La teoría del conocimiento es, junto con la ética,
la metafísica y la estética, una de las ramas originarias de eso que llamamos
filosofía. Los primeros escritos que contienen una teoría acabada del
conocimiento los encontramos en la obra de Platón. Naturalmente, que Platón
haya sido el primer gran filósofo en enfrentar de manera sistemática problemas
de teoría del conocimiento le imprimió a las discusiones de ésta área de la
filosofía un sello muy peculiar del que, como veremos, todavía no acaba de
desprenderse. Esta fundamental rama de la filosofía se caracteriza por una
serie de temas, problemas, tesis y concepciones que no permiten duda alguna
respecto a su autonomía. Muy a grandes rasgos, su principal objetivo es dar
cuenta de eso que llamamos conocimiento humano. Éste, podría pensarse, es algo
real, objetivo, tangible, pero (como siempre en filosofía) nos topamos en
relación con uno y el mismo tema con toda una gama de suposiciones y puntos de
vista divergentes. Según algunos, el conocimiento humano es imposible; otros
piensan que no podemos dar cuenta de él; otros dicen que es inexpresable o no
transmitible; hay quienes aseguran que es real pero sólo bajo ciertos supuestos
de los cuales no podemos ofrecer justificación alguna y así sucesivamente. Así pues,
la experiencia muestra que esta legítima ambición intelectual, aparentemente
problemática, consistente en dar cuenta del conocimiento ha desembocado en una
situación un tanto paradójica: pocas cosas son tan difíciles de explicar que
eso que tenemos enfrente y que nosotros mismos hemos generado.
Es importante comprender la prioridad lógica y conceptual que tiene la teoría
del conocimiento frente a la ciencia, la historia de la ciencia e inclusive
frente a la filosofía de la ciencia. El conocimiento, como es obvio, no se
gesta de manera arbitraria o caótica. No crece “milagrosamente”. De hecho, la
noción opuesta a la de conocimiento, (y a la de ciencia) es precisamente el
concepto vulgar del milagro, esto es, el concepto de suceso o fenómeno para el
cual no hay explicación causal posible. Ahora bien, el desarrollo sistemático
del conocimiento comporta o exige instrumentos de diversa clase, instrumentos
que pueden ser usados de manera recurrente. Para avanzar en la senda de la
ciencia empleamos, por ejemplo, telescopios o microscopios, pero es evidente
que para usar esos instrumentos necesitamos primero ver. O sea, el conocimiento
presupone el empleo de órganos sensoriales y de facultades cognitivas, así como
de objetos de percepción. El análisis de estas facultades es pues, lógicamente
previo o anterior al examen de las teorías científicas. Ahora bien, ¿de qué
clase de facultades estamos hablando? De facultades como la memoria, que tienen
que ver con nuestro conocimiento del pasado, como la percepción, gracias a la
cual entramos en contacto con el mundo externo, como la introspección, en la
que supuestamente cada quien conoce en forma privilegiada algo muy especial de
sí mismo. Cabe desde luego preguntar: ¡conocemos en todos estos casos la misma
clase de cosas? Si ello no es así ¿hay diferencias intrínsecas entre los
objetos de esas distintas facultades? Y entonces ¿cómo se conectan entre sí?
¿Qué unifica la totalidad de los datos de todas las facultades cognitivas del
ser humano? Estas y otras preguntas parecidas plantea la teoría del
conocimiento y es relativamente claro que deben ser atendidas en primerísimo
lugar.
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