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martes, 25 de julio de 2023

POR MARCOS GARCÍA CABALLERO, (OTRO CUENTO DEL ROSETÓN DE PLATA) YA HICE PÚBLICOS CUATRO CON ÉSTE

 

Las Palmas Para Adolfo Bioy Casares

 

En una escuela por definición “rara” como La Escuela de Escritores de la SOGEM puede pasar cualquier cosa en una clase, aunque nunca creí que fuera para tanto. Aclaro que no es mi objetivo denostar mi escuela que quiero y que quise tanto y sobre todo a sus maestros inolvidables, pero eso de abrir una Escuela para formar Escritores, así, con mayúsculas, se antoja una empresa que para emprenderla se necesita tomar aliento una vez, y luego otra y mil veces más, hasta que algún día, resulte que un alumno, después de todo, ya es “Escritor”, con las mayúsculas que ostentan: Egresado de La Escuela de Escritores de la SOGEM. Pero que de las comillas dudosas  nunca se salvará. Desde los tiempos más legendarios, creo,  ha sido difícil decirse uno escritor y creérselo a pie juntillas “y el verdadero milagro es que otros crean que uno es escritor”, como decía Henry Miller en Trópico de Capricornio. Seguramente a José María Fernández Unsaín se le ocurrió que era una idea excelente, y de hecho lo es, las escuelas de escritores van a la alza en el Distrito Federal; todo mundo quiere vivir del cuento y lo sorprendente es que la narración sigue contando, pero también habría que aceptar que la literatura se está suicidando por sobre abundancia en todo el mundo  y por eso el cuento del dinosaurio de Augusto Monterroso  sigue siendo terriblemente aleccionador. Practicar lo micro-enorme sustancial es preferible a ponerse a imitar a Marcel Proust, qué duda cabe.

            En realidad la vida es corta y la lectura es larga, así que si tuviera que resumir esos tres años que cursé estudios en la SOGEM, diría: “todo fue solamente vivenciar y conocer palabras preliminares sobre La Creación Literaria, nada más.”       

En los pasillos, en las escaleras, la cafetería o los sillones morados colocados fuera de las aulas para, entre otras cosas, poder llevar a cabo sesudas y deliberadas reflexiones  sobre cuál es la función y/o el papel social del creador literario, se hablaba de García Márquez o José Saramago  como si fueran colegas de banca de los estudiantes más juniors; aunque también había los traviesos que nunca entraban a clase y fumaban mariguana en sus reuniones o afuera de la escuela. En ese sentido, la SOGEM no se escapaba de parecerse a cualquier plantel de preparatoria abierta. Aunque claro que hubo grandes momentos y mi disco duro recuerda muchos de ellos llenos de efusividad, discusión, polémica o comicidad, como lo fue el día que todo un Eugenio Aguirre nos hizo aplaudir un minuto entero por la lamentable  noticia de la muerte de Adolfo Bioy Casares, el otro de los cuatro grandes escritores argentinos (los otros dos que coloco son Ernesto Sábato y Julio Cortázar) que fue colega de Borges y que en Ficciones, una de las obras maestras de ese tigre ciego de Buenos Aires, aparece como personaje.

            La clase había empezado con una parodia   a todas las profesiones, de paso y para amenizar esa que sería la última clase de la noche. Eugenio le pidió a una alumna que se parara y lo tomara de la mano, él empezó a moverse con demasiada cautela, casi cojeando y dijo: “¿Ya ven? Así caminan  los abogados”. El salón entero se carcajeó y después  algún zoquete  preguntó: “¿Y cómo caminan los escritores?” Silencio. Nadie se atrevía a decirle nada al taradito  preguntón. Hasta que Aguirre dijo: “Esos no tienen una única forma, algunos ya ni caminan.” Pero el momento del chiste ya había pasado.

            Debo de aclarar mediante una digresión que por ese entonces había vuelto con mi ex novia, la que casi se mata junto al Negro debajo de  un puente durante La Feria Nacional de San Marcos y como parte del noviazgo, algunas ocasiones iba yo a verla a los salones de Psicología de la UAM Xochimilco y me aburría a mares escuchando las “basuras psicoanalíticas” de Lacan o Freud, como yo les decía: Yo estaba en lo mío y por tanto, perder una noche de clase en La SOGEM a cambio de una noche en la UAM sólo se puede interpretar como un síntoma más del enamoramiento. Todo esto debió haber pasado cerca y antes del 9 de marzo de 1999, ya que Bioy Casares había muerto el día anterior.

            Eugenio Aguirre siguió con su clase y yo estaba sentado en una banca sin nadie junto a mí, así pasé casi toda la clase;  movía la pluma entre los dedos analizando y pensando las palabras de Eugenio. Hasta que entre un giro de la pluma entre el dedo meñique y el pulgar se me cayó la pluma, nada grave, ciertamente, pero me asusté levemente al reconocer quién me estaba ayudando a recogerla: era Yesica, mi novia, que se había escapado de la UAM y venía a verme. En ese gesto y hasta en su delicadeza de querer ayudarme con la pluma comprendí varias cosas de ella. Primero: era una traviesa sin remedio, ya que si estaba ahí era porque seguramente quería que a los pocos minutos de acabada la clase, quería irse a El Hijo del Cuervo a tomarse unas cervezas conmigo y segundo: el gesto de ayudarme a levantar la pluma significaba más. Significaba  algo amoroso. Algo como: “¿Quieres ser escritor en la vida? Yo puedo ayudarte.” De cualquier manera no me gustaba ya mucho que ella o yo perdiéramos clases, por lo que le susurré: “Hola, siéntate, sh...” Y así lo hizo. Eugenio notó la distracción y dijo: “Bueno, si ustedes dos tienen mucho de qué hablar para eso están los sillones de afuera.” A lo que yo, casi tragando saliva de vergüenza le respondí: “No, no, no, para nada maestro, sí lo escuchamos”.

            Eugenio continuó con la clase, y casi al diez para las nueve de la noche y para concluir, nos dijo: “¿Todos saben lo de Bioy Casares verdad, lo que pasó ayer?” El salón a coro respondió: “Sí” “Entonces párense y un minuto de aplausos por él”. Todo el salón se levantó de los asientos y comenzamos a aplaudir. “Todo un minuto” decía Eugenio. Y aplaudíamos y aplaudíamos con vehemencia, sintiendo la gran  importancia del Premio Cervantes 1990. Y Yesica también se paró y aplaudía, era la única que le parecía de lo más chistoso y me preguntaba el porqué de los aplausos y yo no podía decirle nada porque no quería otra reprimenda del maestro. Recuerdo su risa (ciertamente estaba enamorado pero no tanto para no decirle que se callara), yo creo le ha de haber parecido algo muy chusco y divertido y yo no podía callarla.  Terminó el minuto. Ya era hora de irse y los compañeros empezaron a salir, pero Yesica, con lo traviesa que era, se acerca al maestro y le dice para mi amargura: “¿Quién es Adolfo Bioy Casares? ¡Dígame antes de que se vaya del salón, quiero felicitarlo! ¡Seguramente escribió un cuento buenísimo!”

            Eugenio sonrió, bajó la cabeza y le dijo: —Perdóname, yo ya no traigo el cuento en fotocopia, Adolfo Bioy Casares fue el primero que salió del salón.

            Ya entrados en materia le dije a Yesica: —No te preocupes corazón,  no te hubiera gustado tanto.

            Y Eugenio me dijo con ironía en la mirada: —No creas Mateo, ese cuento de éste alumno Bioy tiene futuro, yo le puse diez.

            Y Yesica que no entendía nada me dijo: —¿Me vas a presentar a Adolfo Bioy  sí o no?

            El inolvidable Eugenio se rió sin querer, ya no había nadie en el salón.

            Contesté: —Tienes que hacer méritos Yesica, además me estoy poniendo celoso, ¿qué tal que te enamoras de Bioy y a mí me mandas al cuerno?

            Y Eugenio me cambió la moneda: —Tu novia se va a ir con Bioy Mateo, hasta tu esposa se va a ir con Bioy…

            Y yo: sí Eugenio, y que me lo recuerdes…

            Y Yesica ya cuando salimos del salón rumbo al hijo del Cuervo iba con los brazos cruzados por la calle preocupada por lo antes ocurrido: —Me debes una explicación Mateo…

            Le dije: —Eso que dijo mi maestro quizás no pasa. En realidad a lo mejor tú no te vas con Bioy, a lo mejor te vas con Freud o Lacan.

            Y ella: —¡Aaah! ¡¿O sea que ya no quieres que venga a visitarte?!

 

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