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sábado, 23 de septiembre de 2023

ROSETÓN DE PLATA EL CUENTO OCHO POR MARCOS GARCÍA CABALLERO

 

OCHO

Carne Asada por parte del Candidato de Pabellón de Arteaga.

 

Cuando regresé de la Ciudad de México a Hot Waters City o Aguasardientes, en plena pelea electoral entre López Obrador, Calderón y Madrazo, mi vida en el departamento donde había caído por obra del azar y para mi  desgracia también había aparecido un arquitecto. Un tipo que en la vida había sabido  quién era o qué hacía;  era  de cuarenta y tantos años y como en su anterior casa predominaban las apariciones de tecuejos y cucarachas, se sintió sensacional llegar al departamento que me habían prestado donde el único lujo era la limpieza. Yo creo que al dueño le parecía muy cómico tener a dos pobres diablos juntos. ¡Pobreza refulgente y exquisita! No había un solo tenedor ni alacena ni ya digamos muebles o refrigerador; solamente estaban mis libros separando la sala del comedor en un librero que construí con el dueño y cada quien se las arreglaba  cómo podía  con los alimentos. Muchas veces tuve qué hacerla de limosnero para poder llevarme algo a la boca. Yo me daba cuenta que el dueño del departamento me envidiaba mi biblioteca y, a pesar de mi pobreza, se regodeaba con argumentos grandilocuentes aludiendo a la idea de que yo poseía “ya un gran oficio de escritor” y me hablaba de  escritores que habían sido muy pobres en vida y muy anchos y ricos en inmortalidad. Cada que me decía cosas parecidas me daban ganas de decirle: “¡Ernesto, por lo menos invítame a cenar unos tacos!”

Pero el orgullo está coludido con la esperanza y la ley dice que nunca deben morir, aunque de hecho hayan muerto hace mucho tiempo. Si habláramos de probabilidades, mi orgullo y esperanza tenían muy pocas para renacer.  Mis padres me enviaban una cantidad ínfima para vivir y yo no tenía cara ni voz para pedirles más. Las amistades de México comenzaron obviamente a alejarse y dejaron de ser frecuentes las comunicaciones por e-mail o teléfono. Comencé a buscar a los antiguos amigos de Hot Waters City y la verdad les daba gusto tenerme de nueva cuenta entre ellos, pero no entendían mi situación (es decir no entendían el porqué de tanta pobreza) y me empezaron a sugerir trabajos: Desde vendedor de autos para la Ford, vendedor de lociones, y vendedor de cualquier puñetera porquería. Pero, ¿y qué hacía Mateo que siempre renunciaba a esos trabajos de mierda? Ha,  claro: esperaba contactarse con Editorial Planeta México para saber qué había pasado con su novela El Jardín del Pulpo. Eso hacía Mateo, además de checar su e-mail en los café-internet,  mantener sus blog-spots  y pedir cajetillas de cigarro fiadas a la horrenda vieja que tenía su tienda debajo de los edificios. Como ven, era natural seguir triunfando sobre cualquier cosa y sobretodo,  con esa vidita Dostoyevskiana y miserable en pleno siglo XXI.

            Así las cosas,  me conseguí  un perro pequeño para que  hiciera las veces de Sargento de esa horrible situación de vuelta en Hot Waters, y por lo menos mi  autoestima (y la del perro) no cayeran en el fango de la ignominia con los cariñosos comentarios esporádicos de: “el nuevo vecino tiene un perrito muy bonito ”. “¿Cómo se llama tu perro?” Me preguntaban en la calle las señoras. “Se llama Bobby señora; Bobby, saluda a la señora”. Y El Sargento Morrison dejaba que le acariciaran el pelo.  “Qué lindo perrito.” Por lo menos se sabe que perro no come perro y nos llevábamos bien el perro  y yo. Le enseñaba a sentarse y a perseguir pelotas  y el Sargento Morrison  le ladraba a los departamentos de al lado cuando  el reggetón y Bisonte Fernández o Luis Miguel  eran alucinantes. Tenía buen gusto el Sargento Morrison. Le gustaba ir corriendo por el periódico La Jornada y escuchar a Mozart o Dead Can Dance. Y bueno, un día viernes resultó el milagro: el arquitecto llegó una noche como a las doce, (yo antes había ido al cine a ver Piratas del Caribe con una ex novia de Hot Waters City con la que en esa situación era imposible volver o tan siquiera soñarlo: ella pagó los boletos y ya tenía un carrazo) y me dijo la noticia: “¿Te juntas? Hay trabajo. Mañana el candidato del Municipio de Pabellón de Arteaga quiere gente de izquierda que le ayude a repartir propaganda, ¿cómo ves?” Desde luego le dije que sí pero le pregunté cuánto nos iban a pagar. “Tú vente”. Dijo el arquitecto.

            A las diez de la mañana el arquitecto y yo estábamos listos, él tenía un auto viejo con placas de San Luis y nos fuimos hacia la salida a Zacatecas. Varios autos habían quedado de verse en una tienda OXXO y una gasolinera a las afueras de Hot Waters, nos bajamos a esperar y el arquitecto se fue a echar grilla con sus amigos. López Obrador para acá y López Obrador para allá. Después de 40 minutos de camino llegamos a Pabellón y todo el camino: López Obrador hizo esto, López Obrador hizo lo otro. Yo venía a esas alturas pensando que López Obrador era una mezcla de Tín-tán, Pedro Infante, Luke Skywalker, Indiana Jones, Chucho el Roto, el Santo, Superman, el Che Guevara y Jean-Paul Sartre en una misma persona. El arquitecto se veía feliz: para el no parecía el inminente triunfo del candidato municipal del pueblucho de Pabellón sino el del Presidente de la República Mexicana. (En las noches era imposible dormir porque el arquitecto estaba súper pendiente de la contienda electoral y nos gritábamos para que apagara su piche tele tamaño cartón de cervezas). Pabellón de Arteaga era y lo sigue siendo, un pueblo común  y corriente sin ningún atractivo, de hecho yo ya lo conocía debido a un trabajo que me habían sugerido los cuates: no pus vete a venderles enciclopedias británicas a los pobres. No me habían comprado ni una puta enciclopedia más que en la casa más mísera de todas donde el adobe destruido de una calle sin pavimento y los matorrales espinosos junto a los tristones perros flacos hasta las costillas, me hicieron  apostar  con un compañero que lo que era ahí, ahí no sabrían ni lo que era una enciclopedia. Entonces perdí mi único sueldo. El Sargento Morrison se había quedado bajo el cuidado de Ernesto, otro loco que adoraba a López Obrador y ya estaba jubilado del INEGI. Así empezó la chamba, fuimos en varios grupos a repartir propaganda del Candidato en cuanta casa se nos pusiera enfrente, nos tardamos un buen rato bajo el rayo del sol convenciendo a la gente de lo guapo e inteligente y sobretodo lo honesto y propositivo que era el candidato. Éramos todo un equipo: de hecho habíamos marchado en protesta por la calle Madero de Aguascalientes para pedir que se esclarecieran unos bombazos en la Ciudad de México… Había filósofos de ocasión, trostkistas bajados del monte de los olivos, chilangas hermosas, mirones y mironas, un arquitecto, perredistas y un escritor locochón siempre con un pie en Aguascalientes y otro en la Capirucha como yo. Como a las 6 de la tarde terminamos el trabajo, ¿Y nuestro pago? Empecé a preguntarles a los demás. No pus es una carne asada en casa del candidato. Órales. Para mi pobreza eso sonaba bien, pero yo quería dinero. Te pagaremos cuando gane el candidato, igual y hasta te damos un hueso. Ha Órales. Los coches se fueron juntando en una calle alejada del conjunto de iglesias del centro y en una reja gris nos bajamos. Abrieron la puerta varias veces para ver si ya era hora. Ahí ya estaba el radiante candidato esperándonos. Sale pues. Cuando penetré el perímetro, me experimenté como en casa de narcos, todo lujo y todo sensacional, jardín y estacionamiento delantero para tres o cuatro autos, un caserón imponente y un caminito hacia un jardín trasero lleno de árboles, donde ya estaba una comilona, parecía un cumpleaños de ricachos y mientras tanto en las calles la gente muriéndose de hambre. Pinche vida, historia trillada. (No ésta historia sino la vida global que todo el mundo ya la sabe y que Leonard Cohen le compuso el estribillo: Everybody nows). Pues entonces que me atasco de carne y de cerveza. El candidato me preguntó con aire triunfalista: “¿Cómo me fue?” “La elección es suya licenciado, como no.” Le respondí. Así se siguió la fiesta un buen rato, hasta me quise ligar a una mujer casada. Cuando los de un carro se regresaban ya a Hot Waters, les pedí aventón  y me fui con ellos, el arquitecto se quedó todavía un buen rato, no sé cuánto, pero yo llegué como a las doce  de la noche al depto. Al día siguiente me entregarían al Morrison. El arquitecto llegó como a las 10 de la mañana del día siguiente, resulta que el candidato no sólo perdió, sino que el PRI arrasó con todos los votos. A los pocos minutos llegó Ernesto y tocó el depto.

            —¿Y mi perro? —le pregunté.

            —Te tengo una mala noticia —me dijo el ruco con la cara triste de una chucha cuerera. O sea sólo fingiendo la tristeza o mejor dicho como avisándome que yo debería estar triste.

            —¿Qué? ¿Qué pasó?

            —Se me soltó tu perro y me lo atropellaron, ayer mismo lo enterré. 

A la semana siguiente ganó Calderón la Presidencia de la República…

¿Leonard Cohen? ¿Sigues ahí mirándome con tu traje Armani? Lo sé, lo sé, the war is over, the good guys lost… todo el mundo lo sabe, todo mundo escupe después de voltear hacia el sol y todo mundo imagina de regalo un corazón de chocolates, qué te diré a ti, hipócrita lector, hermano mío… lee los poemas de Efraín Huerta, folla como loco o recomienda éste volumen, total, no pierdes nada…

 

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