DOCE
(CODA)
LA ÚLTIMA TOCADA DEL 2010 DE LA CASTA
…Y
La Castañeda sacó toda la casta y la vomitó en miles de mega-watts chorreantes
en cerca de 900 personas en la que fue su última y furiosa tocada cerca del friolento 18 de diciembre de
aquél año. Salvador en la voz principal, aulló como ogro de cuento trágico al
estilo del épico Beawolf de la antigüedad
europea. Sólo que antes de todo él y su
banda dejaron que los presentara en el escenario un enmascarado Don Porfirio Díaz que,
viniendo desde el fondo del Teatro Metropólitan en la oscuridad en medio de la
concurrencia, iluminado por un cañón de
luz que lo dejaba ver fuerte y recio, con aplomo de dictador de comienzos de
siglo XX, afrancesado en el toque del traje y el sombrero de copa negro y con
una protuberante narizota que parecía mango de paraguas apuntando al
techo, vociferante y ebrio de
poder, conforme se acercaba al
escenario oscurecido salpicado de rayos láser rojos y luces de neón moradas, venía diciendo hasta llegar
frente al público, ante la ola de expectativa
que crecía entre los presentes: “…¡En mi calidad de Presidente
Constitucional de Los Estados Unidos Mexicanos, con ésta fecha, en éste año de
1910, declaro inaugurada (se ve detrás del telón una imagen digital del auténtico
edificio) éste manicomio en La Ciudad de México con el nombre de… ¡La
Castañeda!” Y así La Casta empieza su rito
caótico de locura y genialidad
entre gritos enardecidos…
—¡No!
¡Hombre! —me dice mi novia al inicio de todo el espectáculo.
Ella
y yo vivíamos en ciudades diferentes en ese entonces pero yo le había prometido
llevarla. No quería dejar pasar esa aventura tan soñada desde que se me ocurrió
la idea y tuve el dinero suficiente y, sobretodo, salir un poco de
Aguascalientes que ya me estaba hartando, la realidad; y es que cuando una
ciudad te empieza a meter presión, debes cordialmente despedirte a la francesa
por un rato, es decir, sin ni una palabra ni un batacazo, te me vas. El plan
era estar en la tocada y después pernoctar en un hostal atrás del Zócalo y la
Catedral. A ella le fascinó la travesura y a mí se me hacía agua la boca de
todo el regalito navideño. Así que desde Aguascalientes me fui hasta Guanajuato
por ella. Fue un
viaje que me regaló la familia de mi
tía-abuela; ella había pasado por
Aguascalientes buscando a mi madre, nos vimos todos juntos como familia y partí
con ella, la tía-abuela. A mi novia
la recogí en Guanajuato afuera del histórico Teatro Juárez y sus cafés y
cantinas céntricas y jalamos hacia el Distrito Federal.
La
familia de mi tía-abuela era un desastre; hijos e hijas de tíos míos que vivían
en Canadá o Inglaterra por negocios, tenían
ahora por acá paseando por México a éstos chamacos y mi tía-abuela
al volante era algo bastante digno de calentar los nervios de los de adentro
que sudábamos a cubetadas por el dorado
y castigador soberano estelar que reinaba a las cuatro de la tarde por la
carretera León-Distrito Federal. Por supuesto que corrían los envases de agua
y tortas hechas con el cariño de la tía-abuela; la camioneta
era una Rogue Nissan roja y la desgraciada corría como diablo hasta que llegamos
a Querétaro y pasamos esos puebluchos que cuando me convierto en poeta me
duelen tanto por su desabrida miseria: polvo y todo polvo, vendedores
ambulantes, olor a rancio en la atmósfera que sólo parece hecha para pobres
diablos o pobres perros… y el papel periódico para limpiarse la cara como seña
de que en esas zonas no ha pasado la mano cariñosa de Dios... y ni vayan a
creer, que la verdad nunca pasará.
Pero
llegamos, por fin, a la megalópolis chilanga, en donde, para tener un sincero
apego a la realidad, todos sabemos que conviven miseria y catolicismo, la
Virgen y la Coatlicue, Bellas Artes con sus eventos, y por las calles enamorados
desesperados que se soban el culo, pandillas de estudiantes que vienen de pinta
del zoológico de Chapultepec por las calles llenas de burócratas que van
saliendo y el tráfico está en la hora pico, (¿la hora pico? ¡todas las horas
son horas pico!) junto a los más prestigiados centros bursátiles y de negocios
de la Ciudad de México. Aquí en Avenida Reforma, después del moderno Caballito,
cobra vida todos los días desde las seis de la mañana Diego Rivera y Frida
Khalo, el anhelo del dinero y las más asquerosas pornografías junto a los cientos de puestos
de piratería: relojes, DVD’s, CD’s, anteojos, pantalones, video-juegos, pilas,
etcétera: es la eminente eh interminable mierda sin historia y sin futuro. La
tía-abuela nos dejó en Avenida Juárez, la sagrada avenida del poema histórico
del enorme lagarto, Efraín Huerta, a eso de
las siete y media; el concierto empezaría a las nueve en punto
supuestamente. “¿Ya te diste cuenta? —me dijo mi novia— ahora sí comenzó la
aventura”.
Le
dije que sí, en efecto, y, mientras toda la vaporosa noche decembrina caía en
la ciudad, como ya teníamos los boletos del concierto, le dije que fuéramos a
buscar uno de esos hostales muy venidos a cuento de los que hay detrás de
Catedral. Así que nos fuimos caminando, pero, poco tiempo después de que pasamos
Bellas Artes y nos dejamos tomar una foto juntos, nos dimos cuenta que era
asunto para meterle velocidad, así que paramos un taxi sobre Madero (en ese
momento ésta calle no era peatonal) y el lóbrego taxista panzonudo nos venía
diciendo mientras sonaban por radio las noticias: “efectivamente jóvenes, hay
un tráfico del carajo, de hecho, después de las diez y media ya nadie de
nosotros puede pasar por ésta zona”. “¿y por qué?” Le preguntó mi novia. “No ve
todo esto señorita —contestó—, todas las compras navideñas, pues es el aguinaldo,
además en éstas fechas la Ciudad siempre es un caos y más aquí en el centro”.
“Bueno —dije yo—, si alcanza usted a dejarnos a un costado de Catedral ya la
hicimos”. “O.K., joven” Y tal cual, en el Monte de Piedad nos bajamos. Fuimos
apurándonos a la zona de los hostales a un lado del Centro Cultural España y
vimos los precios, vimos a los turistas, lo glamorosos que se ven esos modernos
europeos y su forma de vestir, pero desgraciadamente ya no había cuartos
disponibles. “En la madre” ¿Y ahora qué hacemos? –Me preguntó mi mujer, y yo,
francamente no tenía ni idea, así que le dije riéndome que ahora era la hora de
tomar el avión del turista, ¿y cómo es eso? Me preguntó, y le respondí que así
se dice cuando nada importa aunque toda la vida en ese instante penda de un
hilito, así que nos metimos por esas calles céntricas hacia Santo Domingo
checando los escaparates de cámaras de fotografía y video, relojes caros,
etcétera, le conté que cuando todavía era yo capitalino 100 por ciento, había
visto la exposición de la tortura en Santo Domingo, lo que me abrió la
conversación para decirle que el viejo Saúl Ibargoyen que nos daba clase, había
sacado ese mismo año la novela “El
Torturador” en editorial EÓN. “¡Quiero leerla!” Dijo. “¡No sabes de lo que
te estás perdiendo, esa novela me dio una envidia mayúscula!” “¿Sobres y de qué
trata Mateo?” “Tú y yo que hablamos francés te lo digo así: trata de la vie dangereouse… como el título de la
novela que me falta leer de Blaise Cendrars” Hasta que por fin, exactamente
después y del otro lado del Centro Cultural España y Catedral, encontramos un
hotel de tres estrellas y yo no quería que nos quedáramos ahí, pero a esas
alturas de la noche no había otra opción, es decir, había que follar como locos
y ver a La Castañeda y además cenar y embriagarse a gusto con uno o dos
Cabernet, obviamente, no había que perderse nada de nada. Entonces ella me dijo
que ya ni modo, que aunque costara caro el hotel nos quedáramos, que al fin y
al cabo ella tenía, como yo ya sabía, una casa por la zona de Satélite y que si
queríamos podíamos pasar la noche siguiente ahí y luego volver a la provincia.
“O.k.”, dije yo, pero pensando que tal vez ya no volvería a Aguascalientes
hasta el año nuevo y con un poco de pena pero como todo un caballero con su
dama, pasamos al Hotel Catedral y pedimos un cuarto. “500 pesos, me lleva la chingada”,
pensé al recibir la llave del cuarto 408, es decir, la tarjeta electrónica que
opera como cerradura, corrimos a dejar las cosas a la habitación y todos
nuestros adminículos y volvimos a la calle, La Castañeda nos esperaba.
El espectáculo fue una total
epifanía llena de energía vital y caos embriagador, duró como dos horas. Ya
cuando era la hora de que se acercara el final y comenzaron a tocar las
canciones clásicas como “noches de tu piel”, “el viejo veneno” o “la fiebre de
Norma”, nos daba un coraje a mí y a ella porque teníamos qué largarnos, no
fuera a ser que definitivamente no pudiéramos regresar en taxi. Claro que antes
nos acomodamos en la barra de los alcoholes del Metropólitan, nos dijimos unas
palabras amorosas y nos besamos cual si fuéramos quinceañeros, en medio de dos
tarros grandes de Micheladas. Así que ya un poco borrachitos salimos a la calle
de regreso cruzando toda la zona centro de la Ciudad de México: comimos tacos
de dudoso contenido, nos ladraron perros y gentes, nos ofrecieron condones y
eso fue lo único que sí compramos en un OXXO, además de cigarros, con casi todo
el repertorio de La Castañeda circulando y reverberando por las venas y el
cerebro.
Llegamos a la habitación molidos,
como perseguidos por esa doble historia de los cuentos de Julio, aquél magister
que siempre es el Cronopio maestro como el solo. Lo que ocurrió ahí dentro del
cuarto no se puede narrar, porque si se narra se tendría que incluir la rabia
del Cardenal Norberto Rivera Calderón que no vio nada por la falta de luz pero
a la mañana siguiente nos condenó por lujuriosos. “Que se joda –pensé– qué
tanto es tantito”. Además el polvo de la
mañana siguiente fue reactivador, así que nos bañamos y salimos a la terraza
del hotel: de lujo amanecer con tu amada y ver la mañana en el Zócalo, con
cervezas en las sillas de la terraza y mi novia se veía estelar, radiante, un gran
momento de victoria, un password al paraíso que soñó y concibió Jean-Paul
Sartre para el futuro cercano, cuando Lennon cantaba “¡Instant Karma!” y
quedaban resacas de utopías por hacerse a finales del siglo XX. Algo poético y
palpable, un momento delicioso y cautivador, de verdad nos sobraba la emoción y
salpicábamos sudor de estrellas, desde
esas sillas, hablando del futuro que lucía estelar y cómo no iba a ser así con
panorámica del Popocatépetl y el Ixtlaccíhuatl en lontananza cubiertos por la
bruma y mientras tanto, mientras nosotros teníamos nuestro fulgor de efímero paraíso, como digo, mientras tanto,
abajo, en la calle, caía inmisericorde el imponente sol batiente y castigador
sobre cada cabeza del pobre pueblo mexicano tan torturado por todos aquellos y
por nadie… ¿de verdad acabará en anonimato nuestra historia de país
mexicano?
Diciembre 2016
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