TOMADO DE BABELIA, SUPLEMENTO
CULTURAL DEL PERIÓDICO EL PAÍS
No cabe duda de que hemos entrado
en una nueva era. El problema es que los historiadores tardarán años en
determinar si los grandes cambios que estamos experimentado tuvieron relación
entre sí o si se produjeron simultáneamente por casualidad. Afectan a todos los
aspectos de la sociedad y la política, tanto nacional como internacional, y
también a la guerra. La de Irak puso de manifiesto la extraña impotencia de la
supremacía militar occidental. La aplastante victoria de 2003 sobre las fuerzas
de Sadam Huseín demostró que cualquier comparación con la Segunda Guerra
Mundial era arriesgada. El éxito militar convencional ya no trae consigo la
paz. Los líderes de Washington y Londres pasaron por alto un cambio crucial en
la manera de hacer la guerra. La guerrilla o la lucha partisana se solía librar
en las montañas, los bosques o los pantanos. Actualmente, sus blancos
principales se encuentran en las zonas urbanas, al igual que la posibilidad de
camuflarse entre la comunidad civil para preparar operaciones ocasionales. La
teoría de Mao de que había que moverse entre la población como peces en el agua
no ha caído en el olvido.
La explosión demográfica en
África y Oriente Próximo está aumentando el número de megalópolis a través de
la inmigración. Hay una cantidad inmensa de jóvenes sin apenas esperanza de
conseguir un trabajo o una casa o de formar una familia, lo cual conduce a una
amarga frustración. En la actualidad, el Ejército estadounidense se está
preparando para futuros campos de batalla formados por rascacielos rodeados de
chabolas. La era de los Ejércitos convencionales con uniformes reconocibles que
maniobran para conseguir ventaja en campo abierto ha llegado a su fin. La
guerra se ha vuelto eminentemente urbana, con consecuencias terribles para los
civiles atrapados en las ciudades, como muestra la devastación de Alepo.
La verdadera revolución
socioeconómica empezó a mediados de la década de 1980 y principios de la de
1990 sin que entendiésemos lo que estaba pasando. Entonces nos parecía
emocionante esa combinación de cambio geopolítico y final de la Guerra Fría
mezclado con la revolución de las comunicaciones y la invención de Internet.
Pero esos cambios también trajeron consigo la liberalización económica, la
liberalización de los mercados financieros, el fin de las barreras comerciales
y la expansión de la globalización. Empezamos a advertir la fragmentación de
las lealtades colectivas o tribales. Los sindicatos, las organizaciones
religiosas, los partidos políticos y las asociaciones militares comenzaron a
decaer al mismo tiempo. Un escepticismo creciente ante la autoridad dio lugar a
una sociedad mucho menos deferente, y otras transformaciones contrarias a la
jerarquía tuvieron como resultado una informalidad mucho mayor en los centros
de trabajo. El énfasis se ponía en el individuo. A eso era a lo que se refería
Margaret Thatcher con su tristemente célebre frase: “No existe eso que llaman
sociedad”.
En el pasado, la mayoría de las
revoluciones fueron inducidas o forjadas por ideales políticos, nacionales o
religiosos, y estuvieron revestidas de un aura de autoinmolación. Por otra
parte, esta nueva revolución fue la primera en la que la principal fuerza
motora era descaradamente egoísta. La gente empezó a hablar de la “generación
del yo”. Este era el futuro, liberado de las restricciones de las fronteras
nacionales o las lealtades anticuadas. El magnífico aforismo del poeta John
Donne —“Nadie es una isla”— pasó a considerarse como algo perteneciente a la
historia lejana.
El individuo, aunque
supuestamente liberado y poderoso, en la práctica se había vuelto crédulo. El
siniestro eslogan de los cienciólogos estadounidenses —“Si para ti es verdad,
entonces lo es”— se ha propagado como un virus invisible que impide a sus
víctimas ver la realidad. Las teorías de la conspiración han existido siempre,
pero ahora, mediante la comunicación por Internet, pueden adquirir una fuerza y
un impulso totalmente diferentes. El asilamiento en la nueva sociedad de masas
convierte a las personas en vulnerables a los charlatanes y los falsos
profetas. Y todo esto lo empeora mucho más la industria internacional del ocio,
capaz de crear su propia y convincente visión.
En la actualidad estamos entrando
en el mundo de la posalfabetización, en el que la reina es la imagen en
movimiento. El límite entre la realidad y la ficción está siendo minado
implacable y deliberadamente, sobre todo debido al enorme potencial económico.
Desde el punto de vista histórico, sin embargo, esto es profundamente perverso.
En los últimos tiempos hemos asistido a un importante aumento de lo que yo
llamaría la “dramatización deformada de la realidad” tanto en documentales como
en películas de ficción. El peligro es que, en la actualidad, para la mayoría
de la gente esta “historia para entretener” es la principal fuente de
conocimiento histórico.
La obsesión de Hollywood por
afirmar que una película es real incluso cuando es ficticia en su práctica
totalidad es un fenómeno relativamente nuevo. Por lo visto, ahora hay que
comercializarla proclamando su autenticidad. De vez en cuando se refuerza la
falsa sensación de verosimilitud proyectando aquí y allá nombres de lugares y
fechas concretas, como si el público estuviese a punto de presenciar una
recreación fidedigna de lo que sucedió determinado día, algo que resulta
especialmente lamentable cuando se trata de personas que solo han tenido
contacto con el tema a través de la ficción cinematográfica o televisiva. Poco
después del estreno de la película El
Código Da Vinci, en Gran Bretaña se hizo un estudio para investigar
sus efectos. A pesar de que la película es ciertamente absurda, la encuesta
mostró que, después de verla, casi la mitad de la muestra diseñada para
representar a la población estaba convencida de que María Magdalena había
tenido un hijo con Jesús y de que su linaje pervivía hasta hoy. El incremento
de la ficción realista coincide con una época en la que mucha gente tiene cada
vez más dificultades para distinguir entre fantasía y realidad.
Los antropólogos están empezando
a estudiar la forma en que Internet, y en particular las redes sociales, están
transformando las relaciones políticas e incluso humanas. Solo Facebook tiene
más de 500 millones de miembros activos, la mitad de los cuales se conecta cada
día. Los miembros tienen una media de 130 “amigos”. Pero, ¿qué clase de amistad
puede representar algo así? Un estudio reciente ha revelado que se ha producido
un enorme incremento de los problemas mentales sobre todo entre las mujeres
jóvenes debido a que las redes sociales hacen que se sientan ineptas. En una
paradoja significativa, parece que nada aísla más que Internet, el mayor
invento en comunicaciones de todos los tiempos.
Tal vez no resulte sorprendente
que en muchas partes del mundo estemos presenciando una política de la ira
incoherente manipulada por el engaño deliberado. Hace tiempo que soy
nítidamente consciente de que la honestidad intelectual es la primera víctima
de la indignación moral. Cuando la gente se identifica apasionadamente con una
causa o un asunto, en su inconsciente se siente legitimada para estirar la
verdad y hasta inventar estadísticas que apoyen su tesis. Pero ahora hemos
entrado en una auténtica era de la “posverdad”, en la que, a juzgar por los
argumentos a favor del Brexit en Gran Bretaña, de Trump en Estados Unidos, o de
los nacionalistas extremos en Europa, se diría que la verdad ha dejado de tener
importancia. Los demagogos y sus acólitos imitan la táctica estalinista: cuanto
mayor es la mentira, más potente es su efecto. Pero esto conduce a la muerte de
la democracia. Solo las dictaduras medran en la falsedad. La democracia no
puede sobrevivir sin una base de respeto hacia los demás, acompañada por el
respeto a la verdad.
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