El
Perseguidor de Julio Cortázar está narrado en blanco y negro por tres razones: las letras de imprenta son
negras y el papel es blanco, el monitor a
colores todavía no se inventaba en los sesentas del XX y porque propone
principalmente dos posturas o más bien, dos impostaciones que tiene qué asumir el lector o lectora: o
la del personaje Johnny Carter, que es, al mismo tiempo, el músico locochón y bohemio que-se-quedó-en-el-viaje y el
que sensualiza con sus ideas sobre lo que le pasa al tiempo en
el metro de París (hablar del tiempo en abstracto nos vuelve inmediatamente
poetas, si no es que filósofos espontáneos), la historia que Cortázar ofrece.
Las mujeres del relato aparecen como objetos sexuales en la pura memoria de los
otros personajes o encarnando roles polarizadamente femeninos como sirviendo
tasas o sirviendo de ayuda a los otros
personajes para que no echen a perder la historia. Éste personaje-impostación
para el lector (Johnny) in memoriam del gigante del jazz Charlie Parker,
encarna la visión del mundo adolescente en la raíz misma de la palabra: es el
que adolece, el enfermo, su talento para el saxo es la joya que tiene qué pagar
por el hecho de que los que están a su alrededor no le quiten ni un segundo la
mirada y posibilitan, ante ellos y para él, un cierto tipo de sublimación: no
hay problema, hay que perdonarle su locura y sus drogas con tal de que sea
siempre lo que nosotros queremos que sea: un músico drogo pseudo genial,
mientras que Johnny, (justo como manda la justicia poética) obviamente vive en
otro mundo como únicamente se puede vivir en éste: negándolo. Al negar al mundo
y asumir su dudoso talento —Cortázar hace vacilar a Bruno de que sea un
verdadero genio, pero por lo menos siempre el mito de un aspirante a genio debe
ser genial—, éste personaje tiene que vérselas auténticamente con lo que le
pasa a una mente que deja de ser responsable. Todas las circunstancias lo arrastran, todo le pasa encima, sus colegas o
el saxo, o el sexo con su mujer de
planta, todo le vale un comino y se las arregla para que Cortázar, fiel al
talante literario, pueda contar el delirio desde un equilibrio, que es Bruno,
el otro personaje o impostación (para el
lector), significativamente el biógrafo,
el personaje que representa el sentido común, la mente serena y calculadora, la
lucha porque la vida siempre es dura, etc. Toda la historia de El perseguidor es la historia de cómo
Cortázar llega al primer personaje para luego deshacerse de él como sólo le
ocurre a los personajes entrañables, que
son, obviamente los que se mueren. Un ejemplo moderno, (para no citar al
Quijote, que más que moderno es la
modernidad literaria institucional) es el personaje de Diana o la cazadora solitaria,
de Carlos Fuentes (Alfaguara 1994). Diana es la obsesión encarnada de un
arquetipo de personaje femenino para Fuentes, pero Fuentes va más allá que
Cortázar en rango de significación, lo que Fuentes aniquila es toda una época
(los sesentas) con sus propias formas de amar, soñar, hacer política,
literatura, etc. Fuentes fue un lector agudo de las teorías del galo Roland Barthes, que en tono canónico escribe
en El grado cero de la escritura
(traducido al español por siglo veintiuno, 1973):
“Lengua
y estilo son fuerzas ciegas; la
escritura es un acto de solidaridad histórica. Lengua y estilo son objetos; la
escritura es una función: es la relación entre la creación y la sociedad, el
lenguaje literario transformado por su destino social, la forma captada en su
intención humana y unida así a las grandes crisis de la Historia.”
“Solidaridad histórica” de Barthes u
“Horizonte de expectativas” de Karl R. Popper, significa que aunque no lo
quiera, el escritor está comprometido con su tiempo (compromiso con el contexto
literario a esbozar), su sociedad (compromiso con las costumbres, los modos de
ser y de pensar) y su pasado (el origen
del escritor, su memoria y por ende el origen de su talento), las cuales provienen
siempre ¿de? La imaginación. La imaginación es siempre aquí y siempre es ahora.
Fuentes lo resumió así en una
declaración a los periódicos en 1998: “Mantener viva la imaginación es el
compromiso político del escritor.” La explicación debe partir de que Fuentes
llegó pronto a la política y en cambio, Cortázar la descubrió mas tarde. Lo
anterior sin detrimento de su obra monumental sino en detrimento más bien de
“las previsibles payasadas de los cuervos revolucionarios, que tanto se habían
aprovechado de él en los últimos años”. Como puntualiza Vargas Llosa. Creo que
Cortázar miraba la literatura y el mundo más como creador (aunque sus poemas
son bastante ingenuos y mal hechos o mejor diríamos, no era su veta o su forma
de expresión más lograda), que como intelectual y su evolución tardía a la
política explica el Tótem Cortázar de
cincuenta y cuatro años en el mayo francés del 68. Si por su parte la cultura
anglosajona tenía su Tótem John Lennon escandalizando a los padres de familia
con sus declaraciones: “Nosotros somos más famosos que Jesucristo”. (Es decir, The Beatles… y en realidad sería creíble
en un hit parade de esos tiempos) o en
Estados Unidos había
reminiscencias de la cultura beatnik
y los hippies, en Latinoamérica los sueños y la cultura juvenil tenían a
Cortázar o al Che Guevara. Nacido en Bruselas pero de padres argentinos,
Cortázar vivió y asumió más tiempo que muchos otros la postura heroica de lo
que han sido las culturas Latinoamericanas oprimidas por dictaduras y golpeadas
por crisis sociales a todos los niveles. (Hay que recordar su compromiso con
Nicaragua y el libro que dedicó a ese país). Gobiernos sordos, déspotas y
autoritarios generaron novelas y música de impecable factura. Como buen
creador, Cortázar asumió internamente la pugna de los Latinoamericanos por refrendar
su identidad, pero como reto para seguir inventándola. ¿Pero por qué tenían que
inventarla los novelistas o los músicos, si la identidad es lo que se mama en
el seno materno, la casa, el barrio, la escuela y luego el trabajo, en
movimiento perpetuo? Claro, en movimiento perpetuo, pero porque la identidad
humana, como estableció el filósofo italiano Pico della Mirandola,
es una identidad-aún-no-idéntica. De lo que se deduce que nunca será
idéntica, lo cual sería su muerte, una identidad nacional que no avanza está en
peligro de extinción. La pluralidad en etnias o grupos sociales, literaturas o
formas de expresión, trabajo, o cualesquiera formas de participación social son
la base de la prosperidad democrática a la que debe aspirar un gobierno sensato
en líneas de avance, abierto al diálogo con el otro que no piensa igual y,
sobre todo, gobierno que no cierra los ojos ante la realidad política que
diferentes políticas hacen y comparten desde distintas realidades. El pasado
oprimido de Latinoamérica como algo de lo que hablaban Salazar Mallén, Samuel
Ramos y Octavio Paz que quedó inscrito
en eso que es El laberinto de la soledad
que, aunque lo quieran los seguidores de ellos, o más bien, los que creen que
el pensamiento y la literatura mexicanos sólo son de, o por Octavio Paz, no es
una radiografía definitiva: la identidad mexicana necesita ese libro y también
una relectura de toda la obra paceana, pero más urgentemente necesita su
segundo piso, su distribuidor vial en el siglo XXI por el que corran la
pluralidad de identidades mexicanas, desde la perspectiva de la globalización
que impone y cercena y de la que responde de modo creativo. Por ello, mientras
exista la identidad humana habrá escritura, arte y pensamiento, triunvirato que
siempre estará en crisis, justo es decirlo, igual que la identidad humana. Cosa
que saben muy bien los generales (que generalmente suelen ser también
oligofrénicos desde el gen), de la reciente guerra contra Irak; para matar a
los iraquíes también había que matar su
cultura, destruir sus museos y si por ellos fuera, hasta destruirían los dichos
de la cultura popular iraquí. Afortunadamente en algo llegaron tarde: la
epopeya de Gilgamesh, el libro más
antiguo de la Humanidad, circula por todos lados y la opinión internacional,
“la otra potencia” como la definió el New York Times, periódico que debería
promover, para verdaderamente batir a contracorriente, una lectura mundial de
ese monumento literario y que la Humanidad no perdiera por el gen de los que
generalmente son imbéciles. El
perseguidor no es una obra con la conciencia de la “solidaridad histórica”
de la escritura en el sentido de Barthes, pero tal vez sea solo por su formato
y su forma: es una noveleta, no un discurso totalizador y verlo como tal,
resultaría chabacano y artificioso. El mal poeta Cortázar, pero lleno de
energía y de poética, resuelve la convivencia latinoamericana con Rayuela y en el caso de El perseguidor tiene que matar al
personaje creativo de la narración para así, volverlo de cierto modo inmortal.
“Sólo lo romántico merece ser inmortal” parece decir Cortázar, fans de Rimbaud y el Che Guevara. (Que
juntos, son todavía algo así como un Sócrates y un Napoleón para los jóvenes
escritores que descubrieron a uno con Bretón y al otro con las playeras y la
chemanía prefabricada. Nunca con Taibo II. Tal vez los jóvenes escritores
necesiten más a un Carl Marx, a una María Zambrano y a un Ingmar Bergman para
ellos, pero remasterizados y recargados, no sé, pero estoy seguro que lo que no necesitan es una Matrix, ni recargada ni retro futurista…).
Matar al personaje principal
significa para el narrador Cortázar renunciar a una obsesión, una idea o un
conjunto de ideas fijas que, ya resueltas en un personaje, son ideas que han llegado a su fin. Las obsesiones de
los escritores se llaman, en grandes
rasgos, literatura simbólica o
simbolista. En pintura, por fechas parecidas a El perseguidor, estaba la pintura simbolista de Remedios Varo, el
Tótem femenino que se va a pincel por el camino artístico. La elocución verbal
de Cortázar trabaja por elisión: Johnny vive desvaneciéndose, desapareciendo,
de ahí su fuerza: entre más se muere, entre más decadente se vuelve y el lector presencia esta elisión de personaje,
más poder de seducción contiene el relato. Éste tipo de personajes-obsesiones,
la mayoría de los escritores los pintan (es decir, su prosopografía) es de
seres flacos, enternecidamente débiles o frágiles, —igual pasa en la pintura: El grito de Munch es delgado, y en arte
plástico la Femme nue debout (Desnudo
de piel) de Giacometti hacia 1954-57 es tan delgado como una vara que haría
explotar el aire ¿pero en realidad? Son gordos, están atascados, tienen anchura mental en el creador o el narrador y por eso se les debe matar
desde el principio y durante todo el trayecto narrativo, (así comienza El perseguidor: Bruno va a buscar a
Johnny) a medida que éstos enflacan en la mente del escritor, se vuelven
terriblemente gordos en los lectores, es por eso que los extrañamos cuando
mueren, porque los tenemos en las entrañas, son platillos que tienen sus aspirinas,
el haiku japonés, por ejemplo. Si pensamos que la literatura o la escritura
(indistintamente) son el mejor atropomorfismo gráfico que el ser humano tiene
para observarse, retratarse y alegrarse, la analogía no es gratuita, veamos
este ejemplo japonés:
Un libro
El
maestro sacó un libro de su baúl. Cuando abrió el libro y empezó a hojearlo,
surgió un suave olor a canela.
Yamamoto
Tsunetomo (1659-1719)
Éste ejemplo contiene casi ya todo lo que busca un lector en Cien años de soledad, por
ejemplo. Es la relación entre lo grande y lo pequeño, el mundo y una
calle, un platillo y un postre, el
metadiscurso y el microtexto.
He querido titular este texto
aludiendo al sentido de la culpa por pedazos narrativos del entramado de El perseguidor, que son eso, el sentido
de la culpa. El sentir popular echa la culpa, “¿yo tengo la culpa?” Dice el
niño. El adulto dice: “Es mi responsabilidad” Es decir, la culpa primero está
interiorizada por el niño o el que juega a ser animal (que tiene tantas
variantes como animales), porque no ha entendido o no se ha despojado
completamente del mundo como UNO, un único o única que juegan y en la infancia,
todos lo sabemos después de Freud, jugar significa hacer magia y la magia,
desde la concepción cristiana pero sobre todo desde la concepción adulta, es
una barbaridad irresponsable. Pero no pretendo descalificar el pensamiento
mágico (Mircé Eliade tiene un buen libro sobre el tema), más bien quiero
reivindicar para la literatura el rol que también la magia en ella juega. La
culpa puede matar o curar, depende de su uso y la interpretación que de ella y
ese sentir haga el ser humano. Me refiero a la culpa en abstracto y todo su
elixir o su pecado porque, finalmente soy escritor, no psicoanalista ni
psicólogo. La culpa del niño o de la niña sin distinción, (porque en ambos
sexos aparece a la fuerza) requiere aprendizaje y maduración para sortear el
grave peligro de la locura: la otra forma de llamar a la irresponsabilidad y
que, con razón, así debe decirse. ¿Por qué? Porque los seres humanos tenemos y
somos un cuerpo y tenemos una mente que desea y no sólo piensa; pensamos a
partir de lo que deseamos para luego obtener ese deseo, ya sea un martillo o
una casa en Florencia, por ejemplo; toda la antropología filosófica que
problematiza la existencia real del hombre en el mundo y frente a su mundo o su
espacio de acción (Ernest Casirer, por ejemplo) subraya este hecho como punto
de partida para su estudio. Baste decir que Freud habló muy bien sobre el tema,
en lo que devuelto a la sabiduría popular es el complejo de tal y que si
patatín y que si patatán. La culpa originaria, “cruda”, que nos demuestra eso
es la madre, es la culpa pasiva del niño que pregunta. El hombre adulto o la
mujer adulta tienen “responsabilidades” porque han entendido —entender
esto es lo que se llama “madurar”—, que
el sentido de la culpa debe de quedar fuera: es decir, en la próxima acción que
nos aleje del nacimiento biológico. Aceptar la muerte como lo único y lo
irrevocable de la condición humana es el fin de la culpa. ¿Cómo debemos de
erradicarla? Actuando, y no solamente actuando sino aceptando que actuamos, lo
cual ya debe verse, como la postura vital que enseña el padre, como
responsabilidad. ¿No es la adolescencia la etapa más poética —y la más
peligrosa, por supuesto— de toda nuestra vida? En esta etapa se quedó y murió
Johnny, porque su culpa se la quedó Bruno, lo admiraba pero nunca le dio
oportunidad para quitársela porque era él quien la pensaba y de ese modo la
hizo suya, ejemplo al canto, habla Bruno
en un monólogo interno:
“Si Johnny llega a beber demasiado coñac o a fumar una nada de droga,
el concierto va a ser un fracaso y todo se vendrá al suelo. París no es un
casino de provincia y todo el mundo tiene puestos los ojos en Johnny. Y
mientras lo pienso no puedo impedirme un mal gusto en la boca, una cólera que
no va contra Johnny ni contra las cosas
que le ocurren; más bien contra mí y la gente que lo rodea, la marquesa y
Marcel, por ejemplo.”
Super significativamente dice más adelante,
como aventándoles la pelotita de culpable a alguno de los dos: o Johnny o Bruno:
“El cambio de posición es el símbolo de un
cambio en la voz, en lo que la voz va a articular, en lo articulado mismo.”
Más adelante en el relato Bruno vuelve a
ver a Johnny y continúa su perorata magistral:
”¿Qué mundo es este que me toca cargar como un fardo? ¿Qué clase de evangelista
soy? En Johnny no hay la menor grandeza, lo he sabido desde que lo conocí,
desde que empecé a admirarlo. Ya hace rato que esto no me sorprende, aunque al
principio me resultara desconcertante esa falta de grandeza, quizá porque es
una dimensión que uno no está dispuesto a aplicar al primero que llega, y sobre
todo a los jazzmen.”
Bruno, inconsolable; Cortázar, con
conciencia de sus miles de lectores en el mundo entero, hace al Bruno-bruto
espejo de Johnny decir cuando los dos salen de un bar:
“Pero cómo resignarse a que Johnny se muera
llevándose lo que no quiere decirme esta noche, que desde la muerte siga
cazando, siga salido (yo ya no sé cómo escribir todo esto) aunque me valga la
paz, la cátedra, esa autoridad que dan las tesis incontrovertidas y los
entierros bien capitaneados.”
Estos pedazos de párrafos bien camuflados entre
los monólogos internos de Bruno, demuestran que la culpa, nunca la tuvo Johnny,
porque nunca fue conciente de la vida, pero no nos engañemos: Bruno no es
Cortázar ni viceversa, es Cortázar hablando desde más allá del individuo
Cortázar y por eso, Julio Cortázar es una autoridad, literaria y humana. Una
lectura fina del texto presupone a un Julio contento de su trabajo, un Julio
satisfecho de haber confeccionado una obra maestra y que sabía que daría de qué
hablar. Johnny murió en la inconsciencia, el delirio, la droga, murió rebelde
(primera impostación para el lector: un
humano no se muere jamás en ninguna impostación: sólo los personajes trágicos y
los héroes de los cuentos y las novelas). Bruno, no satisfecho de sus
cavilaciones sobre Johnny, al final le pasa la estafeta de la culpa de Johnny y
se la regala a su mujer. (Segunda impostación para el lector; sólo un idiota
como Hitler o alguien que tiene La Casa Blanca y la mente en blanco podría
morirse o cristalizarse haciendo el amor, nunca un buen personaje literario). Es
decir, Bruno se viola al recuerdo mismo del semi genio del saxofón Johnny en el
cuerpo de su mujer (al parecer incluso con dinero extra) y lo demás queda a la
imaginación; como buen relato, es el lector el que se queda pensando que le
contaron una historia soberbia. Julio, el inmortal verdadero, parece decir: “Ya
estuvo de culpas mujer, mejor vamos a coger”. He ahí su gran lección pero
también su machismo, dedicado a los lectores-hembra como el mismo decía en esa
seudo teoría de la literatura dividida en lo que le toca al lector hombre y a
la lectora mujer, pero, ¿pero? Vamos por partes: ¿Es que tú no has leído El perseguidor? ¿No has entendido el
dinamismo de su estética y su sabiduría realmente, desgarradoramente humana, su
parodia y, al mismo tiempo, su dimensión metafísica? Es tu culpa.
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