Conchita
dijo que no había manera de solucionar aquello, lo único que quedaba era la
resignación. La “veinteañera” había subido a su perfil de facebook todas las fotos de su romance. No cabía duda, el tipo era
Benjamín y vivían un idilio. Era una chica de buen ver, estaban casi desnudos y
el beso ocupaba el primer lugar entre las imágenes de la cadena de amigos.
—Pero la culpa la tiene la
operación—dijo
mi amiga consternada como nunca. Supe que era el momento de volver a vernos.
Conchita, la del peinado relamido y la
trenza eterna, después de más de diez años, apareció con el cabello suelto que
para mi sorpresa, era ondulado. Sus rasgos, en cambio, permanecían intactos.
El día del reencuentro caminábamos por las
calles de su pueblo natal y bajamos la pendiente hacia el ojo de agua. La
plática, un tanto superficial al principio, tuvo un giro repentino hacia la
diferencia que existía entre el pensamiento de nuestros años de estudiantes y
el que se tiene después de los treinta. La pareja estable, los hijos y hasta el
perro en el patio, resultaron ser cualidades que ninguna de las dos teníamos.
Al llegar al ojo de agua, ocupamos una de
las bancas del parque. Era la estación en que corrían riachuelos
transparentes y las aves del medio día aún trinaban desde los
sauces.
—Antes de la relación
Benjamín fue mi paño de lágrimas—dijo
Conchita mientras la mirada se le iba
tras una pareja que jugueteaba por uno de los senderos—Siempre me decía que se
preguntaba cómo era posible que fulano o zutano fueran capaces de hacerme tal o
cual cosa, si para él yo era una persona valiosísima. Y al final, terminó por
hacerme lo mismo.
—Que incongruencia—respondí.
—Y ya sabes. Resultó ser
de esos que te dicen que te regalarán la luna y las estrellas. Lo cual parece
fácil.
—¿Qué?
—Regalar lo que no es tuyo.
Ambas sonreímos. Las horas avanzaban y el
viento desprendía el polen de las flores de ciertos árboles. El medio día daba
paso al atardecer cuando el tono de Conchita se volvió confidente:
—El día de la operación
temí que algo horrible sucediera y que eso nos separara para siempre. Ya sabes, una complicación y adiós, se acabó
la historia. Y es que, ¿Sabes? Hubo algo que solo con él pude hacer.
—¿Qué?
—Escuchar el silencio. Con
otros hombres era pesado, algo incómodo, como un vacío en el que te hundes. Con
Benjamín en cambio, yo podía escuchar el silencio y era como una parte más de
la conversación. Lo que más lamento es haber perdido al amigo. Insisto, la
culpa fue de la maldita operación. Todo iba bien hasta ese día.
Me
pregunté cómo era que una intervención quirúrgica había podido causarle tal
infortunio a mi amiga. ¿Qué parte de ella había sido modificada a tal grado que
hizo que el hombre amado la abandonara? ¿No bastaban sus cualidades
espirituales para lograr que el tal Benjamín permaneciera a su lado?
—El problema es—dijo ella con viveza—que solemos utilizar
ciertos órganos del cuerpo como depositarios de las emociones. Se dice que el
rencor afecta el hígado, por eso se cancera al igual que el estómago. Los
pensamientos negativos se albergan en la
cabeza y la consecuencia inmediata es la jaqueca. Y los sentimientos, claro
está…
—Le pertenecen al corazón—la interrumpí. Completar
sus frases nunca había sido difícil.
—Así es. Y de ahí que
algunos sufran un infarto por la violencia de alguna impresión. Y todo tan
lógico hasta que apareció la excepción a la regla: La vesícula.
—¿La vesícula?
—Claro. Benjamín era
bueno, tenía detalles conmigo, me llamaba, y sobre todo, siempre me decía que
era yo una persona valiosísima. Le extrajeron ese órgano y entonces
inexplicablemente todo cambió. Como si su amor por mí no radicara en su corazón
sino en la vesícula.
Aquello me pareció absurdo.
—¿Y qué hay de la
veinteañera?—pregunté,
asombrada por su intención de mostrar una percepción tan poco sincera de la
realidad.
—¿La veinteañera? Nada. Su
presencia es solo un incidente. Se trata de una de esas mujeres fáciles de las
que pronto se cansan. ¡No, todo es culpa de la maldita operación y de la
maldita vesícula, nunca debieron habérsela sacado!—respondió con furia.
Entonces estalló en un monólogo. Formaba
extensas E´s y tubulares U´s envuelta en los mismos ademanes de hacía años, y
volví a ver el mismo rostro “quelonio” y su espalda curva en forma de
caparazón, su estatura baja y su complexión gruesa. No cabía duda, era
Conchita.
El parque del ojo de agua poco a poco se
quedaba vacío y yo tenía que alcanzar el último autobús. Nos despedimos con el
gusto de haber vuelto a vernos y esta vez prometimos no dejar pasar tanto
tiempo. Días después recibí su llamada:
—Acabo de enterarme de que
Benjamín va a ser papá. Necesitaba contárselo a alguien.
Conchita no era la madre de la criatura, por
supuesto. Escuché el silencio que dejó que se hiciera en el auricular y, sin
saber cómo hacerla sentir mejor, solo dije:
—Maldita vesícula.
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