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viernes, 21 de julio de 2023

En busca del Rosetón de Plata

 

MARCOS GARCÍA CABALLERO

 

Después de una lista interminable de aventuras, disipaciones, vagabundeos,  locuras y mujeres, decidí en 1997 comenzar mi primera novela de largo aliento. Las primeras noventa cuartillas fluyeron tal cual se esperaba, es decir con la fuerza y energía natural de un joven escritor, pero con lo que  no contaba era que desaparecerían para siempre de un tirón por un falso contacto que tenía el CPU de segunda generación en que estaban salvadas. Le escribí por mail la pinche noticia a Carla, cuando regresaba de tomar unos tragos en el Hijo del Cuervo de Coyoacán,  donde había escuchado las hilarantes palabras de Alejandro Aura porque me lo habían presentado y también a Pablo Molinet, que le conté a grandes rasgos la historia de la novela con varios tragos de vodka y se quedó riendo suspicacias con quienes compartíamos mesa.  “¡Quiero verla publicada!” Gritó desde adentro con el desmadre del alcohol y seguramente no lo creía, ya que su propia fama iba en aumento por el famoso “caso Molinet”. El pobre Pablo, poeta él, había estado en la cárcel de verdad jodidísimo según esto acusado de un asesinato que obviamente no cometió. “¡Ya te diré!” Le dije, desde  la puerta y la cadena antes de las mesas de adentro donde, además del escándalo musical, pululaban los meseros que ni abasto se daban o una pausa para salir a fumar donde se ponen las motos.  “¡Me la publicará Gallimard!” Le aseguré despidiéndome, y aunque no lo creía ni por un instante, desde ahí empezó a crecer la apuesta por El jardín del pulpo, tal era el nombre de mi hijo, como la canción de Los Beatles.  

Carla era una ex (una de las pocas ex con quien he logrado llevarme bien) y vivía en ese entonces en Aguascalientes y yo en la Ciudad de México. Cuando tiempo después quise saber de ella, supe que se había ido a Salamanca a estudiar una maestría en Historia del Arte. Pero en ese momento yo la giraba de Barman y, como sabía que entraría el año siguiente a la Escuela de Escritores de la SOGEM, quería llegar a enmendarles la plana a los maestros según ciertas ideas malditas que tenía, como cualquier voyeur literario pescando frases y locos descubrimientos. Así de fácil me las daba de escritor, no sólo quería estudiar ahí, yo quería corregir mentalidades chatas, catolicismos hipócritas y malentendidos, quería despertar traumas a los compañeros y sobre todo quería pervertir  perversos. Ya sabemos todos que escribir es usar una máscara o arrancársela toda. Sí pues. ¿Quién quería hacer eso? ¿Yo? Pero por supuesto, mis pequeños bastarditos. O tal vez yo y mi sombra la muerte o tal vez yo y el alter ego de Antonin Artaud. (Ojo: si eres escritor y no conoces el texto fundamental Piratas/Poetas de José Vicente Anaya,  sigue leyendo pero de vez en cuando, por honestidad, ponme los ojos en blanco ante mis palabras o si no te consideraré un pre-inocente desde donde yo me encuentre). Y la memoria estaba al rojo vivo, retumbando anécdotas a todo tren y a toda hora, así que no sólo salieron las noventa cuartillas: el resultado final fueron doscientas setenta, mismas que terminé ese año pero la seguí corrigiendo. Usted lo sabe: En Francia el poeta Paul Valéry lo dijo hace un poco más de cien años y es el canon de los talleres literarios de todo el País que resuena por enésima vez en boca del que lo coordine  (y resuena de mala gana además) ante un texto logrado: “Bien,  no está mal, habrá que podarle  algunos ripios, pero bien. Acuérdense que Paul Valéry lo dijo: un texto nunca se acaba; sólo se abandona.” ¡¿Pero cómo abandonar al adefesio que le tenemos más cariño y más amor, el frankenstein mil veces re-cosido que amamos porque lo construimos a imagen y semejanza de lo que nos hace vivir porque afirma nuestro  desprecio ante la maldita muerte que todo lo iguala y uniforma?! ¿Cuál escritor no tiene ese tipo de cadáver apasionado apestando en el cajón o en su computadora personal y que cree que es una obra maestra?

Dejé la escuela del Barman y el trabajo de los alcoholes y entré a la SOGEM, en ese tiempo otro de mis trabajos era hacerla de extra para los programas de TV Azteca, yo creo que fue el trabajo más cómico de toda mi historia laboral. José Antonio Alcaraz, (la gorda como le decían algunos pesados) considerado en ese entonces el hombre más culto de México (incluso más que Octavio Paz, incluso cuando Paz murió), por la prensa más importante de la Ciudad de México, me entrevistó, me preguntó por mis autores favoritos: “Milan Kundera, Carlos Fuentes, Fernando Savater, Henry Miller y otros y otras más”, le dije y se dijo honrado de tenerme entre la nueva generación, me dijo que sí se me notaban los aires de escritor. El cabrón me dijo que yo me creía saberlo todo. (¿O me entrevistó Eduardo Casar? ¿O Alejandro César Rendón o Teodoro Villegas?). El caso es que entré y poco a poco me siguió subiendo por las venas ese veneno delicioso que yo ya conocía gracias a mis doscientas setenta páginas: La Creación Literaria que genera las Mayúsculas del Honor, la perra literatura con las minúsculas de fragores   cantineros  y prostitutas viene siendo lo mismo. Günter Grass también se fue con las putas en Alemania cuando era chamaco durante la guerra y ya tiene años que fue Premio Nobel.

Cuando dejé la aventura de la SOGEM ya tenía en mi carrera de escritor dos premios: El Salvador Gallardo Dávalos de Narrativa Joven por otra novela y un premio-torneo al mejor poema de la Ciudad de México, además de varias cosillas publicadas: ensayitos filosóficos, cuentitos de doble historia a lo Julio Cortázar, poemotas de chicle motita y poemas amorosos, pasionales y caníbales, etc. (¿Cuál poeta no empieza dándose cuenta de la luminosidad desquiciada  de la carne?) Pero la otra, la novela vital, la verdadera porque era de literatura maldita, no la había logrado publicar. Eso me calaba como la negativa de la mujer de mi vida o como ver el rostro imbécil y aterrorizador de la muerte que sólo te niega y te niega y te niega... ¿Entonces? No basta ser escritor para ser escritor, siempre hay que ser algo más: Estudiante, trabajador, barman incluso, o llantero como Juan Rulfo, amante, tu propio editor, secretaria, etcétera. Además de mantener  alimentada tu propia preocupación activa sobre las mierdas del mundo. Tu propio mensajero del texto. Por eso  fui a editorial Aldus, donde Pablo Soler Frost (¿o era Álvaro Enrigue? ¿o era Marcelo Uribe?), se tomó “la molestia” formal de enseñarme  cómo era una editorial, solamente hablé y me dijo quitándose los lentes: mire usted joven, maldito sea usted joven, de hecho: “¿quién chingados es usted?” Parecía salir la frase por detrás de los retratos colgados en la oficina. Desde ahí, se veía toda la casa editora, los libros empaquetados, el departamento de cobros, las maquinarias de las rotativas de imprenta, el personal laborando,  etc. Cuando me tocó hablar a mí para decirle que modestamente le dejaba mi primer manuscrito de novela (eso sí, ante el oficio y en honor a las letras que dejaron a la posteridad gente y genios como André Malraux, Borges, Alfonso Reyes, Guillermo Cabrera Infante o Kafka lo mejor es ser muy humilde), sonó su teléfono y creo que su secretaria le avisó de un encuentro literario en Monterrey,  me despidió con rapidez y dijo con visible molestia sosteniendo el teléfono y señalando a su escritorio: “sí, sí, ahí déjame tu manuscrito, sí gracias, hasta luego”. Y ahí voy de pendejo  saliendo y creyendo que sí la dictaminarían como si nada. Luego fui a Alfaguara, quise hablar con Sealtiel Alatriste y/o la persona encargada de recibir manuscritos y ni siquiera me abrieron la puerta. En fin, la novela se hizo famosa entre ilustres dictaminadores anónimos que de seguro la utilizaron para limpiarse el culo o vaya usted a saber; quizá como papel reciclable o como garrote para pegarles a sus hijos por si se les ocurría ser escritores… ¡Pero era mi Opera Prima! ¡Mi primer y única novela maldita! Cada que pasaban los días seguía recibiendo largas de los editores y se seguía dándola por muerta en todo, hasta en el radio y en la tele me aplastaron la cara y me pisotearon  por “atreverme” a escribir una novela maldita de corte autobiográfico, de hecho, mi vida entera estaba cambiando y estaba yo atrapado todavía ¡en la historia de la novela! (Ojo: si eres escritor sabes muy bien de qué estoy hablando y, si no lo sabes, regrésate y vuelve  a leer desde el primer paréntesis…  ja ¡Te voy a traer como en Rayuela!).  Ni modo, decía yo, muerto de coraje, embriaguez y locura, —esa novela —decía— pésele a quien le pese, se va a publicar.

“¿Qué chingados tendrá Aguascalientes que toda la banda valiosa se larga de aquí pero toda termina por regresar?” Creo que fueron  palabras con las que me recibió un loco amigo que ahora no recuerdo su nombre pero  estoy  seguro  que me lo dijo cuando regresé acá en el 2006.

—Ni modo, —dije— ya me regresé.

Fue en ese entonces, además del golpe del cambio de ciudad, (que si cala y cala fuerte) que alguien me recomendó conocer al maestro Ángel Mota, reconocido filósofo de Aguascalientes que también se las daba de escritor y tenía varios libros publicados de filosofía y narrativa. Para como estaba mi situación, (yo creo que los momentos más desesperantes de mi vida: no sólo vivía al día, contaba casi para cada día con ¡veinte pinches pesos y tenía qué ahorrar para el vicio mínimo de todo escritor: el maldito cigarro y el horroroso nescafé!) Ángel fue un verdadero arcángel que me vino a salvar de la ignominia y, a pesar de su carácter demasiado sobrio y nunca propenso a la vidita de poetas salvajes y briagos —como eran la mayoría de mis amigos de La Capirucha—,  sentí que se iban definitivamente de mi vida aquellos tiempos y fue duro aceptarlo, pero a cambio me ofreció una amistad sólida y a toda prueba. (Cuando  le platicaba de mis andanzas en el D.F. sólo me guiñaba el ojo).

En el año 2004 dejé de corregir la novela y la di por terminada; recuerdo que lo celebré oyendo esos días todo el disco Mule variations de Tom Waits. Salí un día temprano a la calle con la novela digitalizada en disco compacto, compré La Jornada  y luego la imprimí, la engargolé y me fui  de la jaula en la Colonia Escandón y tomé el metro bus durante todo  avenida Insurgentes sur hasta llegar al edificio altísimo que, entre otras empresas y oficinas, se encontraban las oficinas de Editorial Planeta México. Era en los pisos más altos y por ahí también estaban las oficinas de OCESA, la empresa encargada de traer músicos de talla internacional a la Ciudad de México, como Dead Can Dance, Oasis, Placebo, Joan Manuel Serrat o U2. No encontré a Andrés Ramírez, que era el editor, pero le dejé el manuscrito a su secretaria. Para ser una empresa del tamaño e importancia  de Planeta México, me pareció que me habían recibido con mucha cordialidad. Digo esto porque llegué yo mismo un poco jadeante y sudoroso, con las manos oliendo a tubo de metro bus y  no me acompañaba mi representante o  agente literario, digamos, como si fuera alguien como Laura Restrepo.   A la semana siguiente hablé con Andrés para recordarle que le había dejado el manuscrito y me fui a chupar con mis amigos los quijotes y sanchos de la Poesía y buscar mujeres en los bares de la Condesa y seguramente, mientras tanto, Tom Waits escupía y me echaba un ojo por encima de su periódico.

Dejé pasar tres meses cuando  ya estaba ubicado en la geografía antes citada y se me ocurrió marcarle a Andrés Ramírez.

—Tu novela me encantó —me dijo— pero yo ya no represento la última decisión, tendrás que esperar mes y medio.

En esa misma llamada le conté que por angas o por mangas ya estaba yo acá en Hot Waters City y ¡claro! ¡Tenía que presumirle del evento Poetas del Mundo Latino en Aguascalientes!

—¿Qué tal se puso? —dijo Andrés.

Que tan aferrado estaba con esa novela y en un estado de pobreza tan manifiesto y evidente, que tenía que tener el orgullo de decirle:

—Buenísimo Andrés,  checa mi blog-spot, ahí viene una crónica del evento. (Al Poetas del Mundo Latino había arribado entre otros mi amigo el poeta y traductor José Vicente Anaya y había dado una conferencia magistral).

—¿Cuál es la dirección electrónica?—dijo Andrés interesado.

—Googléame y ya verás —le dije.

Esperé mes y medio sumido en la pobreza que me rodeaba: ni cubiertos ni alacena ni refrigerador ni muebles había en mi departamento pero estaba decidido a publicar esa novela y volví a marcarle a Andrés Ramírez, desde un teléfono público debajo de los edificios donde estaba dicho departamento en el que vivía.

—¿Qué? ¿Usted es Mateo Gargallo Castellanos, de dónde? ¿Cuál Mateo Gargallo Castellanos? —dijo Andrés, que ya no se acordaba.

—El de la novela El Jardín del pulpo —dije yo, cruzando los dedos adentro de la bolsa del pantalón donde hacía   mucho tiempo no había ni un peso, más que lo que le cobraba de renta al arquitecto que vivía conmigo y quería representar el movimiento de López Obrador después del fraude o, por lo menos si no fue fraude sí quedó la enorme duda y es un momento que  ya se conoce demasiado en la historia reciente del País como para que yo diga alguna opinión intrascendente.

—Aaaah, es verdad, fíjate que te tengo malas noticias, defendí tu novela lo más que pude, pero no sé por qué, pero  el Corporativo tomó la decisión final de no publicarla. ¿Cuál dijiste que es  la dirección de tu blog?

Me sentí tan triste (evidentemente había personas que ya la habían leído: familiares, amigos, incluso literatos serios y a muchos les había gustado, tanto en Aguascalientes como en el D.F., incluso al dueño de una librería le llegó el manuscrito y me dijo que era imposible que Planeta México dijera que no, es decir, que era muy buena desde el punto de vista mercadotécnico) que le dije a Andrés que ahora tenía otros planes literarios bla bla bla y que ya ni siquiera tenía un blog-spot. Sólo le dije que me saludara a su hermano, porque lo había conocido en La SOGEM, creo que lo había visto fumar mota y como los dos son hijos del ondero José Agustín, era probable que su padre se inspirara en ellos para sus nuevas historias.

Al año siguiente (2007) se acabó finalmente la perra miseria: dejé al arquitecto que se arreglara con el dueño del departamento y me fui a vivir con  mi madre, que también venía de México y empezamos a vivir juntos en un barrio de más categoría o burgués, aunque ese tipo de barrios y la gente que vive en ellos en la actualidad se les debería decir de  ricachos o la nueva ricada a secas: ni que fueran tiempos de mi antepasado Laurent Duprée en la Revolución Francesa... Comencé entonces a planear lo que verdaderamente venía a hacer a Aguascalientes: entrar a estudiar la licenciatura de Filosofía en la Universidad Autónoma de Aguascalientes.

¿Y la famosa novela maldita tan buena?

Entiéndase: Era novela maldita porque era novela enferma, enfermiza, nociva…

Hubo que hacer muchos ahorros y conjurarles a varios miembros de la familia que la novela era excelente para que se mocharan/apoquinaran con unos dineros; la verdad es que la mayoría ya lo pensaban, así que ese año se decidió que no habría otro modo de publicarla más que por edición de autor. Mi padre me dijo que sí se debería publicar. Y él y desde México comenzaron a tramar  en serio la publicación. Les mandé la versión final y ellos comenzaron a sacar pruebas y corregir, eso duró todo el 2007.

En ese entonces, pensaba yo en las aulas de filosofía de la Autónoma, “la filosofía es algo demasiado vasto he importante para tener que estudiarla en la academia”. Y convencido de esos nebulosos argumentos comencé a faltar a clases, a decir verdad no tenía mayor problema con la tira de materias a excepción de la lógica simbólica. El maldito asunto desarrollado de “p entonces q” me resultaba farragoso y estúpido. (Yo creo que la tiranía de la lógica no la aceptaba mi lado poético) Ángel Mota daba clases ahí y cuando supo que me salí definitivamente, no se molestó ni se desilusionó de mí.  Sólo me dijo: “Morro, dedícate a vender algo en la Purísima, yo qué sé, ropa, pantalones, playeras”.

Seguí publicando artículos y ensayos en portales de internet y cuando finalmente dejé la UAA en noviembre de 2007,  me dediqué a ser maestro de iniciación artística para niños de primaria, trabajo en el que me sentía y me desenvolvía bastante bien, y la mejor prueba es que los niños me querían.

Recuérdese que narrar y contar es traficar con la verdad… puede ser verdad 100% colombiana o verdad y narración donde el diller literario te da solamente 30% verdadero material colombiano, pero el diller o  el escritor siempre jura y perjura que da lo mejor o, por lo menos, la mercadotecnia editorial se encarga de que lo creamos los que estamos del otro lado de las letras, la “inmensa minoría” como se dice. Así que entonces, debería de conocerse a la musa del diller, o quizá preguntarle al dueño de la librería si éste fulano que escribió el libro de portada tan llamativa  escribe poesía, que como  todos sabemos, es el verdadero núcleo de todo el arte. Si nos pudiéramos asegurar que no escribe poesía ni para la mujer que le acaricia las tetas,  es un diller que nada más nos da 20% o 30% del porcentaje total de lo que sí te intoxica sabroso: el sagrado pedazo de arrachera literaria que debe de consumirse con cero mostaza (la pura comunicación de muchos “escritores” que sólo aburren) pero con un buen Casillero del Diablo al lado para saber o encontrarse  uno en la pregunta: ¿me gustó más el libro o el vino?   Lo demás depende qué tan alto te eleves o qué tan alto te eleve el diller; en éste caso, por ejemplo, debes imaginar dos salones de sexto de primaria con  decenas de niños peleles gritando y pataleando, burlándose día con día del maestro que sueña presentar su novela maldita en Bellas Artes y niñas que juegan  a ser lolitas y te preguntan: “¿oiga profe, usted tiene novia?” y que a esa  bola de mocosos  que son un farragoso  fastidio, los quieres llevar por la buena senda del estudio  para que ¡pues claro, por el coño de Afrodita! Por lo menos nunca le hagan caso a un diller de los de a grapas y rayas de cocaína y mariguanita y le hagan caso a los dillers de a de veras como el enorme diller Ernesto Sábato (Sobre héroes y tumbas es una obra con 100% material argentino de alta calidad, tanto que  se debería de prohibir a los menores de edad, si no lo has leído ya te chingué);  y mientras tanto la novela maldita se imprimía en una imprenta clandestina de La Capirucha  en los momentos y horas extra de los dueños, tal fue la consigna que les impuso mi padre y el equipo de edición.

            En agosto de 2008 me llegó a la casa del barrio de los ricachos el primer ejemplar de la novela. En la portada noté que aparecía una señal urgente: “CUIDADO CON EL TREN”. “Qué chistoso —pensé—,  en la novela se habla de muchos de mis vagabundeos alusivos a la portada”. Lo arrullé en los brazos de felicidad y lo llevé a acostar a su cuna, creo que de ver a su papá hasta se alegró y me pidió que lo arrullara (es decir  que lo releyera), pero como no soy un padre consentidor  lo puse al lado de un libro de  Carlos Fuentes y otro de Georges Bataille y le dije: “así es la vida hijito, a ver si ellos te quieren en la familia”. Y el niño sintió que se le imponía Gringo viejo y El Verdadero Barba Azul pero logró dormir y reposar hasta roncando en su primera noche en Hot Waters. (Yo recordaba la noche en que fue fecundado y los días en que fue planeada su llegada a la repútica de las letras mexicanas). El tiraje fueron 500 ejemplares en total, después sólo me llegaron ciento cincuenta. Pero como ya dije varias veces el hijo tenía mucho de maldito, ya se quería ir pronto de  casa a probar suerte en el mundo. Y esto se puede decir en los dos sentidos: a mi hijo le urgía que lo leyeran y le urgía que lo leyeran lejos, no sólo donde fue escrito y concebido (el Distrito) sino en otras latitudes.

Ahí fue cuando salió la brillante oportunidad: un amigo en Zacatecas, editor  y creador de la magnífica revista Dos Filos, José de Jesús Sampedro, conocido en todo México como un poeta experto  de  la contracultura, amigo con el cual ya había establecido contacto desde que estaba en Hot Waters  y  que de hecho  ya colaboraba desde antes en la revista, me comentó por teléfono que si tenía una segunda novela, había la posibilidad de presentarla en La Semana Cultural de Zacatecas y que me reservaría un lugar y un foro durante esos días. ¡Estupendo! Cosa que le comenté a Ángel Mota y le pedí que fuéramos en su nave, un Pointer rojo casi nuevo.

            —Simón —dijo animándose —¿Cuándo es?

            Gracias a Sampedro, me puse en contacto con los organizadores de la Semana Cultural y me dieron foro: se confirmó mi presencia en el Foyer del clásico e histórico Teatro Fernando Calderón de Zacatecas en un día entre el 4 y el 18 de abril de 2009. El día preciso ya no lo recuerdo, ni importa, pero recuerdo que fue entre semana; Ángel Mota pidió ese día en la Universidad, llegó en su Pointer a mi casa como a las 10:30 de la mañana, saludó a mi madre y me dijo que afuera me esperaba. Pensé llevar cincuenta ejemplares para la presentación pero con unos cuarenta me pareció suficiente, cada ejemplar costaba cien  pesos. Me despidió mi madre y cuando nos subimos al Pointer, mi madre nos dijo: “Me saludan a Sampedro.” Ángel se echó a reír y dijo:

            —Je, parece que nos fuéramos a morir.

             Tomamos carretera y durante largo rato estuvimos escuchando el blues de Real de Catorce, mandé mensajitos por celular a dos amigas de México para que supieran que el trabajo de mi vida por fin se iba a dar a conocer. “¡Mucha suerte Mateo, besos!” Me respondieron. También Ángel y yo platicamos de nuestros futuros planes literarios. “¿Quieres que yo ponga un blog-spot?” Me dijo. “¿Para qué quiero yo un blof-spot? Mejor véndeme tu edición de Aguilar de Las Mil y Una Noches.” Así era Ángel, él preferiría mucho más meterse a estudiar y enfrentarse a los grandes autores que leer novelas de moda o libros recientes. Y cuando digo “grandes autores” los pequeños autores que leía ese cabrón  eran Schopenhauer o Vargas Llosa. Ciertamente el camino entre Aguascalientes y Zacatecas es corto, pero más corto con los atajos de Ángel, y decidió dejar el Pointer en las afueras del centro y me dijo: “Ándele pues señor, a cargar su obra maestra”. Y se reía.

            Y ahí me tienen cargando cual Pípila posmoderno los cuarenta ejemplares empaquetados calle arriba, estaban casi tan pesados como un saco de cemento. Es cierto que escribir con potencia cansa más que levantar una barda de ladrillos, pero yo estaba hasta la madre y sudando como albañil al final de la jornada. La gente pasaba de un lado para otro y se me quedaban viendo, Ángel cargaba solamente las hojitas que iba a leer en la presentación y nuestras fichas bibliográficas para el moderador de la mesa, que era de Zacatecas.

            Cuando vi la enorme arquitectura barroca del Teatro Calderón, pensé que definitivamente valió la pena matarse un poco cargando al niño. Ya nos esperaban arriba en el Foyer en el segundo piso, que estaba lleno con cerca de setenta sillas, el público, los reporteros, Sampedro y el círculo literario zacatecano. Nos sentamos en la mesa ante los micrófonos y después de que el moderador dijera unas palabras preliminares, Ángel dio de sí sobre mi obra con sus cuartillas. Ni siquiera pensé que le hubiera gustado tanto el texto. Le di la mano en público por su generosidad. Yo estaba feliz de estar ahí, triunfando con la novela que supuestamente su destino final era el anonimato y francamente no sabía qué hacer, “como todos los poetas salvados” (Efraín Huerta dixit). Las hermosas reporteras de los periódicos de Zacatecas se me quedaban viendo y yo veía mucha emoción en sus ojos. Algo así como: “sabemos cuánto has tenido que luchar para estar aquí nene, eres lo máximo”. Y sentía que  todas las demás  también me lo decían. Después hablé yo, le saqué unas cuantas risas al público —como debe ser— y después de los aplausos la gente  comenzó a comprar el libro. Una persona por parte de los organizadores me entregó un reconocimiento firmado por la gobernadora del estado Amalia García, me pagaron 3,000.00 pesos en cheque por la participación y ¡zas! Que dice el encargado del evento: “Ahora a nuestro invitado a La Semana Cultural Mateo Gargallo  Castellanos, por parte del Gobierno y el Pueblo de Zacatecas le otorgamos merecidamente EL ROSETÓN DE PLATA por su brillante trayectoria artística”.

            Largo duró el aplauso, me sentía tan feliz que me empecé a sentir excitado sexualmente, empecé a sudar y, como cualquiera le hubiera pasado en ese momento, comencé a soñar que todas las mujeres presentes estaban muy deseosas conmigo y el broche del pantalón  empezó a castigar al otro protagonista. El Rosetón de Plata era un cuadro de madera vertical como para adornar un escritorio, con letras grabadas y un sol de plata brillante.

            La gente siguió comprando el libro, otros comentaban, comían la botana y el vino de honor; Ángel platicaba con Sampedro y mucha gente me pidió autógrafos, me tomaron varias fotografías y, mientras tanto, el broche me castigaba la  erección del pene. Tenía en la mano una copa y me empecé a marear con el vino blanco, me tomé cinco copas pero quería todavía más.  Luego se me acercaron dos reporteras de buen ver,  una de radio y otra de La Jornada Zacatecas, con la excitación del momento escuché que  me decían  con susurros coquetos: “¿Oyes Mateo? ¿No quieres que te masturbemos el pene con la boca?  Somos buenas para eso que  te gusta, no te hagas...”

            —Soy Camila de La Jornada Zacatecas Mateo  ¿Me puedes decir cuál es el lugar de la escritura autobiográfica en estos tiempos?

            Y la otra: “Mateo, dime unas palabras para Radio Universidad, por ejemplo, ¿tu novela es un ejercicio auto terapéutico para exorcizar tus demonios del pasado?”

            —¿Eh? (“¿De qué me hablarán éstas bellezas?” Me decía una voz adentro de la cabeza) ¡Ha! Claro… —y entonces ahí ya pude decir las sagradas palabras—: “Hace trece años, con mi propia lectura de las obras de Henry Miller y con Gargantúa y Pantagruel  de Francois Rabelais,  aprendí que la escritura es muchas cosas, pero que también puede llegar a ser  un juego a muerte contra…” Y quizá, mientras tanto, Tom Waits, el divino hipócrita, el santo patrono de todos los perdedores, el de la voz tamizada por toneles de alcoholes, más mexicano que norteamericano, quizá maldecía y cerraba los ojos ante Los Angeles Times.

 

 

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