MELANIE
Era
la tercera vez que salía así de un hospital. De nuevo tenía la sensación de que
le habían quitado algo. Al principio fue extraño pero, qué más daba, en
realidad era un peso que ya no estaba dispuesta a cargar.
“Los del
ChIildprotectioncustody harán su trabajo. Es mejor así. ¿Qué haría yo
con un bebé en las calles? Ahora lo importante es encontrar una dosis”. Después
de atravesar más de un kilómetro de vegetación, al fin llegó al campamento. El
Chilango fumaba sentado junto a la traila.
Melanie se aproximó y percibió, junto con el olor del tabaco, el olor putrefacto, el zumbido de las moscas. Desde que ella se
fue, nadie había sacado la basura. El Chilango volteó apenas con una sonrisa,
pero sus ojos no escondían el deseo. Se lanzó sobre ella y comenzó a quitarle
la ropa. Se metieron a la traila y
cerraron la puerta de un azotón. Después del encuentro, desnudos sobre las
sábanas, ella le pidió la dosis:
—No
hay morrita—dijo
él con dulzura mientras le besaba el cuello— yo ya no tengo nada de eso, estoy limpio.
— Entonces voy a tener que
ir con quien sí me dé.
—Ya sabes que tú puedes
hacer lo que te dé la gana, la dosis es la dosis. Nomás con cuidado.
Semanas
después, llegaron los dos mexicanos. Traían de todo, desde hierba hasta lo
propio para usar la jeringa:
—Es
raza aventada—murmuraban
en el campamento—si
los agarran les meten mínimo cinco años de cárcel y luego los deportan. Ya se
empezaron a mover de este lado de la línea fronteriza, a uno le dicen el Querétaro
y a otro el Sinaloa.
Melanie
los ubicó de inmediato. Los hijos que el gobierno le había quitado eran de mexicanos. Tenía un gusto especial por ellos.
Esa misma noche, cuando los del campamento se juntaron alrededor del fuego,
ella provocó las miradas con el buen manejo del bodylanguage. Hizo que el Querétaro le extendiera “la chalupa” para que ella también pudiera
inhalar. El Sinaloa no podía dejar de mirarla; adivinó la sangre india que
tanto lo prendía debajo de las ropas ajustadas.
—Me llamo Mélanie—la escuchó decir—los senos redondos lucían
apretados bajo el escote, el tatuaje en uno de ellos—soy nativa de la región
Yákima.
Sin
pensarlo, el Sinaloa le alargó la pipa. Su única adicción era la hierba, pero
¿Cómo no sacar el mejor producto para compartir con esos labios y esa cabellera
negra? Cuando ella la recibió, le hizo
una caricia furtiva en la mano. Él imaginó que la tomaba por las caderas, por
unos segundos se perdió en la oscuridad de esos ojos.
Después
de la intoxicación, Mélanie y los dos mexicanos amanecieron en la misma traila.
A partir de esa noche se hicieron cómplices: asaltos a mano armada, robos a
almacenes y vehículos de carga, venta de drogas. Los dos hombres admiraban el
valor de la yákima, pensaban que aunque su atuendo era el de cualquier
norteamericana, conservaba su herencia salvaje. La mujer viajaba de la cama del
Sinaloa a la del Querétaro sin problema. Los mexicanos acordaron que eran las
aventuras que se vivían del otro lado:
—Ni hablar, así es esto—decía el Querétaro—¿ O , te aguitas compa?— le preguntaba al Sinaloa
imitando su forma de hablar.
—Para nada, Querétaro. Así
es acá y lo que aquí pasa, aquí se queda.
—El buen trabajo en equipo
se refleja; cada vez hay más dinero y se puede surtir mercancía de mejor
calidad. De seguir así, pronto se podrán buscar los conectes para poner el
laboratorio.
Cuando Mélanie desaparecía, ya sabían que
estaba en operación, conocían los rumores sobre ella y el Chilango, pero eso
había quedado atrás. Ahora, su belleza era la mejor arma para el bizne: envolvía a los dealers, los hacía enfrentarse,
conseguía lo que buscaba y al final salía ilesa. El Chilango la conocía, sabía que la muerte
la acompañaba, por eso desapareció por unos meses, poseía el cálculo justo para
saber cuándo volver.
Después de un tiempo, el Sinaloa no hacía
más que alucinar la forma cómo ella lo montaba, cómo se movía, cómo empuñaba el
arma sin miedo cuando había que jalarle y tirar a matar. Aprendió a compartir
el cristal y el shotcon ella. De
pronto se dio cuenta de que el pecho le ardía al oler en ella el hedor del
Querétaro:
—¿Qué
onda compa?—le
dijo un día—Estás
entrao con nosotros. No creas que no me doy cuenta que nos hechas por delante a
ver si nos chingan primero. Tres partes iguales no se me hace justo. La india y
yo le damos la cara a la muerte y tú nomás llegas y, presta.
—Se acordó así desde el
principio, dijeron que ustedes manejaban mejor la fusca y que yo llegaba luego
para arreglarme con las partes. Para mí la hacemos bien juntos, güey. Ahora que si es por la Mélanie,
quedamos en que nada de clavarse, nomás
lo que es el rato y ya. Ah, y el bizne,
claro.
—¿Así
de poquitos güevos, compa?
—No es eso. Lo que pasa es
que no tiene caso rifarse por una vieja que es de todos.
—Me estás calentando la
cabeza compa. Fíjese lo que dice cabrón, que no se habla así de una hembra—gruñó el Sinaloa, la mano
en el arma.
—Yo hasta aquí llegué—dijo el Querétaro, haciendo
caso omiso de la provocación—prefiero
seguir solo.
—Cómo quieras—dijo el Sinaloa, contento
en el fondo porque ya no tenía que compartir a la india. Pero Mélanie jugaba
con el sexo mientras hacía los conectes y el Sinaloa no tardó en darse cuenta.
Un día, bajo el efecto de los estupefacientes, le ganó la rabia y arremetió
contra ella.
—Pensé que teníamos un
acuerdo— susurraba la india
yákima con el rostro bañado en sangre. Pero el bizne era el bizne y la
dosis igual. No podía quedarse sola hasta que volviera el Chilango.
Los habitantes del campamento una vez más
se reunieron alrededor de la fogata. Sacaron de todo. En la madrugada, el
exceso de substancias los llevaba a la locura. Esa noche, el afroamericano
pateó al güero que descansaba en la bolsa de dormir. Cuando este al fin logró
desenredarse y salir de ella, encontró a Mélanie tirada bajo un árbol,
semidesnuda y lidiando con el mal viaje.
—¿Quién
fue el son of a bitch que me pateó?—preguntó el güero con el
puñal en la mano.
Mélanie,
llena de cicatrices y con una sonrisa demente, respondió:
—El Sinaloa.
Al otro día, los dueños de la gasolinera a
varios kilómetros de ahí, declararon ante la policía que sí habían visto a una
joven yákima. Se había subido a una traila
en cuya cabina viajaba un solo hombre de rasgos latinos y cabello negro.En
cuanto a ella, las únicas señas particulares que alcanzaron a identificar
fueron dos: su corta estatura y su
belleza exuberante.
ANILU HERNÁNDEZ BASTIDA
Nació en México D.F. Estudio la carrera de Mercadotecnia en
la Universidad del Valle de México y posteriormente Creación Literaria en la
Escuela de la Sociedad General de Escritores de México, donde publicó en la
antología Paso al frente de la
generación XXXII. Posteriormente publicó en antologías tales como Tintas del Lerma y Ecos del Nido por parte del CONARTCUA en Acámbaro, Gto. Poetizó la
exposición plástica Andar de fruto y
tierra del pintor guanajuatense Héctor Hernández Jurado. Impartió talleres
literarios experimentales para los habitantes de la Col. Río Blanco. Presidió
el primer taller literario del Museo Local de Acámbaro Guanajuato, del cual es
resultado la antología Laboratorio de
Letras. Ha participado en las presentaciones de los libros de autores de
distintos estados de la república tales como Marcos García Caballero, ganador
del premio Nacional Salvador Gallardo Dávalos y Caleb Olvera, en Acámbaro, Gto,
Iván Montenegro y David García.
Fue seleccionada por el Fondo para las letras Guanajuatenses
en la categoría de cuento para participar en el seminario de cuento del autor
Marcial Fernández. Actualmente gestiona la publicación del libro terminado
dentro del mismo y es becaria del Instituto Mexicano de Cultura del Estado de
Michoacán para la creación de obra literaria en la categoría de Novela.