POR MARCOS GARCÍA CABALLERO
SOBRE “EL PERSEGUIDOR” DE JULIO CORTÁZAR
El
Perseguidor de Julio Cortázar está narrado en blanco y negro por tres razones: las letras de imprenta son
negras y el papel es blanco, el monitor a
colores todavía no se inventaba en los sesentas del XX y porque propone
principalmente dos posturas o más bien, dos impostaciones que tiene qué asumir el lector o lectora: o
la del personaje Johnny Carter, que es, al mismo tiempo, el músico
locochón y bohemio
que-se-quedó-en-el-viaje y el que
sensualiza con sus ideas sobre lo
que le pasa al tiempo en el metro de París (hablar del tiempo en abstracto nos
vuelve inmediatamente poetas, si no es que filósofos espontáneos), la historia
que Cortázar ofrece. Las mujeres del relato aparecen como objetos sexuales en
la pura memoria de los otros personajes o encarnando roles polarizadamente
femeninos como sirviendo tasas o sirviendo de ayuda a los otros personajes para
que no echen a perder la historia. Éste personaje-impostación para el lector
(Johnny) in memoriam del gigante del jazz Charlie Parker, encarna la visión del
mundo adolescente en la raíz misma de la palabra: es el que adolece, el
enfermo, su talento para el saxo es la joya que tiene qué pagar por el hecho de
que los que están a su alrededor no le quiten ni un segundo la mirada y
posibilitan, ante ellos y para él, un cierto tipo de sublimación: no hay
problema, hay que perdonarle su locura y sus drogas con tal de que sea siempre
lo que nosotros queremos que sea: un músico drogo pseudo genial, mientras que
Johnny, (justo como manda la justicia poética) obviamente vive en otro mundo
como únicamente se puede vivir en éste: negándolo. Al negar al mundo y asumir
su dudoso talento —Cortázar hace vacilar a Bruno de que sea un verdadero genio,
pero por lo menos siempre el mito de un aspirante a genio debe ser genial—,
éste personaje tiene que vérselas auténticamente con lo que le pasa a una mente
que deja de ser responsable. Todas las circunstancias lo arrastran, todo le pasa encima, sus colegas o
el saxo, o el sexo con su mujer de
planta, todo le vale un comino y se las arregla para que Cortázar, fiel al
talante literario, pueda contar el delirio desde un equilibrio, que es Bruno,
el otro personaje o impostación (para el
lector), significativamente el biógrafo,
el personaje que representa el sentido común, la mente serena y calculadora, la
lucha porque la vida siempre es dura, etc. Toda la historia de El perseguidor es la historia de cómo
Cortázar llega al primer personaje para luego deshacerse de él como sólo le
ocurre a los personajes entrañables, que son, obviamente los que se mueren. Un
ejemplo moderno, (para no citar al Quijote,
que más que moderno es la modernidad literaria institucional) es el personaje
de Diana o la cazadora solitaria, de Carlos Fuentes (Alfaguara
1994). Diana es la obsesión encarnada de un arquetipo de personaje femenino
para Fuentes, pero Fuentes va más allá que Cortázar en rango de significación,
lo que Fuentes aniquila es toda una época (los sesentas) con sus propias formas
de amar, soñar, hacer política, literatura, etc. Fuentes fue un lector agudo de
las teorías del francés Roland Barthes, que en tono canónico escribe en El grado cero de la escritura (traducido
al español por siglo veintiuno, 1973):
“Lengua y
estilo son fuerzas ciegas; la escritura es un acto de solidaridad histórica.
Lengua y estilo son objetos; la escritura es una función: es la relación entre
la creación y la sociedad, el lenguaje literario transformado por su destino
social, la forma captada en su intención humana y unida así a las grandes
crisis de la Historia.”
“Solidaridad histórica” de Barthes u
“Horizonte de expectativas” de Karl R. Popper, significa que aunque no lo
quiera, el escritor está comprometido con su tiempo (compromiso con el contexto
literario a esbozar), su sociedad (compromiso con las costumbres, los modos de
ser y de pensar) y su pasado (el origen
del escritor, su memoria y por ende el origen de su talento), las cuales
provienen siempre ¿de? La imaginación. La imaginación es siempre aquí y siempre
es ahora. Fuentes lo resumió así hace un par de años en una declaración a los
periódicos: “Mantener viva la imaginación es el compromiso político del
escritor.” La explicación debe partir de que Fuentes llegó pronto a la política
y en cambio, Cortázar la descubrió mas tarde. Lo anterior sin detrimento de su
obra monumental sino en detrimento más bien de “las previsibles payasadas de
los cuervos revolucionarios, que tanto se habían aprovechado de él en los
últimos años”. Como puntualiza Vargas Llosa en su prólogo a cuentos
completos/1(1945-1966) [edición de Alfaguara, 1996]. Creo que Cortázar miraba
la literatura y el mundo más como
creador (aunque sus poemas son bastante ingenuos y mal hechos o mejor
diríamos, no era su veta o su forma de expresión más lograda), que como
intelectual y su evolución tardía a la política explica el Tótem Cortázar de cincuenta y cuatro años
en el mayo francés del 68. Si por su parte la cultura anglosajona tenía su
Tótem John Lennon escandalizando a los padres de familia con sus declaraciones:
“Nosotros somos más famosos que Jesucristo”. (Es decir, The Beatles… y en realidad sería creíble en un hit parade de esos
tiempos) o en Estados Unidos había reminiscencias de la cultura beatnik y los hippies, en Latinoamérica
los sueños y la cultura juvenil tenían a Cortázar o al Che Guevara. Nacido en
Bruselas pero de padres argentinos, Cortázar vivió y asumió más tiempo que
muchos otros la postura heroica de lo que han sido las culturas
Latinoamericanas oprimidas por dictaduras y golpeadas por crisis sociales a
todos los niveles. (Hay que recordar su compromiso con Nicaragua y el libro que
dedicó a ese país). Gobiernos sordos, déspotas y autoritarios generaron novelas
y música de impecable factura. Como buen creador, Cortázar asumió internamente
la pugna de los Latinoamericanos por refrendar su identidad, pero como reto
para seguir inventándola. ¿Pero por qué tenían que inventarla los novelistas o
los músicos, si la identidad es lo que se mama en el seno materno, la casa, el
barrio, la escuela y luego el trabajo, en movimiento perpetuo? Claro, en
movimiento perpetuo, pero porque la identidad humana, como estableció el
filósofo italiano Pico della
Mirandola, es una
identidad-aún-no-idéntica. De lo que se deduce que nunca será idéntica, lo cual
sería su muerte, una identidad nacional que no avanza está en peligro de
extinción. La pluralidad en etnias o grupos sociales, literaturas o formas de
expresión, trabajo, o cualesquiera formas de participación social son la base
de la prosperidad democrática a la que debe aspirar un gobierno sensato en líneas
de avance, abierto al diálogo con el otro que no piensa igual y, sobretodo,
gobierno que no cierra los ojos ante la realidad política que diferentes
políticas hacen y comparten desde distintas realidades. El pasado oprimido de
Latinoamérica como algo de lo que hablaban Salazar Mallén, Samuel Ramos y Octavio Paz que quedó inscrito en eso que
es El laberinto de la soledad que,
aunque lo quieran los seguidores de ellos, o más bien, los que creen que el
pensamiento y la literatura mexicanos sólo son de, o por Octavio Paz, no es una
radiografía definitiva: la identidad mexicana necesita ese libro y también una
relectura de toda la obra paceana, pero más urgentemente necesita su segundo
piso, su distribuidor vial en el siglo XXI por el que corran la pluralidad de
identidades mexicanas, desde la perspectiva de la globalización que impone y
cercena y de la que responde de modo creativo. Por ello, mientras exista la
identidad humana habrá escritura, arte y pensamiento, triunvirato que siempre
estará en crisis, justo es decirlo, igual que la identidad humana. Cosa que
saben muy bien los generales (que generalmente suelen ser también oligofrénicos
desde el gen), de la reciente guerra contra Irak; para matar a los iraquíes
también había que matar su cultura, destruir sus museos y si por ellos fuera,
hasta destruirían los dichos de la cultura popular iraquí. Afortunadamente en
algo llegaron tarde: la epopeya de Gilgamesh,
el libro más antiguo de la Humanidad, circula por todos lados y la opinión
internacional, “la otra potencia” como la definió el New York Times, periódico
que debería promover, para verdaderamente batir a contracorriente, una lectura
mundial de ese monumento literario y que la Humanidad no perdiera por el gen de
los que generalmente son imbéciles. El
perseguidor no es una obra con la conciencia de la “solidaridad histórica”
de la escritura en el sentido de Barthes, pero tal vez sea solo por su formato
y su forma: es una noveleta, no un discurso totalizador y verlo como tal,
resultaría chabacano y artificioso. El mal poeta Cortázar, pero lleno de
energía y de poética, resuelve la convivencia latinoamericana con Rayuela y en el caso de El perseguidor tiene que matar al
personaje creativo de la narración para así, volverlo de cierto modo inmortal.
“Sólo lo romántico merece ser inmortal” parece decir Cortázar, fans de Rimbaud y el Che Guevara. (Que
juntos, son todavía algo así como un Sócrates y un Napoleón para los jóvenes
escritores que descubrieron a uno con Bretón y al otro con las playeras y la
chemanía prefabricada. Tal vez los jóvenes escritores necesiten más a un Carl
Marx, a una María Zambrano y a un Ingmar Bergman para ellos, pero
remasterizados y recargados, no sé, pero estoy seguro que lo que no necesitan es una Matrix, ni recargada ni retro futurista y ni siquiera en una
galaxia lejana…).
Matar al personaje principal
significa para el narrador Cortázar renunciar a una obsesión, una idea o un
conjunto de ideas fijas que, ya resueltas en un personaje, son ideas que han llegado a su fin. Las obsesiones de
los escritores se llaman, en grandes rasgos,
literatura simbólica o simbolista. En pintura, por fechas parecidas a El perseguidor, estaba la pintura
simbolista de Remedios Varo, el Tótem femenino que se va a pincel por el camino
artístico. La elocución verbal de Cortázar trabaja por elisión: Johnny vive
desvaneciéndose, desapareciendo, de ahí su fuerza: entre más se muere,
entre más decadente se vuelve y el lector presencia esta elisión de
personaje, más poder de seducción contiene el relato. Éste tipo de
personajes-obsesiones, la mayoría de los escritores los pintan (es decir, su
prosopografía) es de seres flacos, enternecidamente débiles o frágiles, —igual
pasa en la pintura: El grito de Munch
es delgado, y en arte plástico la Femme
nue debout (Desnudo de piel) de Giacometti hacia 1954-57 es tan delgado
como una vara que haría explotar el aire ¿pero en realidad? Son gordos, están
atascados, tienen anchura mental en el
creador o el narrador y por eso se les
debe matar desde el principio y durante todo el trayecto narrativo, (así
comienza El perseguidor: Bruno va a
buscar a Johnny) a medida que éstos enflacan en la mente del escritor, se
vuelven terriblemente gordos en los lectores, es por eso que los extrañamos
cuando mueren, porque los tenemos en las entrañas, son platillos que tienen sus
aspirinas, el haiku japonés, por ejemplo. Si pensamos que la literatura o la
escritura (indistintamente) son el mejor atropomorfismo gráfico que el ser
humano tiene para observarse, retratarse y alegrarse, la analogía no es
gratuita, veamos este ejemplo japonés:
Un libro
El
maestro sacó un libro de su baúl. Cuando abrió el libro y empezó a hojearlo,
surgió un suave olor a canela.
Yamamoto
Tsunetomo (1659-1719)
Éste ejemplo contiene casi ya todo lo que busca un lector en Cien años de soledad, por ejemplo. Es la relación entre lo grande y lo pequeño,
el mundo y una calle, un platillo y un
postre, el metadiscurso y el microtexto.
He querido titular este
texto aludiendo al sentido de la culpa por pedazos narrativos del entramado de El perseguidor, que son eso, el sentido
de la culpa. El sentir popular echa la culpa, “¿yo tengo la culpa?” Dice el
niño. El adulto dice: “Es mi responsabilidad” Es decir, la culpa primero está
interiorizada por el niño o el que juega a ser animal (que tiene tantas
variantes como animales), porque no ha entendido o no se ha despojado
completamente del mundo como UNO, un único o única que juegan y en la infancia,
todos lo sabemos después de Freud, jugar significa hacer magia y la magia,
desde la concepción cristiana pero sobre todo desde la concepción adulta, es
una barbaridad irresponsable. Pero no pretendo descalificar el pensamiento
mágico (Mircé Eliade tiene un buen libro sobre el tema), más bien quiero
reivindicar para la literatura el rol que también la magia en ella juega. La
culpa puede matar o curar, depende de su uso y la interpretación que de ella y
ese sentir haga el ser humano. Me refiero a la culpa en abstracto y todo su
elixir o su pecado porque, finalmente soy escritor, no psicoanalista ni
psicólogo. La culpa del niño o de la niña sin distinción, (porque en ambos
sexos aparece a la fuerza) requiere aprendizaje y maduración para sortear el
grave peligro de la locura: la otra forma de llamar a la irresponsabilidad y
que, con razón, así debe decirse. ¿Por qué? Porque los seres humanos tenemos y
somos un cuerpo y tenemos una mente que desea y no sólo piensa; pensamos a
partir de lo que deseamos para luego obtener ese deseo, ya sea un martillo o
una casa en Florencia, por ejemplo; toda la antropología filosófica que problematiza
la existencia real del hombre en el mundo y frente a su mundo o su espacio de
acción (Ernest Casirer, por ejemplo) subraya este hecho como punto de partida
para su estudio. Baste decir que Freud habló muy bien sobre el tema, en lo que
devuelto a la sabiduría popular es el complejo de tal y que si patatín y que si
patatán. La culpa originaria, “cruda”, que nos demuestra eso es la madre, es la
culpa pasiva del niño que pregunta. El hombre adulto o la mujer adulta tienen
“responsabilidades” porque han entendido —entender esto es lo que se llama
“madurar”—, que el sentido de la culpa debe de quedar fuera: es decir, en la
próxima acción que nos aleje del nacimiento biológico. Aceptar la muerte como
lo único y lo irrevocable de la condición humana es el fin de la culpa. ¿Cómo
debemos de erradicarla? Actuando, y no solamente actuando sino aceptando que
actuamos, lo cual ya debe verse, como la postura vital que enseña el padre,
como responsabilidad. ¿No es la adolescencia la etapa más poética —y la más
peligrosa, por supuesto— de toda nuestra vida? En esta etapa se quedó y murió
Johnny, porque su culpa se la quedó Bruno, lo admiraba pero nunca le dio
oportunidad para quitársela porque era él quien la pensaba y de ese modo la
hizo suya, ejemplo al canto, habla Bruno
en un monólogo interno:
“Si Johnny llega a beber demasiado coñac
o a fumar una nada de droga, el concierto va a ser un fracaso y todo se vendrá
al suelo. París no es un casino de provincia y todo el mundo tiene puestos los
ojos en Johnny. Y mientras lo pienso no puedo impedirme un mal gusto en la
boca, una cólera que no va contra Johnny ni contra las cosas que le ocurren;
más bien contra mí y la gente que lo rodea, la marquesa y Marcel, por ejemplo.”
Super significativamente dice más
adelante, como aventándoles la pelotita de culpable a alguno de los dos: o
Johnny o Bruno:
“El cambio de posición es el símbolo de
un cambio en la voz, en lo que la voz va a articular, en lo articulado mismo.”
Más adelante en el relato Bruno vuelve a
ver a Johnny y continúa su perorata magistral:
”¿Qué mundo es este que me toca cargar como un fardo? ¿Qué clase de evangelista
soy? En Johnny no hay la menor grandeza, lo he sabido desde que lo conocí,
desde que empecé a admirarlo. Ya hace rato que esto no me sorprende, aunque al
principio me resultara desconcertante esa falta de grandeza, quizá porque es
una dimensión que uno no está dispuesto a aplicar al primero que llega, y sobre
todo a los jazzmen.”
Bruno, inconsolable; Cortázar, con
conciencia de sus miles de lectores en el mundo entero, hace al Bruno-bruto
espejo de Johnny decir cuando los dos salen de un bar:
“Pero cómo resignarse a que Johnny se
muera llevándose lo que no quiere decirme esta noche, que desde la muerte siga
cazando, siga salido (yo ya no sé cómo escribir todo esto) aunque me valga la
paz, la cátedra, esa autoridad que dan las tesis incontrovertidas y los
entierros bien capitaneados.”
Estos pedazos de párrafos bien
camuflados entre los monólogos internos de Bruno, demuestran que la culpa,
nunca la tuvo Johnny, porque nunca fue conciente de la vida, pero no nos
engañemos: Bruno no es Cortázar ni viceversa, es Cortázar hablando desde más
allá del individuo Cortázar y por eso, Julio Cortázar es una autoridad,
literaria y humana. Una lectura fina del texto presupone a un Julio contento de
su trabajo, un Julio satisfecho de haber confeccionado una obra maestra y que
sabía que daría de qué hablar. Johnny murió en la inconsciencia, el delirio, la
droga, murió rebelde (primera impostación
para el lector: un humano no se muere jamás en ninguna impostación: sólo
los personajes trágicos y los héroes de los cuentos y las novelas). Bruno, no
satisfecho de sus cavilaciones sobre Johnny, al final le pasa la estafeta de la
culpa de Johnny y se la regala a su mujer. (Segunda impostación para el lector;
sólo un idiota como Hitler o alguien que tiene La Casa Blanca y la mente en
blanco podría morirse o cristalizarse haciendo el amor, nunca un buen personaje
literario). Es decir, Bruno se viola al recuerdo mismo del semi genio del
saxofón Johnny en el cuerpo de su mujer (al parecer incluso con dinero extra) y
lo demás queda a la imaginación; como buen relato, es el lector el que se queda
pensando que le contaron una historia soberbia. Julio, el inmortal verdadero,
parece decir: “Ya estuvo de culpas mujer, mejor vamos a coger”. He ahí su gran
lección pero también su machismo, dedicado a los lectores-hembra como el mismo
decía en esa seudo teoría de la literatura dividida en lo que le toca al lector
hombre y a la lectora mujer, pero, ¿pero? Vamos por partes: ¿Es que tú no has
leído El perseguidor? ¿No has
entendido el dinamismo de su estética y su sabiduría realmente,
desgarradoramente humana, su parodia y, al mismo tiempo, su dimensión
metafísica? Es tu culpa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario