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lunes, 13 de marzo de 2017

DESDE MEXICALI "EL MAR Y LOS DELFINES" CUENTO DE JULIO MORALES.



Ernesto despertó sudando, miró el rostro junto a él y sintió alivio. Antonia, su mujer, estaba despierta y extendía la mano para tocar la suya, le habló; su voz amodorrada parecía salir de la colcha que le cubría el mentón. Sintió su aliento de mitad de la noche, le pareció amargo, no le importó; le gustaba hablar con ella si despertaban repentinamente de un mal sueño. Gordo, estabas gritando, dijo ella; me despertaste, qué soñabas.
Ernesto se talló el ojo izquierdo con la mano. Su cuerpo iba reparándose de la angustia, su respiración se volvió menos rápida. Bostezó. Soñé que te habías muerto, dijo. Estaba frente a una tumba, era tuya; te habían sepultado apenas. Te ponía unas orquídeas junto a la lápida, estoy seguro de que era tuya, decía tu nombre. Había un enterrador, otras lápidas, un auto fúnebre, gente. Todo parecía real, aunque en el fondo sabía que era un sueño. Me quedaba paralizado frente al lugar donde te habían sepultado, la gente comenzaba a irse; la última era tu prima Catita. Me pedía que me fuera con ella en el coche, le respondía que no y me quedaba ahí. Cuando todos se habían ido, me acostaba sobre la tierra que te cubría. Empezaba a oscurecer, quería verte aunque fuera un momento. Pensé que daría cualquier cosa aunque sólo te viera unos minutos. Fue entonces que grité, un momento, aunque sea un momento. Y desperté.
            Pobre, dijo ella, lo abrazó y comenzó a reír disimuladamente. ¿De qué te ríes?, reclamó él. De que te veías chistoso diciendo un momento, aunque sea un momento, te movías mucho, me pegaste con tu codo, contestó Antonia. No dejes que me duerma, pidió  apenado. Amor, contestó, era un sueño y yo estoy aquí contigo, ¿quieres un vaso de leche? No esperó respuesta, se levantó para dirigirse a la cocina, iba descalza. Él gritó: Ponte las pantuflas. Pero no lo escuchó, o no quiso hacerlo.
La casa era pequeña y para llegar a la cocina sólo era necesaria una docena de pasos. Ernesto miró el techo. Mañana va a ser domingo, pensó. A través de la ventana sobre su cabeza podía ver las estrellas, si quería. Las cortinas eran blancas y tenían figuras de flores. El techo despedía olor a pintura fresca. La colcha era de rayas azules, al final de las rayas se levantaban los pies de Ernesto. Frente a él estaba el mueble de la televisión. El ropero se los había regalado la madre de Antonia; bajo él nacía la alfombra que habían comprado recientemente en una tienda de saldos. Antonia regresó con dos vasos de leche llenos casi hasta el borde, se sentó en la orilla de la cama y le entregó a su esposo lo prometido.
Cuando terminó de beber, ella lo abrazó y le dijo: Duérmete, yo estoy contigo, si veo que tienes pesadillas te despierto. Te amo Antonia, quiero que lo sepas, le dijo con tono grave, el que usaba para decir las cosas en serio.
            Cerró los ojos, soñó con delfines que saltaban alrededor de un barco. El mar se comía la mitad del sol. Ernesto a veces era un delfín y a veces parte del mar. Sintió que las olas le empujaban la aleta izquierda. Una y otra vez su cuerpo se mecía con el empellón del agua. De pronto, las olas se desplegaron para abrir el paso a una voz que lo llamaba: Despierte, no son horas, señor, despierte. Ante sus ojos se levantaba una lápida con el nombre de su esposa,  junto a él, el enterrador todavía lo zarandeaba del brazo izquierdo.
Antonia pertenecía a la tierra. Ahora tenía un horario restringido. Ernesto salió del panteón, pensando en la manera más fácil de regresar a su casa.

Julio Morales nació en la Ciudad de México pero por motivos románticos ahora vive en Mexicali. Ha escrito una novela y algunos cuentos; pero sobre todo escribe canciones. Actualmente se dedica a dar clases de psicología.

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