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martes, 30 de agosto de 2022

LO MÁS OPUESTO AL CONOCIMIENTO ES LA CREENCIA EN EL MILAGRO, POR MARCOS GARCÍA CABALLERO.

 

La teoría del conocimiento es, junto con la ética, la metafísica y la estética, una de las ramas originarias de eso que llamamos filosofía. Los primeros escritos que contienen una teoría acabada del conocimiento los encontramos en la obra de Platón. Naturalmente, que Platón haya sido el primer gran filósofo en enfrentar de manera sistemática problemas de teoría del conocimiento le imprimió a las discusiones de ésta área de la filosofía un sello muy peculiar del que, como veremos, todavía no acaba de desprenderse. Esta fundamental rama de la filosofía se caracteriza por una serie de temas, problemas, tesis y concepciones que no permiten duda alguna respecto a su autonomía. Muy a grandes rasgos, su principal objetivo es dar cuenta de eso que llamamos conocimiento humano. Éste, podría pensarse, es algo real, objetivo, tangible, pero (como siempre en filosofía) nos topamos en relación con uno y el mismo tema con toda una gama de suposiciones y puntos de vista divergentes. Según algunos, el conocimiento humano es imposible; otros piensan que no podemos dar cuenta de él; otros dicen que es inexpresable o no transmitible; hay quienes aseguran que es real pero sólo bajo ciertos supuestos de los cuales no podemos ofrecer justificación alguna y así sucesivamente. Así pues, la experiencia muestra que esta legítima ambición intelectual, aparentemente problemática, consistente en dar cuenta del conocimiento ha desembocado en una situación un tanto paradójica: pocas cosas son tan difíciles de explicar que eso que tenemos enfrente y que nosotros mismos hemos generado.


Es importante comprender la prioridad lógica y conceptual que tiene la teoría del conocimiento frente a la ciencia, la historia de la ciencia e inclusive frente a la filosofía de la ciencia. El conocimiento, como es obvio, no se gesta de manera arbitraria o caótica. No crece “milagrosamente”. De hecho, la noción opuesta a la de conocimiento, (y a la de ciencia) es precisamente el concepto vulgar del milagro, esto es, el concepto de suceso o fenómeno para el cual no hay explicación causal posible. Ahora bien, el desarrollo sistemático del conocimiento comporta o exige instrumentos de diversa clase, instrumentos que pueden ser usados de manera recurrente. Para avanzar en la senda de la ciencia empleamos, por ejemplo, telescopios o microscopios, pero es evidente que para usar esos instrumentos necesitamos primero ver. O sea, el conocimiento presupone el empleo de órganos sensoriales y de facultades cognitivas, así como de objetos de percepción. El análisis de estas facultades es pues, lógicamente previo o anterior al examen de las teorías científicas. Ahora bien, ¿de qué clase de facultades estamos hablando? De facultades como la memoria, que tienen que ver con nuestro conocimiento del pasado, como la percepción, gracias a la cual entramos en contacto con el mundo externo, como la introspección, en la que supuestamente cada quien conoce en forma privilegiada algo muy especial de sí mismo. Cabe desde luego preguntar: ¡conocemos en todos estos casos la misma clase de cosas? Si ello no es así ¿hay diferencias intrínsecas entre los objetos de esas distintas facultades? Y entonces ¿cómo se conectan entre sí? ¿Qué unifica la totalidad de los datos de todas las facultades cognitivas del ser humano? Estas y otras preguntas parecidas plantea la teoría del conocimiento y es relativamente claro que deben ser atendidas en primerísimo lugar.

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