Ernesto
despertó sudando, miró el rostro junto a él y sintió alivio. Antonia, su mujer,
estaba despierta y extendía la mano para tocar la suya, le habló; su voz
amodorrada parecía salir de la colcha que le cubría el mentón. Sintió su aliento
de mitad de la noche, le pareció amargo, no le importó; le gustaba hablar con
ella si despertaban repentinamente de un mal sueño. Gordo, estabas gritando,
dijo ella; me despertaste, qué soñabas.
Ernesto se talló el ojo izquierdo con la mano. Su cuerpo
iba reparándose de la angustia, su respiración se volvió menos rápida. Bostezó.
Soñé que te habías muerto, dijo. Estaba frente a una tumba, era tuya; te habían
sepultado apenas. Te ponía unas orquídeas junto a la lápida, estoy seguro de
que era tuya, decía tu nombre. Había un enterrador, otras lápidas, un auto
fúnebre, gente. Todo parecía real, aunque en el fondo sabía que era un sueño.
Me quedaba paralizado frente al lugar donde te habían sepultado, la gente
comenzaba a irse; la última era tu prima Catita. Me pedía que me fuera con ella
en el coche, le respondía que no y me quedaba ahí. Cuando todos se habían ido,
me acostaba sobre la tierra que te cubría. Empezaba a oscurecer, quería verte
aunque fuera un momento. Pensé que daría cualquier cosa aunque sólo te viera
unos minutos. Fue entonces que grité, un momento, aunque sea un momento. Y
desperté.
Pobre,
dijo ella, lo abrazó y comenzó a reír disimuladamente. ¿De qué te ríes?,
reclamó él. De que te veías chistoso diciendo un momento, aunque sea un momento,
te movías mucho, me pegaste con tu codo, contestó Antonia. No dejes que me
duerma, pidió apenado. Amor, contestó,
era un sueño y yo estoy aquí contigo, ¿quieres un vaso de leche? No esperó
respuesta, se levantó para dirigirse a la cocina, iba descalza. Él gritó: Ponte
las pantuflas. Pero no lo escuchó, o no quiso hacerlo.
La casa era pequeña y para
llegar a la cocina sólo era necesaria una docena de pasos. Ernesto miró el
techo. Mañana va a ser domingo, pensó. A través de la ventana sobre su cabeza
podía ver las estrellas, si quería. Las cortinas eran blancas y tenían figuras
de flores. El techo despedía olor a pintura fresca. La colcha era de rayas
azules, al final de las rayas se levantaban los pies de Ernesto. Frente a él
estaba el mueble de la televisión. El ropero se los había regalado la madre de
Antonia; bajo él nacía la alfombra que habían comprado recientemente en una
tienda de saldos. Antonia regresó con dos vasos de leche llenos casi hasta el
borde, se sentó en la orilla de la cama y le entregó a su esposo lo prometido.
Cuando terminó de beber, ella
lo abrazó y le dijo: Duérmete, yo estoy contigo, si veo que tienes pesadillas
te despierto. Te amo Antonia, quiero que lo sepas, le dijo con tono grave, el
que usaba para decir las cosas en serio.
Cerró
los ojos, soñó con delfines que saltaban alrededor de un barco. El mar se comía
la mitad del sol. Ernesto a veces era un delfín y a veces parte del mar. Sintió
que las olas le empujaban la aleta izquierda. Una y otra vez su cuerpo se mecía
con el empellón del agua. De pronto, las olas se desplegaron para abrir el paso
a una voz que lo llamaba: Despierte, no son horas, señor, despierte. Ante sus
ojos se levantaba una lápida con el nombre de su esposa, junto a él, el enterrador todavía lo
zarandeaba del brazo izquierdo.
Antonia pertenecía a la
tierra. Ahora tenía un horario restringido. Ernesto salió del panteón, pensando
en la manera más fácil de regresar a su casa.
Julio Morales
nació en la Ciudad de México pero por motivos románticos ahora vive en
Mexicali. Ha escrito una novela y algunos cuentos; pero sobre todo escribe
canciones. Actualmente se dedica a dar clases de psicología.
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