras para atraer, seducir,
conquistar. El cuentista hace otro tanto, respaldado en tres propósitos
fundamentales: entretener, conmover e instruir acerca de la condición humana.
Sin embargo, debe uno antes que nada
procurar la imparcialidad, o sea, la verdad particular sobre la verdad general,
y también la realidad individual en vez de la realidad absoluta. Por ello, creo
que es indispensable evitar la intromisión autoral. Las consecuencias de un
cuento corresponde sacarlas al lector, él es el que hará, si lo considera útil
y necesario y basado en sus principios, los veredictos morales acerca del
proceder de los personajes. Yo, como autor, debo renunciar a los juicios de
valor propios, renunciar a mi propia idiosincrasia y a mi propia voz en favor
de la idiosincrasia y la voz del personaje. Darle a cada cuento su sentido
exclusivo, sus características exactas. Por supuesto, hay el escritor que crea
la personalidad, la tesitura privativa del relato, y hay también el que emplea
siempre el mismo tono y narra invariablemente igual porque tiene un
"estilo" definido. Yo prefiero al que sigue la voz de cada cuento, al
que opta por imprimir el sello, el estilo unívoco a cada cuento.
En cualquier caso, de lo que se trata
es de inventar, y de inventarlo todo, íntegra, morosa y amorosamente, pensando,
pesando, midiendo la validez, la autenticidad, la credibilidad, la certeza de
cada estructura, cada atmósfera, cada personaje, cada diálogo, dotando a los
temas uno a uno de su anécdota inalterable, su espacio y temporalidad, su
respiración, su propio vocabulario, amarrando severa, estrictamente cada uno de
los elementos que componen el cuento para que no haya la menor fisura, para que
el lector no se encuentre de improviso con ningún desamparo, para que
transcurra sin tropiezos desde la primera línea hasta el punto final. Inventar
cada quien de acuerdo con su sensibilidad, con su imaginación, con su
inteligencia. Y con las pasiones que le dañan el alma o lo colman de dicha,
todo según el carácter y la voluntad de cada quien, la percepción que cada
quien tenga de la vida. Cada escritor realiza lo suyo y ha de sentir la íntima
satisfacción -ocasionalmente el silencioso remordimiento- de haberlo llevado a
cabo. Cosas intransferibles, entrañables de cada escritor. De los puertos se
parte y a los puertos se llega. Navegantes somos y en la mar del cuento
andamos. Por lo que a mí respecta, me celebro viejo lobo de amar del cuento
literario, que es mi destino incanjeable y mi mejor dignidad.
La definición
No conozco una sola definición de
cuento, por convencida o convincente que sea, que admita de manera absoluta y
definitiva las prácticamente infinitas formas del cuento como género literario,
como modelo artístico. Puede ser que alguna definición afortunada abarque una o
hasta muchas expresiones cuentísticas, pero siempre habrá otras, innumerables,
que escapen a ella. Arbitraria e insuficiente como todas, ésta que yo hago,
extraída de mi propio diccionario, dice así:
Cuento: Padre y señor nuestro de los
géneros literarios: En un principio fue el Cuento... Sí; pero, qué es un
cuento. Ah, pues un cuento es un acto de amor, es un acto de fe, es una
consagración, es un prodigio, es un azar limitado por la eternidad, es una
brevedad que encierra el infinito, es una prueba de que existimos, es el sueño
de un dios imaginado por un ser ordinario, es un juego a pulso entre dos magos,
es un malabarismo con esferas llenas de palabras, es un espejo en el que te
ves, es un asilo para cuerdos, es una de las infancias del hombre, es unos
labios que se besan por primera vez, es un cielo añil o naranja o nubecido, es
un tren que desliza su soledad por entre los nervios de la noche, es la sábana
que huele a lo que amamos, es el continente de un cuerpo descubierto apenas, es
unos ojos en busca de una lágrima, es un mapa de la muerte, es un perro que
ladra no sé dónde, es un deseo convertido en añoranza, es una mirada que anda a
ciegas, es una cicatriz cerrada en falso, es la uñita de luna que había sobre
mi casa cuando te conocí, es una sopa de lentejas en lo mejor del hambre, es
una niña de nueve años colmada de luz lo mismo cuando juega que cuando duerme,
es una travesía de la Osa Mayor por la Vía Láctea, es un buque fantasma que
toca puerto al mediodía, es una libreta de saldos donde hago la recapitulación
de mis pecados, es un mar que agoniza sin haber sabido en su vida lo que es un
barco, es una puerta que si la abres te pones a llorar, es un camello que no
quiere ni oír hablar de la aguja, es el miedo que le tiene el tiempo a la
vejez, es una retina que se desprende por lo más delgado, es un ataúd para dos
que no se amaron, es una boca que no pasó por los dientes de leche, es un
diablo torpe, es un corazón con los recuerdos contados, es tu mano con mis
huellas digitales, es un duelo a muerte entre palomas, es una perplejidad en el
alma o lo que es lo mismo una piedra en el zapato, es la almohada donde tu
sueño y mi sueño vuelan juntos, es un agua de río que siempre está de paso, es
un agua de lluvia que nunca llega a cumplir años, es un reloj que no se para ni
a tomar aire ni para ir al baño, es las tres sabidurías juntas en un solo
costal, es la fiebre y el fervor de un loco sagrado, es la alucinación de los
visionarios, de los santos, de los magos, es el destino perfecto de Dios... El
Cuento es, finalmente y en resumidas cuentas, el verdadero principio de todas
las cosas, y al contrario de todo lo que principia, es lo que jamás acaba.
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