CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La mudez es una forma degradada del
silencio. Es la palabra constreñida a callar por una fuerza. Su
etimología, que viene de la raíz indoeuropea *mu-, cuyo origen es la
onomatopeya de quien habla con la boca cerrada, lo expresa con toda
claridad. En este sentido, podemos decir que la mudez,
independientemente de aquellos seres que la naturaleza amputó de la
palabra, pertenece a lo inhumano. Enmudecemos cuando algo rompe los
significados en donde la vida transcurre. Por ello, la violencia es
muda: niega la palabra, que es el mundo de los seres humanos y de sus
sociedades, y la constriñe al silencio del terror, de la muerte y de la
anomia.
Hay, por lo mismo, algo de profundamente mudo en México. A pesar de
que hablamos y estamos comunicados, la mudez de la violencia se ha
instalado entre nosotros y las palabras no logran detenerla. Es como si
el lenguaje hubiera perdido su fuerza significante y habláramos con la
boca cerrada. Parecería que las arterias de la cultura, como dice
Georges Steiner, se hubiesen endurecido como las de la carne y que el
complejo de los valores cristianos e indígenas que conformaron a México
en los últimos cinco siglos, hubieran entrado en una espantosa
decadencia. Nuestra historia reciente –asesinatos, fosas clandestinas,
desplazamientos, destrucción del ambiente y de las formas políticas y
humanas de relacionarnos, revueltas, represiones y protestas cada vez
más beligerantes– sugiere que esos reflejos del lenguaje por los cuales
una civilización preserva su mundo y modifica sus degradaciones ya no
tuvieran la fuerza de hacerlo y hubiéramos retrocedido a una era
salvaje, donde el lenguaje no adquiría aún su densidad significante.
Ciertamente, hablamos y hay lenguajes, como el de la poesía, que
están vivos. Pero su fuerza se ha vuelto tan íntima y encerrada en
guetos culturales que ya no es capaz de preservar y corregir la vida de
un pueblo como lo hizo en otros tiempos. Lo que priva es la mudez de la
violencia en un mundo lleno de palabras vacías. Así vamos de criminales
que tienen un lenguaje cuya pobreza frisa la insensibilidad de la mudez
con la que sellan sus crímenes, a políticos cuya inhumanidad ha
degradado y embrutecido el lenguaje en esa misma dimensión. Al emplear
las palabras para justificar la falsía política, distorsionar la
historia y encubrir crímenes y bestialidades, las han vaciado de sus
significaciones profundas, produciendo una grave anomia en la sociedad,
una sensación de estar atrapados en la desesperación de la mudez.
Mi experiencia de los últimos cinco años no ha dejado de
atestiguarlo. Lo que voy a narrar coincide con esa realidad, pero
también con la posibilidad de un rescate del sentido y de la vida.
Haces unas semanas estuve, al lado de expertos forenses de varias
instituciones y de víctimas de desapariciones, en la exhumación de 117
cuerpos y 12 restos de las fosas clandestinas de Tetelcingo, Cuautla.
Esos cuerpos –algunos violentados horriblemente– habían sido enterrados
por el gobierno de Graco Ramírez como basura, a la manera en que el
crimen organizado lo hace. En los últimos 10 años el país se ha plagado
de esas fosas. Una de las víctimas me contó lo que a su hija, cuyo
cuerpo fue recuperado en otro estado, le habían hecho –una más de las
cientos que he recogido–. No la consignaré porque forma parte, dice
Steiner, “de ese género de cosas que derrotan el lenguaje”. Enmudecimos.
Recordé entonces lo que me sucedió el día en que me enteré del
asesinato de mi hijo Juan Francisco: Después de escribir sobre un pobre
papel mi último poema, me quedé mirando estúpidamente el vacío y,
desgarrado, impulsado por los sonidos que había garrapateado, abrí la
boca todo lo que pude. La forma del gesto era la de El Grito de Edvard
Munch, tan primitivo y terrible que superaba toda descripción: un grito
sin sonido, el grito de un silencio total que chillaba por todo Manila y
hacía vibrar el paisaje de dolor. Ese alarido dentro del silencio, esa
espantosa mudez, era, para decirlo con Steiner, “la lamentación salvaje y
pura por la inhumanidad del hombre y la devastación de lo humano” que
volvía a repetirse una vez más.
Allí, sin embargo, estaba y está la posibilidad de que el sentido
vuelva a surgir. El hecho de que en medio de la mudez estuviéramos allí;
de que un grupo de hombres y mujeres desenterraran cuerpos para
reconocerlos, dignificarlos y devolverlos a sus familiares; de que cada
vez que se rescataba a uno de ellos, las víctimas del campamento
salieran con un letrero que decía “Bienvenido”; de que esas misma
personas pintaran bajo una de las carpas una alegoría de lo que allí
sucedía y cantaran, mientras la realizaban, el Himno a la Alegría,
volvía, por unos momentos, a llenar de significados el mundo. Con ello,
no les devolvíamos la vida a esos cuerpos, no los redimíamos del atroz
sufrimiento por el que pasaron, no borrábamos el pasado que, al igual
que el mío y el de la víctima que me narró la muerte de su hija, seguirá
vibrando con el mismo grito que pintó Munch. Pero, ¿no fue, acaso, en
un rito fúnebre semejante donde hace miles de años, en medio de la
inhumanidad y el salvajismo, el lenguaje encontró su lugar y nacieron la
civilización, el sentido y las palabras paz, hermano, amor?
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener
la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas y a todos
los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia,
juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, boicotear las
elecciones, devolverle su programa a Carmen Aristegui y abrir las fosas
de Jojutla.
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