Cuando
terminé la lectura de los textos breves “La soledad solidaria del poeta” y “Angustia y secreto” incluidos en el libro “La tarea del héroe” de Fernando Savater,
los percibí como si fueran susurros o
pequeños encantamientos dirigidos hacia los jóvenes escritores que quieren usar
el verbo y el verso como recurso propio (claro, para enloquecer, propiamente
hablando) y entonces me asaltaron muchas dudas: La Filosofía… con aparente
rivalidad con la Poesía... ¿entonces qué fue primero: el huevo o la gallina?
Respuesta: la verdad es que fue una gallina, pero una menos evolucionada, menos
adaptada, nunca el ideal de gallina porque ¿acaso el producto (el huevo) salió
al mundo de nada o fue parido por la nada? Todavía peor, en materia filosófica
¿es “la nada” o se dice a secas
“nada”? ¿Será que la gallina ya está vieja y que cada pisada le cuesta un
huevo? Éstas y otras incertidumbres metafóricas inventadas en la aurora de
Grecia, o quizá simplemente porque Savater nos tiene acostumbrados a sus
escritos filosóficos principalmente, me hicieron pensar que quizá
sea cierto que en ésta vida terrenal, la filosofía encuentra y cuestiona con
más verdad la realidad de la existencia humana que la poesía. Pero por sí sola,
ésta afirmación me parece sólo aparente y no tan precisamente formulada desde
el punto de vista evolutivo, dicho sea de paso para seguir reflexionando a
partir de esos breves pero muy lúcidos textos.
La
verdad es que todos los grandes filósofos que han indagado o cuestionado el
fenómeno poético, desde los filósofos clásicos como Platón (el eterno enojo de
Platón contra los poetas es sólo contra algunos
poetas, los falseadores, como queda indicado con muy buen énfasis en una parte
del Fedro
que no se nota tanto en la edición de Porrúa como en la de Herder: el político-policía Platón, no siendo
ningún necio, sabía que lo que hacía
Homero era peligroso para la armonía psíquica de la polis, vamos, tenía
conciencia de que la poesía era un peligro porque habla de esa furia y ese
instinto diabólico que llamamos deseo)
pasando por Nietzsche en el siglo XIX y hasta Heidegger en el siglo XX,
han terminado quitándose el sombrero
ante los grandes poetas, los han alabado en su propio terreno, pero dicha
reverencia no significa que la culminación de la filosofía sea la poesía ni
viceversa. Para saber algo más de este embrollo o mutua digresión aparentemente
amistosa entre pensadores y poetas, tendríamos que recorrer un poco lo que
comparten ambos caminos, aún por ultrajante que le parezca a algunos
cuantos y esto es gracias a que los más
grandes temas del hombre son tocados —y además del modo más serio posible— por la prosa filosófica y la significación
más acertada de esos temas es a la vez
tocada por el verso poético (mención
aparte merece la novela o el teatro, pero donde no hay duda es que en la Historia de la tribu humana
fue primero la palabra sagrada, la palabra que decía o reformulaba algo más que
una simple orden o grito y contenía un elemento tipo primitivamente poético,
digamos chamánico o palabra de mago, algo más propiamente significativo como un
conjuro, que las narraciones y los recursos teatrales).
Ahí donde el filósofo actual discute sobre la
ética, el poeta hace crítica del tiempo y de la actualidad, lo cual significa
asumir un tipo especial de moral —o ética, como se quiera, disciplina que
Nietzsche, por cierto, consideraba el pilar de toda la filosofía—; una poética
que a nadie juzga, a nadie reduce, pero que a todos llama y los interpela
precisamente en el secreto de la lectura solitaria al cobijo del silencio, uno por
uno, considerándolos irrepetibles y únicos: es decir, rescatándolos, sacándolos
de la infelicidad de la disipación televisiva. “La verdadera solidaridad sólo
es posible entre solitarios” —José Bergamín dixit. El poeta, si es realmente
tal, inventa a sus semejantes en la lectura gracias a la llamada polisemia; la
multitud de significados de temas y lecturas de la poesía que pueden arribar en
cualquiera que considere con perspicacia y con atención, que el lenguaje que
usamos para adentro y para afuera de nosotros mismos, es realmente un hecho
estético ajeno a la realidad de todos los días, ajeno a la “pura sencillez y
crueldad del mundo”. Esto lo saben muy
bien los lingüistas: toda lengua es convencional y el espíritu sopla donde
quiere, pero tal convención de lenguas
parte también de que entre todos nos entendemos por, las asumimos y nos gustan
las metáforas, las relaciones entre significados con los cuales convivimos día
con día en nuestros trayectos y nuestro ocio, desde los más peregrinos chistes arcaicos o albures de doble sentido
que denotan ambigüedad sin atreverse a
decir las cosas y las actitudes por su nombre,
hasta los más complejos fraseos de las citas citables. V. gr. ¿Qué es un
faro?: “rubio pastor de barcas pescadoras” (José Gorostiza). V. gr. “Aquél tiene cáncer mamario”.
Respuesta: “Pero en la boca”. ¿Y qué decir de
Hace no tanto en entrevista (Versos Comunicantes II, ediciones Alforja 2005), José Vicente Anaya
declaró que la palabra, como elemento taumatúrgico, no está simplemente
aguardándonos en el libro de equis autor o poeta, sino en el énfasis de la
conversación y hasta en el propio sonido de lo que decimos, postura mística que
él denomina para su poesía como: “Mística encubierta”. La cita entera dice:
“Pienso que la palabra no es sólo el sonido que expresamos, el
signo que escribimos o el concepto que determinamos con tales recursos, sino
algo más, la consecuencia de un fenómeno aún más profundo. Creo en la
comunicación no verbal. Lo experimenté cuando viví en la sierra Tarahumara (más
correcto sería decir sierra Rarámuri) y conviví con un chamán de un nivel muy
alto, cuyo grado de sabiduría recibe el nombre de Sipiáame. Yo aprendí muy poco de su idioma y él hablaba poco
español. No obstante, tuvimos largas conversaciones que se desprendían no sólo
de lo que nos expresábamos con palabras, sino de lo que pensábamos y sentíamos
[…] Pero debo aclarar que la palabra para la poesía es instrumento y es
materia.”
O sea que el poeta, además de componer también narra y platica
en el aire, como dice el dicho, pero como desde hace rato ese aire está
podrido, al convertirlo en arte el Poeta se llena de complejidad, el Poeta es
el gran enfermo: deja fermentar las palabras antipoéticas y las convierte en
palabras domingueramente enciclopédicas par
excellence. Lo cierto es que la poesía, núcleo del arte, no se revoluciona
a pasos agigantados, pero el arte cambia vidas, modifica e inspira nuevas
actitudes y conductas. Los Poetas, es sabido, escriben sobre lo que no saben y
la verdad es que nunca renuncian a ese no-saber para entender al mundo, ese
no-saber es su enfermedad y si son grandes poetas, será su única victoria,
(además de la vanidad y la fama, que nunca son del todo una victoria) ya que en
Poesía, la victoria verdadera es continuar
intentando, no abandonar la lucha contra la resistencia que opone la
palabra exacta y en sus términos estéticos. Es continuar exigiendo que nos
toque musa. En cambio, la indagación filosófica busca la sencillez de la
existencia o la sabiduría, sí y sólo si después
de atravesar la complejidad del pensamiento y, sobre todo, para poner ese
conocimiento al servicio del silencio. Al servicio del silencio cuando uno está
solo claro, porque como dijo Karl R. Popper en la introducción a La Lógica de La Investigación Científica, solamente debe ser Dios el que
continuamente se hable así mismo y los filósofos deben entrar en diálogo y no
monologar sin santos ni diablos y dejar de creer que son divinos.
La
filosofía y la poesía parten del hecho obvio: ambas están fincadas en las
palabras, la filosofía las vuelve un pedernal de idea pura; (“más fácil es
romperse una pierna que una idea” dijo Nietzsche) el poeta pareciera
trascenderlas creando sus propios mundos verbales, pero ninguno de los dos
puede abandonar el lenguaje en los dos sentidos: en la obra que es su producto
final y en el de la polémica, pero más en el sentido de compartir las propias
ideas que en el de sobajar o apabullar al que tenemos enfrente con
deslumbrantes teorías sacadas de la manga o “de juntar el marxismo con la
mariguana”, (el pecado cardinal del
filósofo). Es decir que toda gran teoría filosófica se puede resumir al habla
normal en 2 o 3 cuartillas. Y algo parecido en palabras. Esta responsabilidad
la encarna más el maestro que el alumno y era comprendida y asumida con
verdadero coraje por Sócrates, el primer sabio de la historia, porque la
sabiduría pertenece más al sentido
espiritual que al intelectual;
pero sobre la enseñanza y la práctica de la filosofía, ninguna
advertencia mejor que la de Kierkegaard ya que muchas veces en el aula
académica la Razón hablando y dialogando es lo menos luminoso:
“Lo que dicen los filósofos sobre la realidad
es a menudo tan decepcionante como un cartel colocado en un escaparate de una
tienda en la que se lee: “Aquí se plancha ropa.” Si llevas tu ropa a planchar,
te llevarás un chasco, porque el cartel está a la venta.”(1)
En
estos comienzos del siglo XXI, cuando la pregunta por la misma identidad humana
resulta de suma urgencia entre intelectuales, estudiantes, trabajadores,
etcétera, el diálogo entre filosofía y poesía no puede reducirse a un análisis
de la poética de tal autor o tal corriente literaria; sin duda, en estos
inicios del siglo XXI, el conocimiento de la identidad humana necesariamente
pasa —se escanea— por una o unas lecturas ontológicas y epistemológicas y
se percibe por una voz o voces
poéticas, en modo shuffle y con micrófono en alto.
Pareciera que el poeta quiere producir
humanidad en su público… ¡Producir humanidad! ¿No significa ello mismo producir
en un mismo escucha o lector una multitud de polisemias? Es decir: palabras que
otorgarán uno o muchos sentidos vitales (aunque por otros medios ajenos a la
Razón Mayúscula) a la vorágine diaria que significa la convivencia en las
sociedades modernas y sobre todo, de manera crítica, literalmente
significativa. El poeta inicia su
recorrido (lo que será la elaboración de su propia Poética) como materia prima lo real, pero lo real dado y no merecido: de ahí
que el primer acercamiento del poeta sea Natura interna-externa tomada como
nostalgia del paraíso y, paradójicamente, de quien mejor aprende el poeta sus
lecciones —cómo no— es del Diablo, de los diablos, del abismo, del hueco que ha
dejado en
Mientras
tanto, el filósofo lo que quiere con denuedo, lo que ansía y lo que lo devora
es el estatuto del merecimiento,
merecimiento de haber llegado ahí, al hallazgo donde ya sabía que podría
llegar. Al enfrentarse a la razón y tomar al toro por los cuernos está ciego,
solo frente a la inmensidad diciéndose:
“Yo pienso”, actitud de Descartes citada por Milan Kundera y que Hegel llamó, con razón, heroica. Al
poner en tela de juicio al conocimiento tentativamente “coloquial” o
“desacralizado” es decir, principalmente al conocimiento freudiano, socrático y
shakesperiano que está en la calle —o en el cine, que es lo mismo— en estos
tiempos, el filósofo sabe que sólo ganará lo que logre por su propio empeño,
incluso luchando contra su propio bagaje cultural o reexaminarlo todo. Al crear verdad entre más y más
se aleja de la misma realidad para verla desde arriba, el filósofo queda solo
igual que el poeta: pensar es alejarse, hacerse un poco monstruoso, perder
referentes y perder creencias, suelo qué pisar, caer en el desasosiego gracias
al afán de querer saberlo todo, y ese precio, efectivamente, es la perdición del filósofo auténtico.
Filosofía=hambre=angustia. Poesía=enfermedad=nostalgia. Pero ojo: sería un error creer que el desasosiego filosófico en busca de la sabiduría se
lleva a la poesía como compañera de viaje. Allá en esa región donde ya no
alcanza la mente del filósofo se diría: es la irracionalidad futura, no
precisamente el quehacer poético del presente. O en ésta era posmoderna
diríamos: si dada una visión cualquiera, que fue entender la razón a partir de
la sinrazón o viceversa, definitivamente llegan a la misma y última frontera
(aunque en sus propios terrenos) el filósofo y el poeta, parafraseando la
fórmula de Eckhart. Ahí donde el filósofo especula y se abre paso entre la
opinión de su tiempo y de las nociones de la época, para indagar, por ejemplo,
sobre la ontología, el poeta ya ha llegado primero y como prueba irrefutable
tenemos la poesía épica con uno de sus mejores representantes: el gran poeta
Homero en La Odisea. Los Poetas cuentan historias de hombres que actúan,
y que actúan una cantidad de cosas como Aquiles. Homero no se preguntaba por
los modos y las abstracciones del Ser, simplemente fundó lo que llamamos
Cultura Occidental. En otras palabras la representó.
Todo inicio académico en la filosofía es con La Odisea. Y por otro lado, todo poeta tiene su filósofo de
cabecera, pero traducir en versos lo escrito por un filósofo es falsear la
magia que la poesía necesita como poder de convocatoria, si no, piénsese en
cantar entre relámpagos y océanos “el ser no es lo que es y es lo que no es…”
o: “la concomitante presencia de lo Otro bajo la espuma del mar”. El
pensamiento y el canto no están peleados per
se, como tampoco los filósofos serios creen en el ritmo del pensamiento,
que no del discurso, porque hablan y hablan, que da gusto. En sus orígenes,
poesía y filosofía eran indisolubles y escarbaban en lo mismo, por ejemplo a
este respecto, me parece significativo que para Hesíodo, el gran poeta griego
autor de
Como
es sabido, a partir del Tractatus de
Wittgenstein, la filosofía analítica ha seguido dos posturas: una apoyada
totalmente en Wittgenstein y otra con la lectura de ésta obra y una parte de la
lógica de Bertrand Russell; el Tractatus,
curiosamente está escrito en fechas
parecidas al Altazor de Huidobro en
donde también hay una clara ruptura con el habla y el lenguaje que después
intentó reconstruir Julio Cortázar en 1963 en su novela Rayuela, en ese famoso capítulo 68: pedazos de palabras junto con
otros pedazos de palabras hacían el verdadero significado o, por lo menos, a
ningún lector ni académico le pasaba inadvertido.
El
misterio del nacimiento del lenguaje no se refiere a lo que el ser es en tanto
ser, cosa sumamente abstracta y en la que no profundizaré, pero sospecho que se
parece más a una enunciación poética (es decir, metafórica), sea del tipo que
en su día haya sido. En verdad, el investigar los orígenes del lenguaje
significa una horrorosa complejidad. La permanente situación de crisis en las
Humanidades no puede deberse a otra cosa que no sea la crisis en la que vive la
filosofía, en tanto que es un discurso con visión responsable sobre la
totalidad de la realidad y por otro lado, las reiteraciones y el estancamiento
en que se encuentra la poesía. Quizá
Ella
misma definió a la realidad simplemente como “lo que me circunda y me resiste”.
Octavio Paz escribió: “El espíritu es una invención del cuerpo/ el cuerpo una
invención del mundo/ el mundo una invención del espíritu”. Más allá de nuestros
gustos o disgustos con Paz y Zambrano, ahí está el conocimiento y el legado
poético de la humanidad y también el
legado filosófico, y la tragedia es que no
llega del todo y no llegará nunca
hacia el todo o a todos: el pensamiento para funcionar se proyecta al todo,
pero el todo es ilusión.
Actualmente,
en las universidades la creación poética se mira con recelo y para esto hay una
razón, te dicen: “¿Para qué escribes poesía? Mejor forma tu grupo de rock”.
Todos los ninguneadores de la poesía sospechan que la poesía puede ser todo lo
que ellos quieran, menos algo muy manejable: al poeta se le puede alejar, se le
puede vilipendiar, pero no manipular, es de los que saben… por principio el
profesor universitario moderno, igual que el segundo filósofo realmente grande
(Platón), adivina una semejanza entre absoluto=lenguaje=poesía, lo cual es
parcialmente verdad, solo porque parcialmente hay verdaderos poetas. El
profesor universitario no quiere ver alumnos poetas porque desde hace mucho
tiempo se cree que los poetas somos el binomio dorado del siglo XIX: poetas=bohemios,
o lo que es lo mismo: flojos y alcohólicos. Al profesor universitario se le
abre de pronto el discurso poético y evidentemente esto causa terror, (¿acaso
no sabíamos desde el principio del riesgo de ser poetas?) realmente como dijo
Zambrano, la poesía es el infierno, el terreno de lo ilimitado, donde todo
puede ser contrario a lo que se dijo en un primer disparo o todavía mejor: que
el disparo dé donde debe dar: el corazón humano, ahí donde el ser humano se
reconoce como algo más que herramienta, un servir para algo o alguien, ahí
donde el ser humano sabe que no se agota
en categorías políticas, jurídicas o simplemente de un horario de trabajo, y
esto no es que signifique tener mucha alma o ser sensiblero, sino simplemente
tener capacidad de asombro ante la obra artística poética. En este asombrarse
del público o del lector, coincidiríamos con Fernando Savater al decir que el
arte, antes que nada, reclama nuestra atención.
Nos saca de la vorágine del mundo para mirarnos un poco de reojo o confrontarnos
a nosotros mismos, de ahí también le vienen a la poesía su rango de logos, su poiesis, (Aristóteles), o en términos freudianos, su eros y
tanatos. El problema no radica en la no tan novísima idea de la desacralización
de la poesía, —tal desacralización vendría desde el momento mismo en que las
mayorías descreyeran de la poesía, lo cual, como es obvio, ha ocurrido siempre— ni en el hecho de que en la
radio se oigan canciones juveniles de lo más triviales asumidas como: “la
poesía para la juventud” (ni siquiera en que los jóvenes más snobs lo crean),
sino en el hecho mismo de que hemos desatendido esa desacralización —a mi
juicio, es un hecho patente desde el
movimiento estudiantil de 1968 por lo
menos en México, inicio de la Postmodernidad mexicana— de la poesía y hemos
seguido escribiéndola sin tomar eso en cuenta, sin tomar en cuenta la
vulgaridad implícita y lo mangoneado de
la línea creativa. Lo sucio que
tiene ya el discurso y lo difamado que está. Si en México hasta los líderes
políticos están difamados, ¿cómo creen que es la situación de nuestra sagrada
Poesía? Quizá sería mejor darnos a entender ante los consumidores de poesía con
la misma poesía de nuestra tradición pero mezclándola y reciclándola al mismo
tiempo con lenguaje elevado, académico, lenguaje de la calle, lenguaje que
involucre la tecnología (¿Quién hoy no escribe sus poemas en una computadora o
los manda por internet ante su editor?), lenguaje corporal, lenguaje erótico,
lenguaje bucólico y “natural”, lenguaje de tepis y lenguaje del inmigrante, del
zapatista, lenguaje del “yo soy fresa”, del “soy chilango” “soy cool o soy
punk”, etcétera y cantarle de esa manera, lo mismo a todo el ancho espectro de
lo poético: digamos, a la fotografía artística de vuelos casi sublimes de la
española Cristina García Rodero o Tina Modotti, que a la cerveza de lata, que por cierto, gracias
al pueblo San Juan Luvina, siempre le
sabe “a meados de burro” a los escritores mexicanos. Ya ni modo… ya lo dije…
pero es la verdad, lástima que su complejidad no tenga un sabor muy filosófico
o poético.
Aquí
otro parecido entre
(1) Esta cita de Kierkegaard fue
hecha por A. C. Danto ¿Qué es filosofía?,
Alianza Editorial, Madrid, 1976, p. 12.
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