En
tiempos relativamente recientes, movido acaso gracias a una pequeña sospecha
que he querido convertir en reflexión, he seguido en diversos libros de
ensayos, artículos de revistas y suplementos culturales, los comentarios en
torno al efectismo en literatura y en general, en las artes. Como en todo, hay
partidarios a favor y en contra del fenómeno (más exacto sería denominarlo
recurso): los que están a favor del efectismo exponen sus razones, que en el
mayor y mejor de los casos podríamos resumir de este modo: la literatura y las
artes no deben darle la espalda a la diversión: el arte visto como
entretenimiento para paladares exigentes y aún para los menos exigentes. Este
es el punto de vista consumista y del mercado del arte, donde arte está en la
misma casilla Mozart o George Steiner que Iron Maiden, Metallica, el canal 5 o
la abuelita de Batman y MTV o Tele Hit. Los que están en contra del efectismo son
elitistas y comparan, es decir, colocan en segundo lugar las obras calificadas
por ellos de efectistas y en un inmaculado y único pedestal las obras que
merecen general aplauso de obras maestras, precisamente por no estar elaboradas
(al menos en sus puntos cumbre) por el puñado de unos cuantos recursos; los
puristas anti-efectismo tienden a ser culteranos, como pretendo demostrar en este
abordaje a la cuestión.
Los que defienden el mercado del
arte, o sea, los a favor del efectismo, se basan en la relatividad del arte, y
de la vida, en general: son aquellos que les gusta que el arte sea muy oneroso,
demasiado oneroso. Todos ellos quisieran ganar por sus contribuciones
artísticas lo que gana el millonario escultor baladí Jeff Koons y que a base de
fuerza, presión y a cierta coerción argumentativa logran dar validez a sus
puntos de vista. v.gr. su mensaje es: “El arte efectista debe de gustar a
fuerza”. Considero que los segundos sostienen lo radicalmente opuesto, son
aquellos a los que el arte y las letras en realidad los inspiran, los que se
nutren y enriquecen con las obras de arte o literarias y ven en ellas un
ejemplo a seguir. Es decir, es un punto de vista con categoría moral, basado en
criterios éticos del arte o, por lo menos, de lo que debería ser el arte; es el
punto de vista de la tradición en el arte. Los primeros son cerebrales,
relativistas y muy competidores; los segundos, se acercan a lo que en la década
de 1960 fue un debate muy importante iniciado por Jean-Paul Sartre: el debate
del intelectual comprometido, activo, y definitivamente con un papel muy claro
que jugar frente a la masa y contra y/o frente al Estado.
A pesar del aparente antagonismo
entre las dos posturas hasta aquí contrastadas (a favor/en contra del efectismo),
me parece que ambas tienen un ancestro común que se halla en la segunda mitad
del siglo XIX —curiosamente la época dorada para los poetas malditos, época en
que la actitud del poeta tanto como
la forma del poema estaban en juego—
que evolucionó con las vanguardias artísticas del siglo XX —entre las que
cuento: futurismo, creacionismo, cubismo, expresionismo, dadaísmo y
surrealismo— que surgieron, entre otras cosas, del afán y necesidad de “un
absoluto moral” —según Tristán Tzara comenta en particular del dadaísmo—, y
obviamente, dichas vanguardias se alimentaron de una protesta al capitalismo
salvaje y burgués y se resolvieron como un saludo al socialismo y al comunismo
soviético; y terminaron decayendo, al igual que éstos, hacia mediados del siglo
XX. Concretamente en 1968, inicio de la Postmodernidad a nivel global con la
caída de la idea de La Revolución Madre abrazadora y La Revolución Padre rígido
y, con ello, otra vez más, el fin del hombre nuevo, la utopía del superhombre,
etcétera. Lipovestsky nos dio para entender eso La era del vacío.
Es curioso el hecho de que la
vanguardia que surgió de la posguerra en los cincuentas, fuera una literatura
que bien estudiada, no se identifica con ninguna de las dos posturas antes
mencionadas: los beatniks
estadounidenses no se proclamaban ni cerebrales-relativistas ni
éticos-del-deber-ser-del-arte: pero eso sí ¡Eran vitales y explosivos!
Permanentemente desafiantes e inconformes ante el panorama mundial tras la
guerra, estaban en contra de la sociedad puritana, de la moral chata
establecida en los Estados Unidos, en contra de la demasiada intelectualización
del alma del hombre por los métodos psicoanalíticos, etcétera. Curiosamente,
entre los partidarios o anti partidarios de efectismo los beats no figuran ni a favor ni en contra… lo cual le da a la beat generation un rango auténticamente
de vanguardia aunque se le haya querido negar por ciertos académicos; puesto
que esto es una de las características de las vanguardias: romper con los
cánones y los modelos tradicionales del quehacer artístico.
Si
me guío por los partidarios del efectismo, tendría que concluir que desde Crimen y castigo, Pedro Páramo hasta la cinta La
guerra de las galaxias, son obras, efectivamente, efectistas. Si me guío
por los que son sus detractores, Libertad
bajo palabra, Trópico de cáncer o
hasta 2001: Odisea del espacio, de
Stanley Kubrick son obras que para nada son efectistas. Para mí las seis obras
son fundamentales. Lo cierto es que el efectismo es espectacular, (aquí está y
hay que aplaudirle) su poder radica en la inmediata seducción soporífera, ante
él, el público o el lector se sienten inmediatamente atrapados, se hace oír a
como dé lugar: en lo más profundo se trata de un grito, un apantallamiento,
pero de ese apantallamiento no surge propiamente un sentimiento de convicción a
su favor, lo que provoca su sacudida puede ser terrible como el caso de Pedro Páramo: te deslizas fuera de la
órbita del pensar y analizar —en el sentido Socrático del término pensar— la
lectura y caes en el inconsciente colectivo, ¡De repente estás en el mundo
fantasmal de la lectura y los muertos están vivos y los vivos muertos! ¿Y qué
te sucede? Te lleva la chingada porque contra el inconsciente colectivo no hay
quien pueda. Incluso los héroes históricos, cuando logran vencer esa fuerza por
breves instantes de gloria y por la cual quedan inscritos en la posteridad, esa
fuerza se les regresa y generalmente tienen muertes sublimes que los escritores
o los dramaturgos llaman obra trágica; no es de mi interés polemizar sobre el
lugar actual de la tragedia (George Steiner y Fernando Savater tienen escritos
fundamentales al respecto), más bien me gustaría dar otro ejemplo de arte
efectista: eres un chavalo y te vas a ver La
Guerra de las Galaxias, esa superproducción Holywoodense: Naves espaciales,
efectos especiales y, digamos, la escena clásica del segundo episodio (El imperio Contraataca): después de una
serie de espadazos estilo samurái entre el protagonista (Luke) y el antagonista
(Darth Vader), el protagonista está a punto de morir y caer al abismo, sólo
puede salvarlo la mano de su enemigo (quien por cierto ya le cortó una mano a
Luke), pero antes le ha confesado que es su padre y lo llama como un padre a un
hijo a unirse al lado oscuro de la fuerza, algo así como la mafia de las
galaxias donde hasta los indígenas del Perú irán a Wal-Mart y gastarán miles de
dólares en su propia pantalla casera y obvio, híper inteligente, con
decodificador en lengua otomí. Y claro, tu como espectador tienes empatía con
el protagonista y al instante de la escena y la frase de Darth Vader, quedas
literalmente apantallado. Eso hace el arte efectista, te deja de a seis: te
congela tus sentimientos de convicción o de adherencia afectuosa ante la obra:
te muestra el rostro de la muerte en otras palabras. Mientras que el arte no
efectista se trata de un silencio a borbotones, una especie de larga meditación.
Siguiendo con los ejemplos que he propuesto, por ejemplo, en Trópico de Cáncer abundan las
descripciones sórdidas y melancólicas de las calles de París, los burdeles, las
fiestas, las prostitutas, el sexo decadente pero supremamente pasional y todo
el periplo de Henry Miller en el París de entreguerras. Henry Miller construye
en esa obra (al igual que en Trópico de
capricornio) un misticismo particular
del sexo, las aventuras y la sordidez, que alguien ya ha llamado posmoderno ¡y
antes de La Segunda Guerra Mundial! Otro ejemplo: 2001: Odisea del espacio de Stanley Kubrick, ¿No es toda la cinta
una especie de compleja meditación sobre la existencia humana? Y del grito a la
meditación transcurre la única etapa de nuestra vida que quisiéramos ver
eternizada: la adolescencia. (No en balde los jóvenes, que sí mueven a la
historia y la mueven mucho, se enojaron con Sartre cuando dio su conferencia en
Praga en 1963 y los jóvenes de toda Europa voltearon los ojos a la beat generation donde lo que había era pura fiesta y rock and roll). En ésta
etapa de nuestra vida, como dijo el poeta Paul Nizan, todo amenaza con
destruirnos: el amor, el trabajo, los adultos, las ideas propias y ajenas,
incluso las de los libros, (v. gr. ¿realmente le hará bien a un joven de 24
años que lee en el metro leer La Condición
humana de André Marlaux?) y por supuesto, toda la mar de tentaciones y
pestes que hay en esta Tierra. Por eso, por haberla superado, la adolescencia
es nuestra más querida cicatriz, la queremos tanto porque fue el momento en que
más nos sentimos intensamente vivos: ésta es la época de las grandes pasiones
amorosas, de las pandillas y amistades míticas, de los grandes viajes y del
aprendizaje de tratar de vencer el miedo a toda costa custodiados con nuestra
auténtica sombra: ¿El padre? ¿La madre? No: la muerte, la que en esos momentos
no sabemos que ya nos pertenece. El efectismo es el grito que descubre (y
muestra) la muerte, el arte no efectista es el que, por medio de la
introspección, la meditación, la conciencia menguada (v.gr. las oraciones
místicas orientales como los conciertos del hindú Hariprasad Chaurasia o el
góspel norteamericano) nos puede llegar a separar del vértigo de esa obligada
amenaza. Coincido con Vargas Llosa: hace siglos Sor Juana o San Juan de la Cruz
llegaban al Nirvana del mismo modo que en la actualidad lo hacen los
jóvenes con el beat de la música electrónica. Arte efectista o arte sin
efecto (recursos técnicos o fórmulas ya gastadas o nuevas) me suena muy
parecido a tratar de entender o “analizar”
la diferencia entre fondo y forma, lo cual es falso por partida doble:
en primer lugar porque, el fondo y la forma se mezclan en el artista y/o el
escritor de manera tal que la forma y el fondo se convierten en lo que
simplemente tiene en la cabeza como su modo de pensar; en segundo lugar, porque
en términos reales el concepto que tenemos del ser humano se ha venido
especulando desde los tiempos de la Grecia clásica y siempre, en permanente
estado crítico: contingente: Se va o no
se va, ¿se irá? ¿Ya se fué? Claro, pero jamás se fue, sólo te despeinó el
viento: han estado aquí esos conceptos desde hace dos mil años de trabajo
intelectual. Es decir: están en la cabeza de todos, sean escritores o artistas
o no lo sean, pervive aunque sea de forma solamente tangencial. Ésta es la
razón de que las escuelas de Filosofía vuelvan, una y otra vez a Platón,
porque, a pesar de todo, Platón sigue siendo significativo…Es lo perenne,
lo que siempre debe de estar ahí: Es Ananké. Ahí donde el necio ve
forma, otro necio dirá fondo. La verdad es que la forma es fondo y viceversa. Todos hemos meditado sobre nuestras
actividades y todos tenemos, aunque sea en dosis graduadas, la experiencia de
la muerte. ¿Cómo podría ser de otro modo? Pero claro, en los terrenos de la
crítica literaria especializada y de arte en general, se tiende a segregar y
vilipendiar por un grupo de especialistas al arte marcadamente efectista. (¿Será
que la novela de Juan Rulfo es la excepción a la regla de cierta crítica porque
dejan de pensar la obra?) Estos
críticos serios o líderes de opinión, no son payasos mastodontes, no: por
ejemplo Jaime Labastida es real y genial, Gabriel Vargas Lozano nos enseña con
generosidad, me refiero a que algunos parecidos a ellos son gente que
simplemente han renunciado a recordar su adolescencia. Se les olvida, por
ejemplo, que los cuentos de Emilio Salgari como Los tigres de la Malasia hace 60 años tenían en los niños el mismo
efecto que actualmente las novelas “superficiales” de Harry Potter y todo ese tipo de literatura que trajo consigo: Me
parece que si los jóvenes entre 15 y 25 años de hoy en día leen este tipo de
libros, eso por sí mismo ya es extraordinario, Jaime: ¡Les regalaron ficción
genealógica! ¡Bien! Ni que el autor de éste libro les exija a los lectores de
éstas líneas que sean expertos en la Escuela de Frankfurt. Me parece que aquí
se debe distinguir la diferencia entre culto y culterano. Según ciertos
críticos, el frío razonar de Hegel o de Karl Jaspers son un florilegio
artístico filosófico, mientras que la filosofía que propone Manu Chao o La
Maldita Vecindad no sirven para nada. Se debe de distinguir entre culto, culterano,
ignorante y gritón de estupideces, el que tiene criterio y buen gusto. Fatal
error creer que el camino hacia la madurez debe empezar por La fenomenología del espíritu en vez de por
Clandestino. Sin ese disco, millones
de jóvenes de todo el mundo no hubiéramos entendido que el hermoso
desgarramiento que provoca el arte debe ser efectista en su primer momento,
para que ya en la madurez, la apreciación artística nos convoque para siempre:
para entender que cuando todo ha fallado, aún queda el arte. Y el verdadero
arte, el arte inconcluso y profundo, es inexplicable; es el arte que
verdaderamente es una salutación amistosa con todas las demás cosas y
creaciones humanas. Para ciertos especialistas, el público es irredimible y
según esa lógica, el PRI el PAN y el PRD gobernarán este país por los siglos de
los siglos, Televisa seguirá programando las películas del clásico cine
mexicano hasta para los hijos de nuestros hijos, el arte radicalmente
contestatario será folklore y en fin, el país no crecerá precisamente por no
escuchar a sus jóvenes más que cuando los jóvenes son los acarreados de las
nuevas esperanzas que sólo le cubren la máscara a la muerte, el cansancio de
las políticas y la lasitud hipócrita; como si pedir trabajo fuera mentarle la
madre al empleador, como si el arte fuera un hobby, como si la oficialidad de la cultura no necesitara a los que
ahora producen cultura, es decir, desde la danza y el performance callejeros
hasta los becarios del FONCA, esto tiene un nombre: diversidad. Como si
Shakespeare hubiera tenido a un público más intelectualizado que Harry Potter. Shakespeare podrá incluso
estar sobrevalorado, pero se las ingenió para dirigirse al gran público con
mensajes profundos en el mejor sentido del término “profundo”, en su época, se
podría decir, fue un autor de “culto” como ahora lo es Stanley Kubrick, Alejandro
Jodorowsky o John Lennon. La crítica seria sobre un autor y su trayectoria debería
aparentar ser literatura barata. (Subrayo
la palabra aparentar en el sentido
que lo es su antónimo: realidad). Es
decir, debería ser graciosa como resulta ser un espejismo: un ejercicio o
visión que se desarme por sus propias reglas, como el ejercicio mismo de la
creación y sobre todo porque ningún arte está pidiendo la autorización ni la
aprobación de nadie. Ya nadie recuerda a los críticos de Stanley Kubrick, ya
nadie recuerda al editor que no quiso publicar Trópico de cáncer, y menos se recuerda a los que denostaron la
grandeza de Shakespeare. Mejores gritos, mejores meditaciones, especulación
explícita, eso debemos esperar. ¿Nada más? Nada menos, pero, como dijo Jim
Morrison: “¡Lo queremos ahora!”
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