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martes, 14 de febrero de 2012

NAVEGANTES SOMOS Y EN LA MAR DEL CUENTO ANDAMOS, POR Agustín Monsreal

A pesar de Poe, de Maupassant, de Chejov, y más recientemente de Borges, de Cortázar, de Monterroso, de Julio Torri, de Efrén Hernández, de Arreola, de Inés Arredondo, hay todavía quienes insisten, impecablemente soberbios, en considerar que el cuento es un género menor. Algo así como el hermanito pequeño que todavía no usa, ni usará nunca pantalones largos. O una especie de aprendizaje escolar que se realiza como requisito para alcanzar ese grado superior, esa supuesta mayoría de edad de la escritura que es la novela. Sin embargo, tratándose de géneros literarios, yo no reconozco plusvalías ni minusvalías, grandes ni chicos, buenos ni peores. Cada género tiene sus propias reglas, impone sus propias exigencias, declara sus propias intenciones. Y el escritor elige aquél que juzga o siente que le va a servir mejor para sus fines (dar a cada contenido la forma que se merece). Igual puede taparse el sol con un dedo que con una montaña. O destaparse. O creer que se tapa o que se destapa. Depende. En el último de los casos, bastaría la obra cuentística de Juan Rulfo para demostrar que no hay géneros menores; lo que hay son escritores inferiores, escribanales, escrivanos. Si la novela es un prestigio, el cuento es la esencia de ese prestigio.


Yo tengo para mí que el cuento literario, en tanto acto consagratorio, obra y espejo de la existencia, siempre es verdadero, una parte de la vida que descifra una parte ínfima o grandiosa de la vida a partir de un acontecimiento tan breve e insignificante o tan maravilloso como es la vida misma. El acertar con cuál es esa parte entrañable hace que el cuento posea la rigurosa autenticidad para llamarse literario, para ser una experiencia artística nacida del poder persuasivo y la sabiduría de la imaginación, la sensibilidad y la inteligencia, para crear la realidad siempre igual pero siempre cambiante de las pasiones humanas y los vicios de la sociedad que mueven en su diario acontecer la maquinaria del mundo.

Se ha dicho, con ejemplar fortuna, que el cuento literario es una de las formas más ciertas de la felicidad. Y acaso, también, una de las más vitales y definitivas. Se ha declarado, asimismo, que es memoria y esperanza, palabra y fundamento, exaltación colectiva y deliberación íntima, que es el misterio y la repercusión de un sueño en el tiempo y, a la vez, el tiempo que rescata, redescubre, restituye, nos acerca a la eternidad y nos pone a salvo del olvido. Por eso el ser cuentista, más que un halago, es una dignidad. Soy de los escritores que trabajan toda su vida por un sueño, a sabiendas de que ese sueño ha de durar más que su vida. Establezco la distinción y acepto y vivo la literatura, no como un oficio o una profesión, sino como un destino. Este destino incanjeable, causa suprema del ser y el estar, convierte a quien es tocado por su gracia en un elegido. No en alguien mítico, mejor o superior, simplemente en alguien a quien le es otorgado el privilegio de develar algunos enigmas, ciertos parentescos profundos del instinto y la conciencia, de la sensualidad y el ascetismo, de la pasión y el entendimiento, del tormento y la bienaventuranza, de la verdad y la belleza, de lo temporal y lo eterno. La primera manifestación de este destino, en mí, fue por medio de la seducción primordial, del vigoroso embrujamiento de las palabras.

Si el acto de escribir conlleva un sufrimiento, habría que admitir que se trata de un sufrimiento altivo que se torna, finalmente, gozo inequívoco, gozo genuino que nace de la admiración y el asombro ante las palabras. Quizá uno de los fervores más intensos que nos proporciona la práctica radiante de la escritura sea el de observar a las palabras en el imperio absoluto de su interioridad. Y después la asociación plena y venturosamente decisiva de las palabras entre sí -cómo se enamoran, se acarician, se aman, o cómo se rechazan, cómo se distancian una de la otra, cómo se repudian-, y más después su maridaje con nuestras emociones, nuestros pensamientos, nuestras maneras de mirar y experimentar los azares y los vértigos de la existencia. Quiero creer que las palabras, cada palabra, cualquier palabra tiene un contenido íntimo para cada quien, y que la certidumbre intransferible de este contenido es lo que sustenta la expresión del cuento artístico.

Porque yo no concibo al cuento si no es como obra de arte, un acto creativo que no se atiene a un tiempo medible, ya que la voluntad se expone de frente y, a la vez, dándole la espalda a la realidad concreta, trasgrediéndola para inventarla. Inventar la realidad para percibir en ella posibilidades nuevas, aspectos fugitivos, zonas de sombra, lejanías de nosotros mismos. Inventar la realidad para uno y para los demás, para hacerla propia y de todos. La realidad tal cual no sirve sino como estímulo. Hay que tamizarla y matizarla dentro -digo yo- para que deje de ser objeto y se vuelva sujeto de creación. El episodio anodino, las afrentas vulgares, las tareas irrelevantes adquieren una franca enjundia humana cuando pasan por la criba sensible del escritor, cuando éste trastoca la realidad por medio del fulgor literario, cuando evidencia lo que el ojo común no es capaz de ver, cuando transfigura las cosas y las nombra desde su secreto.

A mi juicio, inventar la realidad es un acto maravilloso, limpio, singular; inventarla y desaparecer, mostrarla sin que el autor imponga ni reprima, sin que esté presente con su carga de egolatría en primer plano. En esto radica la felicidad, en sustraerse a las veleidades protagónicas, en contentarse con el papel de amanuense de lo imaginado. Hay quienes dicen "Por sus cuentos los conoceréis". Yo no comulgo con esta pobre sentencia que aspira a ser el espejo de Narciso. Considero, más bien, que una de las mejores cualidades del hacedor de ficciones es precisamente el no exhibirse, el no dejarse sentir, lograr que las historias y los personajes que las ocupan sean auténticos y verosímiles por sí mismos, y que sean reales a pesar de que en ocasiones lo que ocurre no pertenezca a las parcelas de lo que conocemos como realidad.

Aunque no sé cuándo ni cómo, ni merced a qué insondable designio, aprendí desde mis primeros pasos literarios que en el proceso de la escritura debía tener los ojos del alma abiertos y la conciencia alerta para no confundirme con el deslumbramiento de los espejismos formales ni cegarme o conformarme con el brillo fácil de la apariencia; no maniobrar una vez y otra hasta convertir en un círculo vicioso el probable hallazgo personal; no quedarme hamacado en el trámite engañoso de acopiar recursos estilísticos, técnicos y verbales y mucho menos doblegarme ante la tentación epidérmica de sólo calcar o remedar la realidad, sino adquirir el compromiso indelegable de crearla, de trasmutarla en un suceso portentoso que al no poner límites ni admitir fronteras, se sublima, se trasciende y alboroza la novedad, el prodigio del cuento, que es tan diferente, tan otro, ya que la vida y lo que se escribe son dos cosas distintas.

El cuento es un universo dentro del universo. O mejor todavía, es una amalgama de universos ciertos y magníficos, un torrente estelar de asombros y conjuraciones, un espacio que todo lo es y lo contiene todo, una constancia del tiempo que fluye en la medida que permanece. El cuento literario es la perdurabilidad del instante, ejercicio y ejemplo de infinitud que cada autor asume desde su experiencia y le imprime las resonancias de su voz interna. Cada escritor elige lo que, acorde con su necesidad expresiva, merece ser contado. Y eso que elige, esa situación transparente o compleja, recóndita o a flor de piel, nimia o insólita que cuenta, eso que ocurre, le ocurre a alguien. Y ese alguien es un ser original como cualquiera, como todos. Un ser completo que posee, para bien y para mal, en mayor o menor grado, idénticas virtudes e idénticos defectos que el resto de los mortales.

Se trata, pues, de crear junto con la historia, o por encima de la historia misma, al personaje. No importa -o mejor dicho a mí no me importa- si es un fuera de serie o un canalla adocenado, si es simpático o insípido, víctima del deber o dueño de su suerte y su circunstancia; lo primordial es que, tangible o evanescente, sea un personaje realmente vivo y dispuesto a enfrentar hasta sus últimas consecuencias, aun sin llegar nunca a saberlo, las múltiples posibilidades de sus quehaceres terrenales; un personaje que por la peculiaridad de sus emociones, sentimientos y pensamientos, por su modo de ser y estar inmerso en las vísceras del mundo, resulte puntualmente verídico, íntimamente memorable.

Eso es lo que en fin de cuentas pervive de un cuento una vez que ha salvado el devastador paso de las modas y las épocas: el personaje, el recuerdo imborrable del personaje. Puede uno relegar al rincón último de la memoria, a la ingratitud fiera e impiadosa del abandono, intrincadas vicisitudes, escenas sublimes, conflictos estrujantes, los orígenes atroces y las argucias insaciables de una tragedia que en su momento nos pareció perfecta; pero lo que de ninguna manera podemos dejar de lado, lo que no debemos sepultar jamás en las deslealtades de la amnesia es al personaje; si él se olvida, se olvida también todo lo demás, pues él es el cimiento, el soporte, la orgullo mayor de la arquitectura del cuento literario. Si uno, como autor, no alcanza a crear eficazmente al personaje, cualquier esfuerzo es vano y la mejor dicha un agua siempre fugitiva.

Por ello, una de mis preocupaciones recurrentes es la de acercarme estrechamente a tocar aspectos ineludibles, perennes de la deslumbrante condición humana. Por eso procuro ir más allá y explorar, dentro de las trivialidades de lo ordinario, esas sutiles conmociones que destaquen el acto superficial y lo transformen en una excepción, en un algo que justifique, redima y libere a lo extraordinario. Para lograrlo me sumerjo en los fondos del abismo y trato de descubrir allí lo inmodificable, lo que no cambia así empiecen o culminen eras y civilizaciones: las pasiones humanas, que son la plataforma de todo cuanto los hombres edifican y destruyen en el mundo; las pasiones humanas, que siguen siendo hasta ahora las mismas del principio. Mi propósito es hallarlas y mediante ellas, mediante alguna de ellas, calar en el asunto significativo y trabajar no por acumulación sino por selección; a profundidad, no en extensión.

Este largo, en oportunidades demasiado largo proceso, demanda de mi parte, entre otras cosas, humildad y paciencia. Mas los propósitos nobles no necesariamente construyen cuentos literarios. Hay que responder a innumerables exigencias, bregar mucho para, una vez definidos el tema, el argumento y los personajes, concebir el tono preciso, la voz imprescindible y, en lo particular de cada elemento y en la suma general de éstos, enmadejar el hilo dorado de la congruencia, la cual contiene dentro de su esfera otro linaje de aspectos que no puedo permitirme descuidar o pasar por alto: la estructura, la técnica, el ritmo narrativo, los tiempos centrales y los verbales, las diversas atmósferas, las cadencias del habla, los rigores insoslayables del lenguaje.

En este afán, en esta meticulosidad, quizá, se refleja mi obsesión porque los cuentos respiren y luzcan una muy saludable autonomía, que no estén contaminados entre sí ni por forzadas, indeseables intromisiones autorales, que cada uno responda cabalmente a su intención y disponga de sus instrumentos particulares, ya que el cuento es -o debe ser, según yo- un rompecabezas único y completo, una pieza de ficción certera, con voz propia; una obra breve de gran alcance, un raigón de vida que la facultad del arte valida como acontecimiento humano gigantesco; es, en fin, la consumación de un momento decisivo, el instante perdurable que modifica para siempre una existencia. El conflicto rara vez tiene que ver con un hecho inmediato, o bien ese hecho inmediato sólo desenmascara algo ya emboscado en el personaje: una emoción mal digerida, una tribulación no resuelta, algún tipo de descomposición interna que conspira de pronto ora para aliviar, ora para emperjuiciar todavía más. A lo que asistimos como lectores no es tanto al surgimiento del conflicto cuanto a su llegada a ese punto crítico que obliga a una toma de conciencia y, conforme el carácter y los comportamientos del personaje, a un momento de definición.

El detonante de la crisis puede ser cualquier incidente o cualquier impresión sensible: un despertar, una emancipación, un abandono, una enfermedad, una pasión ingobernable, un cielo nublado, un cambio de casa, un nacimiento, una borrachera. Lo que interesa es lo que está detrás a manera de recuerdo o deseo, de anhelo guardado o reprimido, de esperanza largamente incumplida, y lo que pasa cuando esto se impulsa y rompe la camisa de fuerza que lo sujeta. Así, el personaje escucha en sí mismo las voces de su verdadera naturaleza y se ve empujado a discernir y actuar en consecuencia. Aunque la vida en el orden cotidiano siga siendo igual, en el mundo interno ya se produjo el cambio. Por eso, incursionar en la emoción humana que late en la comarca oculta de un cuento es asistir a un hallazgo, a una revelación. Cuando esta revelación se da, cuando conozco el origen, la cifra del conflicto, sé que ya tengo el personaje, y con él las claves de su historia, sus códigos secretos, lo que configura el plano entero de sus afectos, sus limitaciones, sus dudas, las paradojas de su personalidad, la ignominia y la gloria de sus intemperancias, todo lo que hay en él de transparencia, pero también de oscuridad, de infortunio. Después, el cuento tiene que inaugurar su forma. Y el reto consiste en advertir cuál es la forma precisa de cada cuento. La forma es la que organiza el pensamiento, la que imprime la coherencia indispensable que debe existir entre el conflicto y el modo que el personaje tiene de vivirlo.

En el camino de la escritura, claro está, me es difícil evitar la tentación de ir incorporando algunas inquietudes que encajan con las mías, haciéndome partícipe de alguna contradicción o conspirando en algún triste egoísmo, topando con el ruidero de trastornos insospechados, escudriñando abolengos, escamoteando indiscreciones, acuñando lujurias, voluptuosidades, culpas primigenias, jugando, sonriendo, identificándome con éste o con aquel personaje, espeluznándome o lavándome las manos o poniendo mi corazón a remojar en agua sucia, todo lo cual me va colmando el buche de estruendo y satisfacción, me va marcando con una cicatriz luminosa. Pese a ello, me es preciso conocer y comprender antes de empezar a contar. Cada uno de mis personajes tiene la razón para hacer lo que hace y decir lo que dice. Es el dueño de su razón y de su verdad, y puedo comulgar con ellas o no, pero estoy obligado a respetarlas por sobre todas las cosas. En ocasiones, sus opiniones y sus actitudes me embaucan o me desagradan o me sublevan; no obstante, sé que no debo tratar de enmendarles mínimamente la plana, pues correría el riesgo de restarles legitimidad y, por consiguiente, veracidad. Cuando he cometido esta falta de respeto, he pagado el precio, y el cuento, echado a perder, ha permanecido en el cajón como una piedra pisándome la conciencia.

En mi opinión, el que un personaje sea creíble y aun memorable no depende tanto de sus acciones cuanto de la vehemencia con que exprese y viva las pasiones que le han tocado en suerte, en la medida que manifieste un rasgo, una porción sustantiva de la naturaleza humana. Mi punto de partida, entonces, es un principio elemental: si yo, como individuo, soy único e irrepetible, mis personajes también tienen que serlo. Y si la realidad es tan distinta para cada quien, deben serlo igualmente los fragmentos que la componen, desde una calle hasta un horizonte, desde el vuelo de un pájaro hasta la bravura de un río; un acoplamiento erótico puede ser calificado de extraordinario por los dos amantes, pero ese extraordinario es diferente, en la idea y el sentimiento, para cada uno de ellos.

Tengo que encontrar, pues, qué es aquello que distingue al personaje, cuál es el ideal que lo particulariza, cuál es su desasosiego, el drama básico de su vida, la consistencia de sus valores, qué pasa por su cabeza, por su corazón, por sus sentidos, qué acontece en las mudanzas de su alma. ¿A qué le da importancia un personaje, cuáles son los regocijos, las fobias, las aspiraciones, los prejuicios, las inhibiciones, los esplendores o naderías que conforman sus horas en el mundo? ¿Cuáles de estos materiales voy a utilizar y cómo: explícita o implícitamente, de modo directo o indirecto? ¿En dónde radica el conflicto: en el temperamento del personaje, en su conducta, en sus actitudes, en un pasaje lejano de la infancia, en cuál de sus pasiones? ¿El desorden es íntimo o proviene de algún arrebato exterior? ¿El personaje lo sabe o no; identifica lo que le pasa o no; quiere o tiene a la mano algo para resolver el problema o no? ¿Qué, de todo esto, es prescindible y qué lo estrictamente irrenunciable, lo que habrá de imprimirle valía y precisión, temperatura, consistencia a la historia? Debo responder, en fin, a todas esas complejas o llanas particularidades que conciernen a la más honda intimidad del personaje y que yo, su amanuense literario, no debo nada más describir, sino también y primordialmente trasmitir. Trasmitir y sugerir en vez de sólo describir. Cuando ya conozco todo esto y llevo escrita la primera versión, es cuando empieza el trabajo para lograr la congruencia total de la historia.

Cambian los significantes, no los significados. El concepto casa sigue siendo el mismo desde la cueva primitiva hasta nuestros días; lo que se ha modificado es la forma, no la esencia. Con el hombre sucede igual: cambia su envoltura terrena, las maneras de evidenciar sus apetitos, sus discordias, sus codicias, no así las raíces de su naturaleza. Conocerlas, o intentar conocerlas, es un impulso permanente de la vida. Sin embargo, este proceso de conocimiento, esta pesquisa infinita, no siempre se manifiesta en la conciencia. Si cada realidad -apegada a esa otra realidad concreta que llamamos la realidad- es condicionada y transitoria, donde hay que incursionar es en la esencia del ser, en lo que trasciende lo temporal y se inscribe en lo eterno, en lo que está por encima y más allá del ínfimo lapso individual. Este es el gran desafío que representa, en mi caso, el trabajo del escritor. Porque, si no escribe uno para expresar y tratar de explicarse algo de la condición humana, entonces ¿para qué?

Por eso no me atrae en lo absoluto la narración meramente anecdótica o descriptiva, ya se trate de un cuento de acción o de símbolos, de hechos o de fantasías. Lo descriptivo no me basta, no me entusiasma el qué sino el cómo: no importa de qué color son unos ojos, importa cómo miran, cómo expresan, cómo comunican un júbilo o una arrogancia: trasmitir en vez de describir. El puro describir permite descubrir al autor, y esto, desde mi perspectiva, es una deficiencia. Por otro lado, creo que tampoco basta con decir que los personajes piensan o sienten tal o cual cosa, hay que verlos sentir y pensar. Yo, autor, digo que mi personaje siente un gran dolor, o digo hicimos el amor como locos; no, eso no sirve, eso me muestra a mí, no al personaje. Ese tipo de construcción no pasa de ser un "facilismo". Por tanto, desecho el camino de las copias "fidedignas" y elijo el que conduce, trotecito más lento pero más seguro, al detalle significativo, a la minucia imprescindible. Asimismo, me tiene enteramente sin cuidado el transcribir con fidelidad un paisaje, lo que me propongo es decir lo que ese paisaje representa para el personaje que lo contempla. Me salen sobrando, pues, los decorados, los escenarios de cartón, las atmósferas de ilusionismo, la belleza de tarjeta postal.

Donde yo marco el acento, donde para mí está la gran relevancia, es en la respiración, en el ritmo de la respiración que es el que asigna el ritmo al cuento. Si el personaje está deprimido o alegre, trémulo o eufórico, abatido o exultante, el ritmo de la respiración es diferente en cada caso y me indica el fraseo, la musicalidad, los acordes que requiere cada momento de la historia. La disposición anímica del personaje me dicta el ritmo y me proporciona las contraseñas para la elaboración de la atmósfera, para seleccionar el vocabulario insustituible, para conseguir la armonía y la unidad de todos los elementos que conforman el texto, para procurar que éste sea, en su conjunto, una pieza única. Los ritmos no sólo me sirven para evitar la planitud, la monotonía, el tedio de la repetición machacona, sino que me dan la pauta para calibrar la tensión en la historia. La tensión, que a mi juicio es comparable a una liga que se estira frente a la cara del lector, se logra mediante los ritmos, las cadencias, los tonos distintos, las inflexiones de pensamiento, la expresión genuina y contundente de las emociones, que finalmente son el nervio y el pulso de la narración.

Pienso que este es el motivo de la mínima acción exterior que hay en mis cuentos, ya que privilegio el movimiento interno: me cautiva más lo que ocurre dentro que lo que sucede afuera, la esencia que la circunstancia. Y de ahí, quizá, mi ambición por aproximarme, lo más posible, a la verdad y la belleza, por entramar la emoción de los sentidos y la emoción estética. Las anécdotas de mis cuentos pueden ser muy sencillas, hasta simples, si alguien quiere; no apuesto por la anécdota, sino por lo que late en el fondo, lo que exige hacerse carne. La sustancia. Esto me lleva a convivir largamente con la situación antes de escribirla. Lo que me asedia y me impulsa es captar y trasmitir la parte escondida y prodigiosa que hay en un hecho en apariencia intrascendente, es decir, lo que merece ser contado. Porque historias que contar hay muchas, pero escoger lo que hay de enigma y de perdurabilidad en una historia, la parte representativa o ilustrativa de un destino, ahí radica, para mí, la verdad del cuento literario. Hacer visible lo invisible. Y este arribar al instante de vida que se estrena y se erige para ser plasmado en la escritura, surge de un dispositivo de la sensibilidad (una revelación interna) que apremia los resortes de la imaginación, dispara la fantasía, agudiza los sentidos, diseña y pone en marcha lo más noble de nuestra inteligencia y nos guía por los laberintos del acto creativo hasta su culminación.

Por otro lado, si un cuento carece de misterio, de secretos, nos quita la curiosidad y nos hace sentir un poco tontos, pues el autor todo lo sabe y no nos deja libre ni un resquicio por donde podamos establecer un juego o una complicidad con él. El cuento debe tener sus cuotas de reto, de riesgo para el lector, pero sin emplear trucos ni trampas, y sí en cambio guiños de malicia, astucias que permitan establecer un minucioso duelo de talentos con su probable receptor. En una relación amorosa nos valemos de acciones, pensamientos, palabras para atraer, seducir, conquistar. El cuentista hace otro tanto, respaldado en tres propósitos fundamentales: entretener, conmover e instruir acerca de la condición humana.

Sin embargo, debe uno antes que nada procurar la imparcialidad, o sea, la verdad particular sobre la verdad general, y también la realidad individual en vez de la realidad absoluta. Por ello, creo que es indispensable evitar la intromisión autoral. Las consecuencias de un cuento corresponde sacarlas al lector, él es el que hará, si lo considera útil y necesario y basado en sus principios, los veredictos morales acerca del proceder de los personajes. Yo, como autor, debo renunciar a los juicios de valor propios, renunciar a mi propia idiosincrasia y a mi propia voz en favor de la idiosincrasia y la voz del personaje. Darle a cada cuento su sentido exclusivo, sus características exactas. Por supuesto, hay el escritor que crea la personalidad, la tesitura privativa del relato, y hay también el que emplea siempre el mismo tono y narra invariablemente igual porque tiene un "estilo" definido. Yo prefiero al que sigue la voz de cada cuento, al que opta por imprimir el sello, el estilo unívoco a cada cuento.

En cualquier caso, de lo que se trata es de inventar, y de inventarlo todo, íntegra, morosa y amorosamente, pensando, pesando, midiendo la validez, la autenticidad, la credibilidad, la certeza de cada estructura, cada atmósfera, cada personaje, cada diálogo, dotando a los temas uno a uno de su anécdota inalterable, su espacio y temporalidad, su respiración, su propio vocabulario, amarrando severa, estrictamente cada uno de los elementos que componen el cuento para que no haya la menor fisura, para que el lector no se encuentre de improviso con ningún desamparo, para que transcurra sin tropiezos desde la primera línea hasta el punto final. Inventar cada quien de acuerdo con su sensibilidad, con su imaginación, con su inteligencia. Y con las pasiones que le dañan el alma o lo colman de dicha, todo según el carácter y la voluntad de cada quien, la percepción que cada quien tenga de la vida. Cada escritor realiza lo suyo y ha de sentir la íntima satisfacción -ocasionalmente el silencioso remordimiento- de haberlo llevado a cabo. Cosas intransferibles, entrañables de cada escritor. De los puertos se parte y a los puertos se llega. Navegantes somos y en la mar del cuento andamos. Por lo que a mí respecta, me celebro viejo lobo de amar del cuento literario, que es mi destino incanjeable y mi mejor dignidad.

La definición

No conozco una sola definición de cuento, por convencida o convincente que sea, que admita de manera absoluta y definitiva las prácticamente infinitas formas del cuento como género literario, como modelo artístico. Puede ser que alguna definición afortunada abarque una o hasta muchas expresiones cuentísticas, pero siempre habrá otras, innumerables, que escapen a ella. Arbitraria e insuficiente como todas, ésta que yo hago, extraída de mi propio diccionario, dice así:

Cuento: Padre y señor nuestro de los géneros literarios: En un principio fue el Cuento... Sí; pero, qué es un cuento. Ah, pues un cuento es un acto de amor, es un acto de fe, es una consagración, es un prodigio, es un azar limitado por la eternidad, es una brevedad que encierra el infinito, es una prueba de que existimos, es el sueño de un dios imaginado por un ser ordinario, es un juego a pulso entre dos magos, es un malabarismo con esferas llenas de palabras, es un espejo en el que te ves, es un asilo para cuerdos, es una de las infancias del hombre, es unos labios que se besan por primera vez, es un cielo añil o naranja o nubecido, es un tren que desliza su soledad por entre los nervios de la noche, es la sábana que huele a lo que amamos, es el continente de un cuerpo descubierto apenas, es unos ojos en busca de una lágrima, es un mapa de la muerte, es un perro que ladra no sé dónde, es un deseo convertido en añoranza, es una mirada que anda a ciegas, es una cicatriz cerrada en falso, es la uñita de luna que había sobre mi casa cuando te conocí, es una sopa de lentejas en lo mejor del hambre, es una niña de nueve años colmada de luz lo mismo cuando juega que cuando duerme, es una travesía de la Osa Mayor por la Vía Láctea, es un buque fantasma que toca puerto al mediodía, es una libreta de saldos donde hago la recapitulación de mis pecados, es un mar que agoniza sin haber sabido en su vida lo que es un barco, es una puerta que si la abres te pones a llorar, es un camello que no quiere ni oir hablar de la aguja, es el miedo que le tiene el tiempo a la vejez, es una retina que se desprende por lo más delgado, es un ataúd para dos que no se amaron, es una boca que no pasó por los dientes de leche, es un diablo torpe, es un corazón con los recuerdos contados, es tu mano con mis huellas digitales, es un duelo a muerte entre palomas, es una perplejidad en el alma o lo que es lo mismo una piedra en el zapato, es la almohada donde tu sueño y mi sueño vuelan juntos, es un agua de río que siempre está de paso, es un agua de lluvia que nunca llega a cumplir años, es un reloj que no se para ni a tomar aire ni para ir al baño, es las tres sabidurías juntas en un solo costal, es la fiebre y el fervor de un loco sagrado, es la alucinación de los visionarios, de los santos, de los magos, es el destino perfecto de Dios... El Cuento es, finalmente y en resumidas cuentas, el verdadero principio de todas las cosas, y al contrario de todo lo que principia, es lo que jamás acaba.

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