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jueves, 16 de noviembre de 2023

PRIMER CAPÍTULO DE MI NOVELA PREMIADA "EDAD EN EL ALBA" PREMIO NACIONAL SALVADOR GALLARDO 2002-2003 POR MARCOS GARCÍA CABALLERO







 

                        1.

De los tres personajes que había a todos los tenía yo en alta estima.

            Empezando por mí mismo y seguido inmediatamente en peliagudo empate emocional por los otros dos. Pero gracias a mi inclinación musical, que me hizo declinar en el intento varios años después, momentáneamente mi abuelo asomaba una cabeza de más en la delantera (de su propio camino, porque todos somos arquitectos solitarios como dijo el poeta), pues en el  despacho de su casa acababa de sonar a volumen bajo la Russian Easter Overture  de Korsakov, que  por supuesto, implicaba la invitación al deleite y placer musical como un mayordomo subiendo las escaleras con copas de cognac para los presentes. Esto no quiere decir que a los ausentes no se les ofreciera, vaya,  sólo  que necesitaban otra comparación como la antedicha, pero como no estaban, nadie reclamó ni dijo nada, a excepción del mayordomo de los cognacs que, ese sí, se puso furioso y renunció a su puesto, declarando un  incestuoso amor por su prima, hablando en materia vacacional.

            La espalda, toda ella de gris muy adecuada al tono espirituoso del momento, estaba enfundada en un saco, y mi abuelo, para ser francos al relato, lo  portaba de tiempo atrás, pues dijo que con él había salido por la mañana muy quitado de la pena a enviar un fax a tres cuadras de aquí que bien empleadas una tras otra y así sucesivamente, podían (y de hecho) llevaban a la papelería.  Dicha espalda y saco suscritos, se hallaban  desde el respaldo de su protagonismo brillando como un roble en la colina que amanece después  de la noche triste. O tal vez, desde una óptica menos mitológica, como el de un empleado de banco mirando por la ventana el estruendo de la calle mientras ofrece su dictado a esas bellísimas piernas de entelequia que dicen sí, señor, sí, señor y... ay, señor. Aguas, me dije alerta: no vayas a ejecutar un soliloquio solemne ofreciéndole el  tuyo (es decir tu saco), que  aunque no es roble, sí me cae el saco de que es árbol que crece torcido y jamás será vencido. Pero habrá que ver los planos amontonados como papiros unos sobre otros en el restirador y escritorio, que parecían haber aumentado la acústica y sonoridad de la música que, lejos de parecer sólo un murmullo balbuceante, había constituido una verdadera edificación arquitectónico-musical de la misma talla y meticulosidad que dichos  planos de  mi abuelo, por considerarnos sus invitados y, para menos cavarla de joder, nietos hidrocálidos,  parecía haber decidido ocuparse de ellos más tarde.

            Gracias a mi despiste habitual estuve a punto de prender un cigarro y mi hermana, que estaba sentada en una silla al lado de mí, me reprochó silenciosamente:

            —Acuérdate que al abuelo no le gusta el humo...

            —Tienes razón —le dije con una mueca exagerada—, por poco  derramo el tepache.

            Y para eso de regar el tepache hay que constatar después como uno se las ingenió sin siquiera presentir ese cálculo interno y secreto, inherente al hombre, que como el dicho antiguo lo sostiene, fue defendido dignamente por aquel que por huir de la lluvia se metió al cause del río (probablemente creyendo que era un río de tepache).

            Mi abuelo giró en su sillón dejando el estéreo en piloto automático para que la música siguiera su curso, naturalmente, la música lo hizo por su parte. Y él, por la suya, nos miró frente a  frente y para enfatizar su carácter de abuelo, además, dijo con tono y parsimonia de The Goodfather:

            —Y bien... ¿Qué les pareció la música?

            —Ha... no sé, muy buena... sensacional —dijo mi hermana después de un rato de andar rondando  el calificativo adecuado.           

            —Korsakov,  junto con la música de Louis Armstrong, son imprescindibles para entender la historia de este siglo con el que termina el milenio —dijo el abuelo dibujando muy académicamente con un bolígrafo en el aire—, todas las guerras, la barbarie, la miseria y las atrocidades que hemos cometido como humanidad, dejaríamos de entenderlas si olvidáramos la música de esos grandes...

            —Gran paradoja —dije yo—, la historia es la que nos engrandece y nos reduce. Por no decir que nos aplasta.

            —Basta con que leas los periódicos —dijo el abuelo al aventármelos a la cara— los jaloneos entre los partidos políticos y los golpes bajos están como dirían ustedes los jóvenes: de a peso.

            —Bueno, bueno, tienes razón —le dije al abuelo—, pero a nivel mundial ¿cómo vez la situación? ¿Hacia dónde observas una tendencia o una directriz política? ¿Cómo captas la situación actual del socialismo, por ejemplo?

            —¡Parece que no! ¡Parece que no... pero va a volver! Pero no ya como utopía sino como ideal ¿entiendes? Como demanda a escala planetaria. No volverá el socialismo ruso ni europeo ni cubano, pero volverá, ya verás... hay ideas que la humanidad se debe a sí misma y tal vez... en su imposibilidad esté la respuesta.

            —Bueno, bueno —dije, reconciliándome con mi iniciativa retórica—, pero realmente tú como que nunca has demostrado mucha fiebre socialista que digamos...

            —¡No! ¡Ahora no! ¡Pero lo fui! ¡Cuando tenía tu edad fui socialista! Les decía a mis amigos que todo era un problema del lenguaje, de ir tanteando a la gente, que en México se tenía que usar otro tipo de jerga diferente a la de los libros,  pero ¡ah! ¡Caramba! No me hicieron caso y cada quien jaló agua para su molino. Después ya no creí en nada, pero yo sé que el socialismo volverá, porque tiene que volver. Fíjate muchacho: (al presentir el argumento su propia frente se arrugó en rebanadas proféticas) Desde un punto de vista simplemente demográfico tiene qué volver. ¡El mundo  está sobre poblado! Y la política más coherente para el momento actual sería el socialismo. Cuando me hablan de globalidad yo no puedo pensar en una globalidad únicamente de mercado. ¡En serio! ¡Cuando seas viejo verás!

            Pero su frente no volvió a la normalidad y tal vez por eso, entre la conversación y los lunares de sus brazos, mi hermana ya   mostraba más interés por éstos últimos. Lo cual es curioso porque miraba precisamente los últimos, (tal vez por el entusiasmo del viaje le habían desaparecido unos cuantos) y había dejado de hablar. Como  noté que el abuelo se empezaba a exaltar también guardé silencio y quise cambiar la conversación hacia la música, pero el abuelo dijo:

            —Así son ustedes, los jóvenes, creen que los viejos somos autoritarios y somos necios, pero ahora les voy a contar... ji, ji, ji, les voy a contar algo que hice cuando tenía más o menos su edad: ...todo esto pasó hace ya muchos años... era el año de ¡uy! 1935 o 1936, no lo recuerdo exactamente...

            Mi hermana pareció interesarse ahora más por las palabras del abuelo que por sus lunares. El abuelo, por su parte, desdibujó las rebanadas de su frente y  por un momento agudizó la mirada hacia un punto indefinido del aire, lugar donde probablemente  guardaba en su recta histórica personal el año 1935 o 1936 y a mí me volvieron las ganas de fumar, igual que en un cine cuando la acción se ve suspendida por un instante y uno francamente ya quiere irse, pero al igual que en el cine, sabía que para escuchar las historias del abuelo el tabaco estaba prohibido, igual que irse. Por supuesto, esto no quiere decir que los viejos sean autoritarios o necios, solo quiere decir que les gusta mostrar sus rebanadas.

            —Yo asistía a la preparatoria en el barrio de Tacuba —dijo el abuelo sin soltar el bolígrafo—, en ese tiempo Tacuba era uno de los pueblos más importantes de la ciudad, era una zona de mucho comercio, por donde pasaban las nuevas rutas de camiones y empezaba el transporte, a pesar de que no todas las calles tenían pavimento... en nuestra clase de química era Selerier...

            —¿quién? —pregunté.

            —Selerier.

            —Era nuestro maestro, que era de origen alemán y que vivía en México desde fines de la Primera Guerra Mundial. Era un tipo entusiasta, vivaz. Quería infundirnos el gusto de la química por la química... mmm... pero en las clases diarias eso era muy difícil. Se avanzaba poco por la distracción que había en el salón. Todos gritaban: ¡He! ¡He!

            —Nosotros teníamos un grupo de rebeldes en el salón, éramos: Carbajal, Chau, Sparza, yo y Carlos Cuervo..., ¡ja, ja, ja, Carlos Fernández Vilchis! Recuerdo muy bien su nombre: era el más despistado del grupo. Le decíamos "Carlos Cuervo" o el "Indio Vilchis": sonaba muy largo decirle el "Indio Fernández" [...] Era un prieto chaparro y fuerte de ojos azules. Podía romper dos lápices con el índice y el anular. Era fuerte... pero despistado. Nos reuníamos en su casa que quedaba cerca de la escuela a discutir sobre diversos temas: política, socialismo o la situación en Rusia, porque en aquél entonces decir Rusia era como decir todo el siglo XX.

            —Estábamos en contra del stalinismo, despreciábamos a Stalin por un presentimiento y por un... simplismo estudiantil. Todavía no habíamos leído nada de André Guide, pero sí habíamos leído a Ignazio Silone, el escritor italiano que viajó a Rusia y había vuelto desilusionado de lo que estaba pasando... mmm...

            —Eran tiempos en que la humanidad necesitaba líderes y nosotros estábamos a favor de Trotsky. Decíamos que Trotsky era nuestro líder. Eso decíamos. Pero si hubiera subido al poder hubiera sido igual de tirano que Stalin, ¡bah!

            —En ese tiempo Hernán Laborde era el jefe del Partido Comunista Mexicano... Nosotros lo odiábamos pero a pesar de todo reconocíamos que Laborde era un tipazo... un convencido de lo que estaba haciendo. Él fue uno de los fundadores del PC cuando vivía en la clandestinidad. Cárdenas apoyó al PC en su primer período y Plutarco Elías Calles los había reprimido demasiado: varios de sus miembros estaban encarcelados en las Islas Marías...

            —Para esto, Diego Rivera fue el que nos dijo... Diego había pintado en Nueva  York para Rockefeller y  fue quien trajo a México a Trotsky. Diego era comunista y renunció al PC hasta después... en 1937 viajó a Moscú y ¡regresó bien estalinista!  Es algo que no toda la gente sabe. Pero eso fue luego, porque él fue quien nos convenció de que le saboteáramos el acto político a Laborde que se iba a celebrar por esos días... Un tipo muy inteligente, el Diego Rivera. Nos dijo: ustedes que son químicos ¡destruyan el acto político de Laborde! Así era Diego. Era un cabrón y nosotros, pus le hicimos caso.

            —Él sabía muy bien lo que nosotros podíamos hacer con algunas fórmulas químicas, incluso  nos dio la idea de usar gases lacrimógenos, así que eso fue lo que hicimos. Por eso fuimos con Selerier: como para hacer las bombas necesitábamos algunos instrumentos, le dijimos que nos prestara unos de su laboratorio. Un laboratorio muy bonito el suyo,  bien montado,  él lo tenía en el sótano de su casa, con matraces, pinzas, soportes, tubos, mechero, etcétera.

            —Le dijimos que nos prestara los instrumentos para hacer un experimento en nuestras casas... ¡ja! ¡Y Selerier se puso contento: creyó que era un experimento para la clase y dijo: 'Uy, uy, claro muchachos', 'Qué buenos alumnos', de seguro pensó, ¡ja, ja, ja!

            Muchachos —dijo Selerier—, pueden tomar lo que quieran.

            —Para hacer gas lacrimógeno se tiene que mezclar bromo con acetona eh?... mmm... y como ya teníamos los instrumentos que necesitábamos, al día siguiente fuimos a una farmacia al centro, allá por  Artículo 123 o Pino Suárez; era una farmacia muy famosa entre los químicos... nosotros compramos el bromo, dos litros de acetona y una jeringa de veterinario.

            —Luego nos fuimos a casa del Indio Vilchis a prepararlo. El bromo es así: de un color café-rojizo muy tóxico y apestoso. Teníamos que manejarlo con cuidado. Colocamos en dos ampolletas de 50 mililitros el bromo y luego la acetona, luego los mezclamos en una sola, con 50 cm3 de acetona y 15 cm3 de bromo. Le aplicamos calor con el mechero bunsen que nos prestó Selerier y tomó un color café claro, aunque supuestamente tenía que quedar transparente. El indio Vilchis se espantó y empezó a gritar: ¡Hay, ya nos salió mal,  hay, ya salió mal!

            —Aún con las quejas del zoquete del Indio Vilchis lo probamos en el patio de la casa y quedó perfecto, pero  como usamos grandes cantidades se extendió demasiado: Carbajal y Sparza no se alejaron y estuvieron llorando y tosiendo un buen rato por tontos. La mamá de Carlos Cuervo nos vio en ese momento por la ventana y de seguro pensó: Que buenos muchachos, son tan estudiosos...

            —Y bueno... así por fin llegó el día del acto político en que Hernán Laborde citó en el teatro Arbeu a los comunistas. Diego logró infiltrarnos a nosotros: Carbajal, Chau, Sparza, Carlos Cuervo y yo; que entramos con dos bombas de gas lacrimógeno cada uno y muy  emocionados. Todas las butacas del teatro Arbeu se llenaron... era muy bonito ese teatro, ahora ya no existe.

            —Iba a ser uno de los actos comunistas más importantes de ese año aquí en la ciudad de México. Al frente en el escenario colgaron la enorme manta roja con la hoz y el martillo y con las letras PCM, también pusieron una mesa de debates y un micrófono, al que se acercó Laborde para dar por inaugurado el acto, a los pocos minutos de que se llenó el teatro.

            —El resto es lo que hicimos: A una señal, arrojamos las bombas al piso y se expandieron rápidamente. Para que se incrementara el miedo en el teatro Arbeu, nosotros empezamos a gritar: '¡Alguien aventó unas bombas! ¡alguien aventó algo! ¡fuego, fuego!' Je, je, je, cuando nos escapamos alcancé a ver a Laborde llorando y tosiendo por el gas, gritando a pleno pulmón: ¡Compañeros, compañeros, esperen compañeros, es una provocación de los trotskistas! Ja, ja, ja, pero nadie le hizo caso y todo el mundo corrió despavorido a la salida del teatro. Pobre de Hernán Laborde, nuestra misión fue un éxito.

            —Días después, cuando le entregamos su equipo, Selerier nos preguntó: ¿Qué tal va el experimento muchachos? Y le dijimos: Huuu... ya lo hicimos profesor, resultó excelente.

            —Las cosas cambiaron después... fue la desilusión total. Diego Rivera viajó a Moscú y regresó apoyando a Stalin. De entre nosotros, el Indio Vilchis se volvió comunista y formó una liga unida a la central comunista de Bélgica. Yo propuse abandonar la terminología comunista de moda y como el grupo no aceptó nos deshicimos.

            —Sólo Carbajal y yo seguimos en reuniones, pero ahora desde un punto de vista más analítico e intelectual. Nos reuníamos los fines de semana en casa de una pareja de antropólogos alemanes: Paul y Ana Kirjoff. Las palabras de Paul y sus teorías sobre las culturas prehispánicas ahora están grabadas en la entrada del museo de Antropología de Xalapa. Recuerdo que Ana nos preparaba té, nos atendía siempre muy bien, nos ofrecía vino tinto, pan negro, mantequilla y pan dulce. Escuchábamos música clásica. Paul se enojaba conmigo porque untaba mantequilla al pan dulce... ¡Pero como te atreves, la mantequilla no va con el pan dulce!

            Cuando terminamos de escuchar, mi hermana le preguntó:

            —oye... ¿y nunca los cacharon?

            Mi abuelo giró los ojos hacia otra dirección, tomó uno de sus papeles de trabajo, regresó la mirada que expresaba sorna y tranquilidad, apretó el bolígrafo y dijo:

            —No.

             Despedimos al abuelo y salimos a la calle. Prendí mi ansiado cigarro y comenzamos a caminar. Una semana después mi hermana se fue a Italia y no la volví a ver.

 





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