OCHO
Carne Asada por parte del Candidato de
Pabellón de Arteaga.
Cuando regresé de la Ciudad de México a
Hot Waters City o Aguasardientes, en plena pelea electoral entre López Obrador,
Calderón y Madrazo, mi vida en el departamento donde había caído por obra del
azar y para mi desgracia también había
aparecido un arquitecto. Un tipo que en la vida había sabido quién era o qué hacía; era de
cuarenta y tantos años y como en su anterior casa predominaban las apariciones
de tecuejos y cucarachas, se sintió sensacional llegar al departamento que me
habían prestado donde el único lujo era la limpieza. Yo creo que al dueño le
parecía muy cómico tener a dos pobres diablos juntos. ¡Pobreza refulgente y
exquisita! No había un solo tenedor ni alacena ni ya digamos muebles o
refrigerador; solamente estaban mis libros separando la sala del comedor en un
librero que construí con el dueño y cada quien se las arreglaba cómo podía
con los alimentos. Muchas veces tuve qué hacerla de limosnero para poder
llevarme algo a la boca. Yo me daba cuenta que el dueño del departamento me
envidiaba mi biblioteca y, a pesar de mi pobreza, se regodeaba con argumentos
grandilocuentes aludiendo a la idea de que yo poseía “ya un gran oficio de
escritor” y me hablaba de escritores que
habían sido muy pobres en vida y muy anchos y ricos en inmortalidad. Cada que
me decía cosas parecidas me daban ganas de decirle: “¡Ernesto, por lo menos
invítame a cenar unos tacos!”
Pero el orgullo está coludido con la
esperanza y la ley dice que nunca deben morir, aunque de hecho hayan muerto
hace mucho tiempo. Si habláramos de probabilidades, mi orgullo y esperanza
tenían muy pocas para renacer. Mis
padres me enviaban una cantidad ínfima para vivir y yo no tenía cara ni voz
para pedirles más. Las amistades de México comenzaron obviamente a alejarse y
dejaron de ser frecuentes las comunicaciones por e-mail o teléfono. Comencé a buscar a los antiguos amigos de Hot
Waters City y la verdad les daba gusto tenerme de nueva cuenta entre ellos,
pero no entendían mi situación (es decir no entendían el porqué de tanta
pobreza) y me empezaron a sugerir trabajos: Desde vendedor de autos para la
Ford, vendedor de lociones, y vendedor de cualquier puñetera porquería. Pero,
¿y qué hacía Mateo que siempre renunciaba a esos trabajos de mierda? Ha, claro: esperaba contactarse con Editorial
Planeta México para saber qué había pasado con su novela El Jardín del Pulpo. Eso hacía Mateo, además de checar su e-mail en los café-internet, mantener sus blog-spots y pedir cajetillas de cigarro fiadas a la
horrenda vieja que tenía su tienda debajo de los edificios. Como ven, era
natural seguir triunfando sobre cualquier cosa y sobretodo, con esa vidita Dostoyevskiana y miserable en
pleno siglo XXI.
Así
las cosas, me conseguí un perro pequeño para que hiciera las veces de Sargento de esa horrible
situación de vuelta en Hot Waters, y por lo menos mi autoestima (y la del perro) no cayeran en el
fango de la ignominia con los cariñosos comentarios esporádicos de: “el nuevo
vecino tiene un perrito muy bonito ”. “¿Cómo se llama tu perro?” Me preguntaban
en la calle las señoras. “Se llama Bobby señora; Bobby, saluda a la señora”. Y
El Sargento Morrison dejaba que le acariciaran el pelo. “Qué lindo perrito.” Por lo menos se sabe que
perro no come perro y nos llevábamos bien el perro y yo. Le enseñaba a sentarse y a perseguir
pelotas y el Sargento Morrison le ladraba a los departamentos de al lado
cuando el reggetón y Bisonte Fernández o
Luis Miguel eran alucinantes. Tenía buen
gusto el Sargento Morrison. Le gustaba ir corriendo por el periódico La Jornada y escuchar a Mozart o Dead
Can Dance. Y bueno, un día viernes resultó el milagro: el arquitecto llegó una
noche como a las doce, (yo antes había ido al cine a ver Piratas del Caribe con una ex novia de Hot Waters City con la que
en esa situación era imposible volver o tan siquiera soñarlo: ella pagó los
boletos y ya tenía un carrazo) y me dijo la noticia: “¿Te juntas? Hay trabajo.
Mañana el candidato del Municipio de Pabellón de Arteaga quiere gente de
izquierda que le ayude a repartir propaganda, ¿cómo ves?” Desde luego le dije
que sí pero le pregunté cuánto nos iban a pagar. “Tú vente”. Dijo el
arquitecto.
A
las diez de la mañana el arquitecto y yo estábamos listos, él tenía un auto
viejo con placas de San Luis y nos fuimos hacia la salida a Zacatecas. Varios
autos habían quedado de verse en una tienda OXXO y una gasolinera a las afueras
de Hot Waters, nos bajamos a esperar y el arquitecto se fue a echar grilla con
sus amigos. López Obrador para acá y López Obrador para allá. Después de 40
minutos de camino llegamos a Pabellón y todo el camino: López Obrador hizo
esto, López Obrador hizo lo otro. Yo venía a esas alturas pensando que López
Obrador era una mezcla de Tín-tán, Pedro Infante, Luke Skywalker, Indiana
Jones, Chucho el Roto, el Santo, Superman, el Che Guevara y Jean-Paul Sartre en
una misma persona. El arquitecto se veía feliz: para el no parecía el inminente
triunfo del candidato municipal del pueblucho de Pabellón sino el del
Presidente de la República Mexicana. (En las noches era imposible dormir porque
el arquitecto estaba súper pendiente de la contienda electoral y nos gritábamos
para que apagara su piche tele tamaño cartón de cervezas). Pabellón de Arteaga
era y lo sigue siendo, un pueblo común y
corriente sin ningún atractivo, de hecho yo ya lo conocía debido a un trabajo
que me habían sugerido los cuates: no pus vete a venderles enciclopedias
británicas a los pobres. No me habían comprado ni una puta enciclopedia más que
en la casa más mísera de todas donde el adobe destruido de una calle sin
pavimento y los matorrales espinosos junto a los tristones perros flacos hasta
las costillas, me hicieron apostar con un compañero que lo que era ahí, ahí no
sabrían ni lo que era una enciclopedia. Entonces perdí mi único sueldo. El
Sargento Morrison se había quedado bajo el cuidado de Ernesto, otro loco que
adoraba a López Obrador y ya estaba jubilado del INEGI. Así empezó la chamba,
fuimos en varios grupos a repartir propaganda del Candidato en cuanta casa se
nos pusiera enfrente, nos tardamos un buen rato bajo el rayo del sol
convenciendo a la gente de lo guapo e inteligente y sobretodo lo honesto y
propositivo que era el candidato. Éramos todo un equipo: de hecho habíamos
marchado en protesta por la calle Madero de Aguascalientes para pedir que se
esclarecieran unos bombazos en la Ciudad de México… Había filósofos de ocasión,
trostkistas bajados del monte de los olivos, chilangas hermosas, mirones y
mironas, un arquitecto, perredistas y un escritor locochón siempre con un pie
en Aguascalientes y otro en la Capirucha como yo. Como a las 6 de la tarde
terminamos el trabajo, ¿Y nuestro pago? Empecé a preguntarles a los demás. No
pus es una carne asada en casa del candidato. Órales. Para mi pobreza eso
sonaba bien, pero yo quería dinero. Te pagaremos cuando gane el candidato,
igual y hasta te damos un hueso. Ha Órales. Los coches se fueron juntando en
una calle alejada del conjunto de iglesias del centro y en una reja gris nos
bajamos. Abrieron la puerta varias veces para ver si ya era hora. Ahí ya estaba
el radiante candidato esperándonos. Sale pues. Cuando penetré el perímetro, me experimenté
como en casa de narcos, todo lujo y todo sensacional, jardín y estacionamiento
delantero para tres o cuatro autos, un caserón imponente y un caminito hacia un
jardín trasero lleno de árboles, donde ya estaba una comilona, parecía un
cumpleaños de ricachos y mientras tanto en las calles la gente muriéndose de
hambre. Pinche vida, historia trillada. (No ésta historia sino la vida global
que todo el mundo ya la sabe y que Leonard Cohen le compuso el estribillo:
Everybody nows). Pues entonces que me atasco de carne y de cerveza. El
candidato me preguntó con aire triunfalista: “¿Cómo me fue?” “La elección es
suya licenciado, como no.” Le respondí. Así se siguió la fiesta un buen rato,
hasta me quise ligar a una mujer casada. Cuando los de un carro se regresaban
ya a Hot Waters, les pedí aventón y me
fui con ellos, el arquitecto se quedó todavía un buen rato, no sé cuánto, pero
yo llegué como a las doce de la noche al
depto. Al día siguiente me entregarían al Morrison. El arquitecto llegó como a
las 10 de la mañana del día siguiente, resulta que el candidato no sólo perdió,
sino que el PRI arrasó con todos los votos. A los pocos minutos llegó Ernesto y
tocó el depto.
—¿Y
mi perro? —le pregunté.
—Te
tengo una mala noticia —me dijo el ruco con la cara triste de una chucha
cuerera. O sea sólo fingiendo la tristeza o mejor dicho como avisándome que yo
debería estar triste.
—¿Qué?
¿Qué pasó?
—Se
me soltó tu perro y me lo atropellaron, ayer mismo lo enterré.
A la semana siguiente ganó Calderón la
Presidencia de la República…
¿Leonard Cohen? ¿Sigues ahí mirándome
con tu traje Armani? Lo sé, lo sé, the war is over, the good guys lost… todo el
mundo lo sabe, todo mundo escupe después de voltear hacia el sol y todo mundo
imagina de regalo un corazón de chocolates, qué te diré a ti, hipócrita lector,
hermano mío… lee los poemas de Efraín Huerta, folla como loco o recomienda éste
volumen, total, no pierdes nada…
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