A Iván Ríos Gascón
En febrero de
1995 me encontraba trabajando en mi primera novela. Era una porquería de
trescientas cuartillas que me tenía como loco y bajo la nociva influencia de la
excelente prosa de Jack Kerouac. Todas las tardes regresaba a casa de mi abuela
después de trabajar y llenaba cuadernos enteros que garabateaba con frases que
según yo, algún día iban a funcionar. Una noche de quincena lluviosa pasé al
lado de una tienda de ropa y de inmediato reparé en un sombrero que estaba
colgado en el fondo. Hablé con el muchacho que atendía y lo convencí de que me
lo vendiera. El güey no quería y lo comprendí perfectamente: era un sombrero
“oficial” de Indiana Jones. Hasta tenía grabado en el fondo un sello con la
cara de Harrrison Ford con el sombrero y el también inseparable látigo ondeando
en el aire. Salí de la tienda feliz y me fui a garabatear.
Mi
deseo en aquél entonces era ahorrar para volver a Europa, o si no volvía a
Europa, viajar por todo México; algo saldría de todo eso y por lo menos el
trabajo me hacía viajar de arriba para abajo de la ciudad de México, pero había
un problema: estaba solo, desesperadamente solo y con la melancolía a cuestas
de los buenos tiempos de cuando vivía en Aguascalientes, tenía mi propio departamento y vagabundeaba
con mi broder Joaquín por los bares todas las noches en busca de acción. Era
tan tonto y lo ignoraba casi todo del arte de escribir, quería hablar de mis
amigos y de nuestras vidas como si únicamente la fotografía de aquellos tiempos
tuviera algún valor por sí mismo en terrenos literarios. Aún ignoro mucho del
arte de escribir, pero he aprendido, por lo menos, que las buenas intenciones
no bastan. Mis únicos oasis eran Rock 101, que en ese entonces estaba al borde
de la desaparición, el Semanal de la Jornada, el Búho del Excélsior y el sombrero, que me
congratulaba de sólo mirarlo: pensaba en todos esos jóvenes, hombres y mujeres
maravillosos que me faltaban por conocer y con los cuales intercambiaría ideas
y experiencias.
Así
estaban las cosas un sábado en la mañana en que no tenía nada que hacer; salvo
masturbarme a la hora del baño, cuando suena el teléfono y escucho su voz
carraspienta y misteriosa: era Joaquín que regresaba de una larga temporada de
trabajar en las costas de Oaxaca y decía que tenía mil cosas que contar.
Perfecto, le dije, me robo una botella de mi abuelo y voy a visitarte, ¿dónde
te estás quedando? En casa de mi hermano, respondió, nos vemos a la noche.
Su
hermano... un antiguo colega me había dicho que el hermano de Joaquín era
homosexual y que por eso ya no quería quedarse en su casa cuando venía de
Aguascalientes a México. No importa, pensaba yo, tal vez me dé náuseas pero
tengo que ver a Joaquín. Los viejos recuerdos estaban ahí y nuestro fanatismo
por la amistad nos protegía del enemigo. “Yo pertenezco al clan de los que no
se les cae la camiseta, de los que se burlan del sistema y protestan contra las
injusticias aunque tengan la mierda del infierno hasta el cuello y que platican
con alegría en sus reuniones” me había escrito en una carta Joaquín.
Llegué
pues a la casa de su hermano, subí las escaleras del edificio y toqué la
puerta. Adentro del departamento se escuchaba música y se oían frases
incomprensibles. Escuché la voz de Joaquín que decía: “¿quieeeen?” “Yo güey,
abre” “¿Qué quiere?” me dijo el muy mamón. “Traigo mezcal del que te gusta,
abre la puta puerta”, le dije. “Deje el mezcal en el suelo y retírese”, reviró
con voz solemne. Me empecé a sentir incómodo hasta que por fin abrió, vi su
rostro asoleado y sus facciones asiáticas, sus ojos rasgados y su boca
torcida, me sentí contento, pero él no
me hizo caso, no me abrazó ni nada que demostrara afecto y se fue corriendo a
la cocina. Yo lo seguí y ahí entendí muy bien por qué no me había hecho caso.
“Condongo —dijo Joaquín abrazándola por la espalda—, ella es Emberg”. La chica
me saludó de beso en la mejilla y a mí casi se me sale la camisa y los
pantalones disparados por la ventana; era una pelirroja inglesa con rastas y
ojos azules y de un cuerpo que parecía sacado de las páginas centrales de
Playboy, la había conocido en Mazunte y habían vivido juntos en Zipolite.
“Ahora a ella le tocó cocinar —dijo Joaquín— tú préstame ese sombrerito y saca
tres vasos para que el mezcal haga lo suyo”. Empezamos a beber y Joaquín barajó
un poco esas anécdotas de Oaxaca, de repente hablaba en inglés con Emberg, ella
no hablaba español. “A veces sí le entiendo todo, a veces nada más le doy el
avión”, decía Joaquín. Después de que cenamos lo que preparó Emberg, llegó
Francisco, su hermano, con una bola de gente y un tipo que traía una bicicleta.
Momentos antes Joaquín me había confesado que Francisco tenía SIDA, así que
cuando lo saludé de mano sentí escalofrío. Francisco ya murió ahora, pero en
ese entonces se veía todavía muy bien y con carácter fuerte. “Así que tú
quieres ser escritor” me dijo. Obviamente dudé, pero le respondí que sí. Sus
amigos lo jalaban. Como que se notaba que su grupo y el nuestro no iban a
congeniar. Joaquín y Francisco discutieron mientras Emberg, calladita y sin
decir nada, revisaba una playera suya en el sillón, estaba tan callada que
parecía que murmuraba. Yo la miraba con fascinación y estupor: era bellísima,
claro, pero además parecía que tenía personalidad; eso y agregándole que era
inglesa era ya decir demasiado: Joaquín se había sacado la lotería.
Después
de mucho rabiar, Francisco aceptó (quien sabe como cuántas veces antes) que nos
quedáramos los tres a dormir en el cuarto de servicio de la azotea. No había
comunicación, yo no sabía inglés lo suficiente para entablar una plática, pero
después de que a Joaquín se le pasó la furia de su discusión con su hermano, me
contó algo de la vida de Emberg. Me dijo que allá en Inglaterra, algunos chavos
acostumbraban vagar para encontrar dónde vivir y si encontraban una casa vieja
y/o abandonada, prás, una patada a la puerta y todos a dormir dentro. En España
también lo hacen, allá les dicen los “ocupas”. Eso era Emberg. También había
participado como extra en una película árabe. Recordé entonces dos años atrás,
cuando había ido a Europa. En Barcelona conocí a una tal Silvia en un bar,
habíamos hablado mucho de rock y en ese entonces La Maldita había ido allá a
dar un concierto y la había dejado fascinada, decía: “De México, La Maldita Vecindad,
muy buenos”. Con ese grácil acento catalán. Después, ya borrachos, habíamos
caminado por las Ramblas y yo intentaba besarla, cosa que le dije a mi novia de
entonces en Aguascalientes, y lo dije como si hubiera sido todo un triunfo:
“Sí, nos dimos unos besotes ya bien pedos”. Pero era mentira, nunca besé a
Silvia, sólo besé la hoja donde me dejó su teléfono y que por supuesto, ya
perdí.
A
las dos de la mañana seguíamos discutiendo. Joaquín me hablaba de lo fácil que
es viajar y yo de lo difícil que es escribir bien. Joaquín no me entendía, el
mezcal estaba por acabarse y la música de Led Zeppelin (que en ese entonces los
dos soportábamos de buena gana) atronaba en el cuartito. De pronto vi a Emberg
y Joaquín enfrascados en una discusión: Emberg no soportaba los toros; Joaquín
defendía la valentía del torero ante el animal. Duró un buen rato, no sé
cuánto, vi un pantalón y unos libros de Ibargüengoitia y los usé como almohada,
soñé que se la metía a Emberg por telepatía. Desperté a las seis de la mañana
gracias a Joaquín, que estaba triste. “¿Qué pasa, qué pasa hermano?” le dije.
“Me apendejé Marcos —me dijo—, vomité sobre Emberg, la ves dormida, pero está
encabronadísima”. Estuve a punto de echarme
a reír histéricamente, me contuve, traté de recordar mi sueño y Joaquín me
regaló los libros que había utilizado como almohada. “Para que no sólo te pasen
por ósmosis, maldito cabrón”, después salí a la calle, las seis de la mañana en
México, no sabía por qué (el joven que se busca a sí mismo en los otros) y
comencé a leer los libros. La borrachera no me dejaba pensar bien, pero bueno,
la vida es azarosa y a veces es generosa, después encontraría tiempo... ¡y el
sombrero! Maldito Joaquín, me había despedido con el sombrero puesto, sólo hasta
después lo recordé, pero vaya, un sombrero, un amigo, siempre pasan cosas,
luego sabría qué hacer.
RELATO INCLUÍDO EN MI LIBRO: "CUENTOS ICONOCLASTAS Y OTROS CUATES" 2009 ED. TORRE OSCURA
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