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miércoles, 27 de julio de 2016

DISCURSO DE FERNANDO DEL PASO PREMIO CERVANTES 2016, TOMADO DEL PERIÓDICO EL PAÍS


Majestades, Señor Presidente del Gobierno, Señor Ministro de Educación, Cultura y Deporte, Señor Rector de la Universidad de Alcalá, Señora Presidenta de la Comunidad de Madrid, Señor Alcalde de esta ciudad, autoridades estatales, autonómicas, locales y académicas, querida esposa–oíslo-e hijos, queridos parientes y amigos que me acompañan, queridos todos, Señoras y Señores:
La del alba sería, cuando timbró el teléfono de mi casa y yo pensé que si no era una tragedia la que me iban a anunciar, sería la malobra de un rufián que deseaba perturbar mis buenas relaciones con Morfeo, o quizás el mago Frestón. Pero no fue así, por ventura: era mi hija Paulina quien desde Los Cabos, Baja California, me anunciaba haberse enterado que me habían otorgado este premio, lo cual colmome de dicha pese a que desde ese instante las múltiples llamadas telefónicas que recibí por parte de amigos, parientes y periodistas, incluyendo los de España, para ratificar la gran nueva, no me dejaron volver a pegar el ojo. Yo, ni tardo ni perezoso acometí de inmediato la empresa de despertar a cuanto amigo y pariente tengo para informarles lo que me habían comunicado.

En marzo del año pasado, cuando tuve el honor de recibir en la ciudad mexicana de Mérida el Premio José Emilio Pacheco a la Excelencia Literaria, hice un discurso que causó cierto revuelo. Sé muy bien que esas palabras despertaron una gran expectativa en lo que se refiere a las palabras que hoy pronuncio en España. Las cosas no han cambiado en México sino para empeorar, continúan los atracos, las extorsiones, los secuestros, las desapariciones, los feminicidios, la discriminación, lo abusos de poder, la corrupción, la impunidad y el cinismo. Criticar a mi país en un país extranjero me da vergüenza. Pues bien, me trago esa vergüenza y aprovecho este foro internacional para denunciar a los cuatro vientos la aprobación en el Estado de México de la bautizada como Ley Atenco, una ley opresora que habilita a la policía a apresar e incluso a disparar en manifestaciones y reuniones públicas a quienes atenten, según su criterio, contra la seguridad, el orden público, la integridad, la vida y los bienes, tanto públicos como de las personas. Subrayo: es a criterio de la autoridad, no necesariamente presente, que se permite tal medida extrema. Esto pareciera tan solo el principio de un estado totalitario que no podemos permitir. No denunciarlo, eso sí que me daría aún más vergüenza.
Quizá debí haber comenzado este discurso de otra forma y decirles que yo nací en el ámbito de la lengua castellana el 1º de abril de 1935 en la ciudad de México. “Felicidades señora, es un niño”, dicen que dijo el médico que estaba exhausto de maniobrar una y otra vez con los fórceps, antes de ponerme no de patitas sino de orejitas en el mundo y quién al ver por primera vez mis entonces diminutos órganos reproductores, coligió con gran perspicacia que yo era un varón, rollizo no, pero tampoco escuálido: yo no quería nacer y a veces todavía pienso que no quiero nacer.
Me cuentan que lloré un poco y ¡Oh, maravilla! lloré en castellano: y es que desde hace 81 años y 22 días, cuando lloro, lloro en castellano; cuando me río, incluso a carcajadas, me río en castellano y cuando bostezo, toso y estornudo, bostezo, toso y estornudo en castellano. Eso no es todo: también hablo, leo y escribo en castellano.
Pancho y Ramona, el Príncipe Valiente, Lorenzo y Pepita, Tarzán y Mandrake, fueron mis primeros personajes favoritos, y yo no podía esperar a que mi padre despertara para que me leyera las historietas dominicales a colores, de modo que me di priesa en aprender a leer en lapre-primariaen la que me inscribieron mis padres, dirigida por dos señoritas que no eran monjas pero sí muy católicas y tan malandrines que me daban con grandes bríos y denuedo reglazos en la mano izquierda–yosoy zurdo- cuando intentaba escribir con ella, sin obtener su objetivo: no soy ambidextro, soy ambisiniestro. Más tarde mi mano izquierda se dedicó a dibujar y fue así como se vengó de la derecha. Pero aprendí a leer con los dos ojos, y con los dos ojos y entre los rugidos de los leones me las vi con don Quijote de La Mancha. En efecto, un hermano de mi padre que tenía una gran biblioteca virgen–nadiela leía: compraba los libros pormetro-,me invitó a pasar quince días en su casa, muy cercana al zoológico, desde donde se escuchaban a distintas horas del día los estentóreos rugidos de los leones y yo me dije: ¿leoncitos a mí? y me zambullí en la literatura de los clásicos castellanos: desde entonces estoy familiarizado con todos ellos: Tirso de Molina, Lope de Vega, Garcilaso, Góngora, el Arcipreste de Hita, Quevedo, Baltasar Gracián y varios otros. Fue allí también, en la casa de mi tío donde me enfrenté con Don Quijote en desigual y descomunal batalla: él, las más de las veces jinete en Rocinante o a horcajadas en Clavileño y yo, en miserable situación pedestre. No obstante mi Señor y Sancho Panza estaban ilustrados por Gustave Doré y eso me sirvió de báculo. Salí de su lectura muy enriquecido y muy contento de haber aprendido que la literatura y el humor podían hacer buenas migas. De esto colegí que también los discursos y el humor podían llevarse.
De ahí continué leyendo, apasionado, a numerosos y muy buenos escritores españoles. Antonio Montaña Nariño, un escritor colombiano ya fallecido, entró a la agencia de publicidad donde yo trabajaba y me presentó a su amigo, elhispano-mexicanoJosé de la Colina. Pronto ellos se transformaron en mis primeros mentores literarios y me dieron a conocer a Benito Pérez Galdós, Ramón Menéndez Pidal, Ramón Gómez de la Serna, Ramón María del Valle Inclán, Antonio y Manuel Machado, Rafael Alberti y otros autores que me hicieron enamorarme profundamente de la lengua. En aquél entonces yo me regocijaba mucho leyendo a estilistas como Gabriel Miró. Antonio y José me dieron también a conocer a Joyce, Faulkner, Dos Passos, Erskine Caldwell, Julien Green, Marcel Schwob y otros muchos grandes autores de las literaturas anglosajona y francesa.
También desde luego a excelentes escritores españoles como Rafael Sánchez Ferlosio, Juan José Armas Marcelo, Juan Marsé, los hermanos Goytisolo, Fernando Savater, Camilo José Cela, Javier Marías, Arturo Pérez- Reverte y a quién detonó toda mi vocación literaria: el poeta Miguel Hernández, autor de El rayo que no cesa.
Recuerdo que hace algunos años en una universidad francesa, cuando comencé a dar una lista de los escritores que según yo me habían influido, una persona del público señaló que yo no había mencionado a ningún escritor español y me dijo que cómo era posible. Yo le contesté: los españoles no me han influido, a los españoles los traigo en la sangre, y agregué a la enumeración aquellos latinoamericanos que son parte de mis lecturas más importantes y por lo tanto de mi vida como Borges, Onetti, Carpentier, Lezama Lima, Cortázar, Asturias, Vargas Llosa, García Márquez, Neruda, Huidobro, Gallegos, Guimarães Rosa y César Vallejo y entre los mexicanos Juan Rulfo, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán, sin olvidar a Fernández de Lizardi y a nuestra amada monja Sor Juana Inés de la Cruz.
Los maravillosos sonetos de Miguel Hernández me motivaron a escribir Sonetos de lo diario, publicados por Juan José Arreola en “Cuadernos del Unicornio” en 1958. Pero en realidad mi primera incursión en el mundo castellano tuvo lugar cuando era yo muy peque: “Nano Papo quiee cuca pan quiquía”, que mi madre interpretaba fielmente: “Nano Papo” era: “Fernando del Paso”, “quiee cuca pan quiquía” quería decir “quiere azúcar pan y mantequilla”. Algunas tías malhumoradas, pronosticaron que yo no iba a dar pie con bola con el lenguaje. Se equivocaron de palmo a palmo. Poco después, al parecer insatisfecho con el eufemismo familiar que se le asignaba a los glúteos, los llamé “las guinguingas” y pronto este neologismo fue adoptado por toda la familia. La publicación de los Sonetos me sirvió para conocer a Arreola y a Juan Rulfo, quien sabía todo lo que había que saber sobre novela mexicana, española, rusa, inglesa, italiana, alemana, y, en fin, sobre novela mundial. Comencé entonces a escribir José Trigo, un libro reflejo de mi obsesión por el lenguaje, mi fascinación por la mitología náhuatl y que obedecía a tantos otros propósitos, que lo transformaron casi en un despropósito. Pero ahí está, tan campante, a sus 50 años de edad: fue publicado en 1966. Seguí después con Palinuro de México, una especie de autobiografía inventada, una recreación literaria de mi vida como niño y adolescente, conjugada en varios tiempos verbales: lo que fui, lo que yo creí que era, lo que no fui, lo que hubiera sido, lo que sería, etc. Y después vino Noticias del Imperio, la novela sobre los emperadores Maximiliano y Carlota en la que me propuse darle a la documentación el papel de la tortuga y a la imaginación el de Aquiles. Desde muy peque el melodrama de estos dos personajes, el saber que habíamos tenido en México un emperador austriaco de largas barbas rubias al que fusilamos en la ciudad de Querétaro y una emperatriz belga que vivió, loca, hasta 1927, cuando Lindbergh cruzó el Atlántico en avión, me había fascinado. Por supuesto, en cuanto ganó Aquiles la novela quedó terminada. He escrito también libros de poesía, libros para niños y dos obras de teatro. Una de ellas que he soñado que algún día se represente o se lleve a escena en este país: La muerte se va a Granada, sobre el asesinato de Federico García Lorca.
Toda mi vida ha continuado la riña entre mi mano izquierda y mi mano derecha. Ninguna de las dos ha triunfado y esto ha significado para mí un conflicto muy profundo. Sin embargo mi mano derecha se ha impuesto, no sé si soy escritor, pero sé que no soy pintor, nunca he dejado de escribir para dibujar y siempre he dejado de dibujar para escribir.
Sin embargo la lucha más prolongada que he sostenido en la vida ha sido contra mi propia salud. Desde que era muy peque y me operaron de algo que se llama “adenoides” hasta el momento actual, en que supero las secuelas, largas y dolorosas, de dos series de infartos al cerebro de carácter isquémico, he estado cuando menos quince veces en el quirófano: por una apendicitis, por dos hernias, dos tumores benignos, un desgarre en el corazón, un stent en la arteria femoral superficial de la pierna derecha, otro en la arteria coronaria izquierda, dos oclusiones intestinales y entre otras cosas dos operaciones de las que llaman “a corazón abierto”. Además de recurrentes ataques de gota y una fractura del tobillo derecho. Tan mal he estado en los últimos tiempos que cuando alguien me vio me dijo: “pero hombre, ¿así va usted a ir a España?” y yo le contesté: “yo a España voy así sea en camilla de propulsión a chorro o en avión de ruedas”.
¿Dije antes que "todavía pienso que no quiero nacer"? ¡Pamplinas! Fue una bravuconada. La vida ha sido bastante cuata conmigo. Quise escribir y escribí. Nunca escribí para ganar premios, pero ya ven ustedes, aquí estoy. Quise casarme con Socorro y me casé con ella. Quisimos tener hijos y tuvimos hijos. Quisimos tener nietos y tuvimos nietos. Y desde hace unos dos años tenemos una bisnieta: Cora Kate McDougal del Paso. Espero que algún día sus padres le recuerden que su bisabuelo le deseó que ella agradezca haber venido al mundo a compartir la vida con todos nosotros, aunque no sé en que lengua lo hará, puesto que nació en la tierra de James Joyce, Irlanda, y parece destinada a vivir en ese país. También desde aquí le mando mil besos a nuestra otra casi bisnieta, Ximena, a quien le digo casi bisnieta porque es la nieta de un casi nuestro hijo, Arturo. Hay más, les voy a contar una historia. Seré breve, es la misma historia que conté en la Caja de las Letras: Hace mucho tiempo el joven poeta mexicano tabasqueño, José Carlos Becerra, obtuvo una beca Guggenheim y con ella se fue a Londres con el propósito de comprar un automóvil con el cual recorrer toda Europa. Una madrugada, camino a Bríndisi, en Italia, no se sabe qué sucedió: tal vez se quedó dormido al volante, el caso es que se desbarrancó y se mató. Yo llegué también con mi beca Guggenheim a Londres pocos meses después y me alojé en la casa del mismo amigo mutuo, Alberto Díaz Lastra, en donde él se había alojado. Allí, José Carlos olvidó una camisa que yo heredé. Desde entonces, cada vez que yo sentía pereza de escribir, desánimo o escepticismo, me ponía la camisa y comenzaba a trabajar. Consideré que yo tenía un deber hacia aquellos artistas, hombres y mujeres, cuya muerte prematura les impidió decir lo que tenían que decir. Por eso esa camisa tiene tanta importancia en mi vida. Depositarla en la Caja de las Letras no significa que no vuelva yo a escribir: la magnificencia e importancia del Premio de Literatura Española Cervantes, me obliga moralmente a hacerlo y así lo haré: me pondré la camisa, así sea metafóricamente, una y otra vez, hasta que se acabe (no la camisa sino mi vida).
Pero no vine aquí para contar mi vida y mis obras, ni para comentar mis penas. Tampoco a hablar de las guinguingas de nadie, ni siquiera de las de Don Quijote, aturdidas y compungidas como debieron estar, tras tantas tan tremendas tundas que le propinaron durante su azarosa profesión caballeril. Vine y estoy aquí hoy, 23 de abril de 2016, en el que se conmemora el aniversario número 400 de la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra, discurso en ristre y con los colores de España en el pecho, muy cerca del corazón, para agradecer: a sus majestades los Reyes de España Felipe VI y doña Letizia, por su muy generosa hospitalidad; por su hospitalidad también a la ciudad de Alcalá de Henares, a su Alcalde, y al Rector de esta Universidad; al Ministerio de Educación, Cultura y Deporte así como al Instituto Cervantes; al jurado del Premio Cervantes por su decisión, riesgosa diría yo, en la medida en que juzgó como tal a mi literatura. Agradezco también a mis amigos y familiares presentes, a oíslo Socorro y a mis hijos: Fernando que descanse en paz, a Alejandro, Adriana y Paulina el gran apoyo que me han dado toda la vida. Socorro: perdóname si alguna vez te hice daño: te pido perdón en público. Asimismo y profundamente a la Providencia, a la casualidad o a la causalidad el haberme hecho súbdito de la lengua castellana, a mi país México y a mis padres por haberme dado este lenguaje y sobre todo, gracias a ti, España, mil gracias.
Por cierto, también sueño en español.
Vale.
Fernando del Paso



Y BUENO, SI AQUÍ EN HÁPAX POÉTICO SE ASOMAN ESCRITORES SERIOS, CON CONTENIDOS, ETCÉTERA, MEJOR YA NO CREAMOS QUE EN LA VIDA NOS VA A IR NI DE CERCA COMO A ÉL.




viernes, 22 de julio de 2016

VOCAL----- POEMA



                   A la comandancia EZLN

Como un hoyo atrás de la garganta,
                        como un escozor de mármol negro a cuestas,
                        como una quietud suave de vocal que no existe
                        y palpita en la lengua de tu amada,
                        como cuerno tatuado en el resquicio,
                        donde la grieta es boca que arde
                        como un huracán de caimanes sin cerrarse,
                        aquí y ahora es donde retruena la existencia
                        en tu poema, aquí y ahora, sin falsa ausencia
                        la memoria te recoge y te devuelve, te levanta,
                        te hace convivir con el otro que eres tú,
                        ahora memoria y palabra se conjugan en un yo mismo
                        que después será recuerdo y ahora es paradoja
                        perdida en ese centro que no admite reconocerse
                        en nadie, solo en la antorcha
                        que con tu poema va buscando un borde
                        que sea un más cerca, una cuenca inexplorada
                        que exige ser inagotable entre lo que me circunda y me resiste
                        y lo que me he resistido a imaginar.
                        La poesía es el territorio de la existencia,
                        la ejecuta, la razona y la establece con fascinación
                        pues sabe que su presencia viene de fuera,
                        de ese momento que no ha pasado ni nunca va a llegar
                        —el presente—
              esa rara y siniestra jaula abierta de donde escapó lo perpetuo.                                          Bromas del tiempo al lenguaje y lenguaje poético
                        para que el tiempo quede enamorado eternamente,
                        pensando en la frase de William Blake.                   

DIEZ MINUTOS (Suspiro...) CUENTO, POR MARCOS GARCÍA CABALLERO



Para Germán Castro Ibarra


Checas: Suspiras. Una y otra vez. Recuerdas la última cita y recuerdas estas mismas palmeras y esta misma playa estampadas en la pared, el mismo timbre del primer piso que los demás pacientes apachurran con la desesperación de un cura convocando a campanazos a sus devotos en una mañana que comienza con estallidos de bombas o con la ansiedad que sentirías al ver caminando a tu hijo sobre un techo de vidrio.
            La señorita del mostrador ha notado que en realidad no hojeas la revista que tienes en las manos, sino que en realidad transpiras furia gracias a que el doctor De la Fuente se ha retrasado diez minutos para atenderte. Te pide que esperes como disculpándose, ya que los dos saben a la perfección que es culpa suya por ser condescendiente con algún idiota que ha retrasado a todos. Sin darte cuenta casi gritando le respondiste que no hay problema, que no se preocupe, señorita, mientras mirabas las palmeras fijamente y estallando casi a carcajadas  porque en la revista que tiembla en tus rodillas aparecen unas palmeras iguales arriba de una güera que bebe cerveza y te comienzas a preguntar si en la playa con tu güera al lado, te acordarías de tu maldito dolor de muelas que no has atendido gracias al carnaval de asuntos que ahora recuerdas que te esperan en la oficina, donde hace menos de una hora te enfrentaste al "tarado de tu jefe", diciéndole que ya le baje, que ya le baje de güevos, imaginando a un grupo de hormigas con cascos de albañil taladrando entre tus dos muelas, que pelean por tener el mismo espacio en tu dentadura.
            Y recuerdas que tuviste que salir casi como cobarde de la oficina, diciéndote que no eras cobarde, que si por ti fuera hasta hubieras puesto al jefe en ridículo frente a los demás compañeros de trabajo, puesto que es evidente que el jefe sólo demuestra que es jefe cuando se trata de defender la estupidez; la suya o la de cualquier otro, puesto que para ti todos no vienen mas que a demostrarla, a excepción claro, de tus dos secretarias que tienen las nalgas tan tiernas como las miradas que te lanzan cuando rara vez les dices que se vayan a descansar a su casa.
            La pelea entre tus dos muelas se incrementa y no puedes dejar de soltar un grito que tratas de que te ponga de buen humor pero es imposible: Cuando las hormigas descansan vienen otras a seguir con la chamba y agarran los taladros para seguir destruyendo a tu pobre encía y ya no puedes ni siquiera cerrar la boca porque el dolor ha llegado a la encía superior donde las hormigas se empiezan a colgar y escalar por tu saliva para sujetar el taladro y seguir con el trabajo, haciendo ya casi imposible que te puedas concentrar en los dos paisajes de playa que tienes, el de enfrente, bajo una señora vieja con dos niños que berrean y te hacen ver como un idiota y el otro, el que tiembla en tus rodillas donde la güera sigue con su chela invitándote a la playa, a que dejes de sufrir...
            Pero no puedes pensar en eso puesto que recuerdas también que al salir de la oficina viste lo que no habías querido ver bien ayer en la noche: Marcela llegó tardísimo del laboratorio y dejó el coche afuera del estacionamiento de la universidad porque creyó que sólo tendría que imprimir un reporte y checar la correspondencia, pero resultó que algún mocoso (¿o algún estudiante?) se le ocurrió hacerle unas rayaduras al coche y Marcela llegó toda sonriente y mojada del pelo por la lluvia mientras tu te pudrías frente al televisor pensando que, ya la neta, era re tarde  y te preocupaste, aunque no sabías si realmente era por la tardanza de Marcela o porque el tiempo es el tiempo y la noche sería larga hasta este momento en que todavía diez minutos te parecen el colmo; como si Marcela fuera tan cándida que no se imaginara que ya le has recomendado mil veces que el coche se guarda en el estacionamiento y tan enfurecido como estabas saliste con ella a la lluvia (que tus compañeros de trabajo dicen que es tan poética), y viste con horror esas rayaduras en el coche y ella te vio con cara de perdóname, de no te hagas, que de todas maneras me amas, y tú le dijiste que nomás no la estrangulabas porque te dolían las muelas, y ella se rió y el comentario sólo sirvió para que barajara en tu cara incrédula un par de anécdotas que  no te decían nada y la quisiste besar, como antes, como en los viejos tiempos, pero el dolor de muelas te obligaba a reconocer su prioridad.
            Pero ahora ya nada de eso importa, sólo diez minutos se interponen entre tú y la salvación encarnada en la dudosa experiencia del doctor De la Fuente, porque si fuera bueno no tendrías nada que hacer aquí y estarías libre, tendrías unos buenos diez minutos de sobra en la oficina, por ejemplo, para llamar a tu secretaria y encargarle que  revise tu archivo personal y te sentirías tan feliz y con una vida tan exitosa que harías algo tan ridículo como decirle que se deje de mamadas, que no se haga la eficiente, que la retas a tirar con tu pelota de esponja a la canasta de basquetbol que tienes arriba del perchero de tu saco, y ella se reiría y diría: "¡Hay licenciado... por favor...!"  Y tu pensando en su tierno par de nalgas estarías a punto de invitarla a la cama, pero sólo a punto, porque aunque Marcela sea una tarada (o peor aún: una tacaña que no quiere pagar los diez pesos del estacionamiento), también en tu corazón ha impuesto su prioridad. Y empiezas a sospechar que el doctor De la Fuente sabe todo esto y sólo se ha tardado diez minutos porque al paciente que atiende en estos momentos se le ocurrió empezar a contar su vida y el doctor De la Fuente lo escucha con una sonrisa que te dedica a ti y a tu vida con la güera de la cerveza en la playa.
            "Mi vida con la güera de la cerveza en la playa...", comienzas a pensar y por un movimiento inconsciente te rascas el cachete pero "¡aouch!", no lo hubieras hecho, porque el dolor lo sientes hasta el cuello como si fuera un ente con vida propia, como si fuera una antorcha al rojo vivo atrapada bajo tus muelas a la que las hormigas acuden con rapidez para avivar su fuego, arrojándole pasto seco o gasolina y entonces el timbre vuelve a sonar, como si toda la Ciudad de México estuviera enferma de las muelas y te das cuenta de la futilidad de todas las cosas, de la estupidez de tu jefe por el asunto del Censo de Población, de tu estúpida canasta de basquetbol en lo alto del perchero, de tus ineptas secretarias de mirada tierna que cuchichean sobre ti en el baño cuando cambian de turno, de la lluvia tan poética, de la rayadura que le hicieron al coche, de la tacaña de Marcela probablemente también, que siempre te insiste con el rollo de que quiere tener un hijo, y observas a los niños idiotas debajo de las palmeras, que lloran o ríen o cualquier tontería mientras la güera te sigue diciendo que te vayas a la playa a chupar y que tener hijos es una tontería, porque los hijos te joden la otra mitad de la vida que ya no pudieron joderte los padres y todo por un dolor de muelas que te obliga a tener la boca abierta como imbécil, dejando que las hormigas salgan y se vayan descolgando de las comisuras de tus labios y te caigan en los brazos, en el cuello, en el pecho, en la corbata, en los muslos, en las manos que miras con tus ojos atónitos, tus manos llenas de hormigas que se te caen hasta los zapatos y sientes que te vas, que un grito profundo te jala hacia adentro, donde sólo hay más hormigas taladrando y otras con ansias de estrenar nuevos platillos que darán a sus hijos y así sucesivamente a los hijos de sus hijos y escuchas una voz que dice desde la puerta del consultorio:
            —Pase por favor.
            Saltas como felino sobre su presa y te introduces en el consultorio hasta que te sientas en el sillón replegable del dentista con enormes ganas de hablar, aunque no puedes, simplemente no puedes y el doctor dice:
            —Disculpe el olor a insecticida, pero acabo de fumigar; con usted sólo tardaré diez minutos.

 (CUENTO INCLUÍDO EN MI LIBRO "CUENTOS ICONOCLASTAS Y OTROS CUATES" 2009, ED. TORRE OSCURA)