LOS GRIEGOS VALIENTES DE CHIAPAS
POR MARCOS GARCÍA CABALLERO
El zapatismo moderno de Chiapas, como hasta en
Italia se sabe, como lo sabe Saramago, Oliver Stone y, supongo, todos nuestros
actores políticos, se ha complejizado entre muchas otras razones, para no ser
lo que se dice, “una causa perdida”. A favor del zapatismo están todos los
valores occidentales provenientes de la
modernidad, iniciada en la Revolución Francesa,
y si nos vamos más atrás, la verdadera modernidad está en Grecia, con el
origen del arte teatral, el invento
democrático de la política y el amor al
conocimiento con la filosofía. El concepto neozapatista “mandar obedeciendo” no
entra en contradicción con el invento político griego, luego entonces
paradójicamente, quien tiene un retraso verdadero en el discurso, es el
gobierno mexicano que se empeña en no entender que la solución del problema
debe ser tomada con todos los referentes del panorama internacional, claro,
pero si el problema es nativo, no es de los nativos, sino de los que olvidan el
significado y el fervor humanista de la modernidad, sustituyéndolo con mentiras
muy humanas, pero que también producen miseria, hambre y desolación a un sector
muy importante de la población, que insiste en que la paz no debe ser sólo un
referente diplomático que termina como semi-servidumbre al exterior, sino al
interior como una necesidad, ananké,
en griego, es decir, lo que está ahí, porque tiene que estar ahí y ser así. ¿A
dónde irían los tojolabales, los tzotziles o los tseltales si se instauran las
super carreteras del Plan Puebla-Panamá, los Mac’ Donalds o los JC-Penney?
¿Tendrían Mercedes o Tsurus, calzarían Niké o comerían una Brontodoble? ¿No más
bien la globalización antihumana de las potencias económicas mundiales tendría
que reconocer que dichos indígenas tienen un modo de vida, cultura y visión con
historia propia, historia que no es prestada de ayer ni de hace sólo 500 años,
historia que como la de cualquier pueblo o región, debe ser respetada? Los
gringos se ofuscan si el mundo no se les parece, los británicos les siguen,
luego el gobierno español, como si fuera la época de Cristóbal Colón mandando
todavía tropas a Irak, ¿eso es progreso? La luz de ese progreso alumbra tan
alto o más, como actualmente es alto el edificio de Oklahoma o las torres
gemelas de Nueva York, ¿Qué les pasó a
esos edificios tan altos? Se fueron a la chingada del planeta.
Un conmovedor artículo de Carlos Lenkersdorf
aparecido en el suplemento mensual ojarasca
del periódico La jornada (junio 2003), “Las casas tojolabales nos interpelan”,
regresa a los tojolabales la metáfora de la casa como expresión de la voluntad
y el alma de los que la habitan, lo que en términos literarios el filósofo
francés Gaston Bachelard utilizó para referirse a la casa primigenia como
portal y pedestal de la ensoñación del ser humano: “las habitaciones internas”
que descubre el adulto escritor, que va
recogiendo y reconociendo en la creación del texto, tienen como remanente o correlación la casa o las casas
donde hemos vivido, en ellas se guarda todo aquello que nuestro ser reclama
como auténticamente propio, principalmente la ensoñación y los recuerdos, la
infancia, pues, el primer gesto, los primeros aprendizajes, no están en la
calle, la escuela o la intemperie, sino en la casa, lugar en el que fuimos
depositados antes que en el mundo. La poética
del espacio tiene esta frase
brillante: “ciertamente la infancia tiene mayor tamaño que la realidad”. Cuyo
aire de paradoja significa, volviendo a Lenkersdorf, que los tojolabales no
quieren vivir en la casa grande o la casa del cacique o patrón porque en ella
hay una hostilidad que viene de 500 años para acá: primero tuvo rostro español
y católico, luego priísta y ahora francamente neoliberal. Por eso los
tojolabales, decididamente griegos, decididamente universales, cumplen su
propia ley “mandar obedeciendo” tomando las decisiones que atañen a la
comunidad en la casa grande, la cual es, obvio, un edificio público.
Cuando
participé en la Caravana Mexicana Para Todos Todo, de diciembre a enero del
2002, en el municipio autónomo Moisés y Gandhi, los zapatistas nos recibieron y
nos prestaron para pasar las noches en esa comunidad una casa al lado de “la
casa grande”, lugar que posteriormente utilizaron los líderes de la comunidad
para definir las respuestas a las preguntas que les planteamos: que opinaban
sobre el PPP, la presencia de los militares, los priístas, etc. Debatieron toda
la noche, mientras al lado nosotros dormíamos; yo me quedé dormido después de
amenizarme el rato con un walkman y las ideas musicales de La Maldita Vecindad.
Al día siguiente regresaron, bajaron de sus propias casas y nos dieron
respuesta.
Para terminar, un comentario de orden estético, las
casas de los tzeltales que yo conocí, eran ciertamente pequeñas, modestas, con
suelo de tierra, un fogón, otros elementos de madera y las paredes eran de
tablas alzadas unas junto a otras, pero que dejaban entrever rendijas por donde
se colaba el viento, pero no lo suficiente para que se colara el viento
neoliberal y tuviéramos que declarar que la vida era una penuria: todo era
festín para nuestros anfitriones, una taza de café o un par de tacos. Yo me
decía: “indudablemente esta gente vive en condiciones de pobreza y marginación,
pero si esas tablas están separadas lo suficiente para ver fuera, no es porque
no les hayan alcanzado, sino porque forma parte de una cosmovisión: aquí está
el hombre y su familia, su casa, sus animales, pero también comparten como
compañero al viento, al sol, al arroyo, a la milpa… esto es mantener la
dignidad a cualquier precio, o mejor dicho, a lo que no debe tener precio,
porque ellos saben, sin tener que leer a Bachelard, que la casa es el origen,
lo primigenio, la razón de una lucha que lleva 500 años.” La pintura que vi en
un Aguascalientes decía: “podrán cortar todas las flores, pero nunca acabarán
con la primavera”. Pero mejor ya me callo la boca porque luego me dicen que
hago turismo revolucionario o uno que, más allá, me dijo: “te fuiste de
vacaciones revolucionarias”.
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