A Maricruz Patiño
Desde hace tiempo he sospechado que el lugar que ha desempeñado el cine en el siglo XX, desde un punto de vista sociológico, fue el mismo que desempeñó en el XIX la novela, así como el teatro en el siglo XVI y tal vez en este siglo XXI sean las nuevas tecnologías virtuales y el internet. Dejo en un segundo plano a la televisión y la radio ya que me parece que su campo de acción pertenece a tiempos y a duraciones más efímeras (aunque en su flamazo se nos vayan los días y semanas en las grandes ciudades) y no de gran impacto en la sociedad, a pesar de que en México se ve mucha televisión y la radio tiene el honroso prestigio y nobleza de comunicar precisamente a las comunidades más alejadas de las grandes urbes o megalópolis del planeta. La radio comunica a ranchos, pequeñas haciendas, pueblos de playas semivírgenes y da cuenta de los hechos locales política y culturalmente informando el latir de esas comunidades. En un país como México, en que desde los tiempos en que terminó la Revolución se habla de que las ciudades han superado a la sociedad campesina y que debemos ingresar a la modernidad en términos de legitimidad de gobierno, democracia sin cortapisas y un definitivo alto a la corrupción y al narco, nos hemos dado cuenta de que estamos condenados a que esas ideas sigan viniendo sin cesar, siempre prometedoras, siempre inalcanzables, siempre esperanzadas. Así lo vio Vasconcelos cuando tuvo que empezar desde cero la tarea educativa del país. No importaba que la gente no leyera si es que acaso sabía: era preciso penetrar con los clásicos griegos por todos los rincones del país: Aristóteles, Píndaro, Homero. Ya después se cotejarían los resultados: lo importante era darle a México un pasado de dimensión internacional.
Me he referido al latir de las comunidades y lo hago ahora también de las grandes urbes: en los años cincuenta del siglo pasado ese latir estaba perfectamente empatado entre cine y literatura en México, no en balde es llamada la “época de oro” de nuestro cine. Por ejemplo, las películas del guionista Alejandro Galindo estaban basadas en reminiscencias de textos fundamentales de ésa época: El laberinto de la soledad, La región más transparente, El perfil del hombre y la cultura en México, etcétera. Entre las luminarias de nuestras letras había un debate muy importante sobre la identidad nacional que Galindo, con un enorme colmillo y conocimiento de las tretas cinematográficas, plasmó en películas como Los hermanos de hierro. Y creo que esto tuvo y tiene mayor impacto en las sociedades y que definen mejor el sentir de una época y que reflejan lo que la gente quiere y quiere ser, muy aparte de los fenómenos mediáticos. Por ejemplo, en la actualidad, hace poco tiempo películas como Sexo, pudor y lágrimas, Amores perros, La perdición de los hombres o Y tu mamá también... y en un lugar no menor aunque de menos alcance de las grandes masas, novelas como La piel del cielo, de Elena Poniatowska, galardonada con el premio internacional de novela, Alfaguara 2001, El otro amor de su vida de Héctor Manjarrez o la multimencionada En busca de Klingsor de Jorge Volpi. (Finalista de la encuesta de las mejores novelas mexicanas hecha por la revista Nexos) Y así lo seguiré creyendo, ya que me niego a definir a nuestra sociedad por el número de partidos de fútbol que se ven en las cantinas de la ciudad de México.
Vuelvo a mi sospecha: el cine deja atrás a la novela como hecho cultural que se inserta en el cotidiano histórico. Pero a su vez, el cine debe mucho a las grandes novelas del siglo XIX. Así lo vio Tolstoi en una enorme profecía citada por Fernando Savater en un hermoso artículo titulado “La palabra imaginaria” (revista Intermedios, marzo de 1992):
“Ya veréis cómo este pequeño y ruidoso artefacto provisto de un manubrio revolucionará nuestra vida: la vida de los escritores. Es un ataque directo a los viejos métodos del arte literario. Tendremos que adaptarnos a lo sombrío de la pantalla y a la frialdad de la máquina. Serán necesarias nuevas formas de escribir”.
Las deudas del cine a la literatura y su relación son brillantemente exploradas por Savater. Pero yo me pregunto: ¿Y la poesía, y la pintura, la música? La música se ha revelado como una hermana casi gemela del cine, al nacer el cine sonoro y más adelante, el soundtrack, así que entre la combinación de música y escenas sentimentaloides o emotivas en la pantalla, la gente las confunde con poesía y cree que de un plumazo se pueden borrar a Baudelaire, Vallejo o Huidobro. Hablando en plata, es sabido que el cine es una bola de trucos que obligan al espectador a interesarse, a desbordarse y a entusiasmarse con una trama o unos personajes. No hablo aquí de los grandes creadores de cine, como Orson Welles, Bergman, Kurosawa, Tarkovski, Kubrick o Buñuel. Sino el cine normal, norteamericano, hoolywoodesco, predigerido y de hecho mucho más disponible para el espectador de a pie: usted o yo. En esos terrenos, la poesía y la pintura casi no tienen nada qué hacer junto con el cine. Tal vez esta aparente lejanía se deba a que el pintor es un poeta por otros medios, es decir, que presenta un mundo estético acabado al igual que el poeta con sus palabras, se trata de una estética que no se conforma con re-presentar al hombre o la naturaleza, como lo hacen la novela y el cine, sino que en realidad presentan ese otro mundo donde vivimos nosotros: el alma, la otredad en el yo o la ensoñación, tema brillantemente explorado por el franchute Gaston Bachelard en su ensayo La poetica del espacio. Existen ciertas ideas psicoanalíticas que defienden al cine comparándolo con los sueños. “Soñamos como si viéramos una película”, parece ser la conclusión con la cual el psicoanálisis avala al cine y lo declara moralmente sano y recomendable. A los que así piensan y (sobretodo): ahí se detienen, los remito al espléndido cuento de Bertrand Russell Ajuste. Una Fuga para que descubran lo que le pasó al psicoanalista que intentó someter a diván a los grandes personajes de Shakespeare. ¿Qué pensaba Freud sobre lo que descubrió Lumiére? Por lo menos hasta donde yo tengo noticia no hay un texto freudiano amplio y contundente al respecto. Por tal motivo, creo que en ésta tónica (por lo menos la de ésta nota) Bachelard fue mejor detective: es la ensoñación el estado en el que verdaderamente el individuo se revela, dialoga y examina su propia vida. Cuando se trata de penetrar en el interior de un personaje, el cine se vale de una nubecita (ahora este efecto está casi ya superado) u otros que nos muestran un mundo onírico, pero pintores y poetas saben que esto no basta para hacer poesía; poetas y pintores reflexionan, se inspiran (es decir, tienen visiones de la materia o sustrato poético sobre el cual trabajarán, lo cual es muy distinto a imaginar propiamente imágenes: el binomio imagen visual-imágen poética no existe) y no sólo sugieren, como lo hace el cine. El arte pictórico y poético expresan la fascinación y el vértigo de sentir o indagar en el alma propia, lo cual es una defensa preciosa de la subjetividad: poesía y pintura insinúan lo otro, el cine insinúa un truco. Aunque partimos del hecho de que ambos caminos seducen, (en el sentido de que en cualquier seducción hay algo de trampa y espejismo), en poesía y pintura la seducción nunca acaba: la prueba estriba en que un buen observador de cuadros o un buen lector nunca se cansan o se aburren de las buenas pinturas o los buenos poemas; en cambio, mirar la misma película más de una o dos veces resulta un tanto bruto. En fin, el cine tiene muchos grandes novelistas, en el sentido de la estructura narrativa, pero aún le faltan un Borges, un Neruda o un Salvador Dalí. El día en que esto se muestre, será gracias a que los hoy aprendices de cine habrán leído a Bachelard, la ensoñación se desnudará y así comprenderemos una vez más, que el cine puede y debe ser un arte, que al igual que todos los demás, necesita revolucionarse en contenidos y no sólo en aspectos puramente técnicos.
Abril 2003
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