© ®

Todos los textos son propiedad de sus autores, quienes tienen todos los derechos sobre ellos (¿o será al revés?) y han decidido libremente publicarlos aquí para la difusión pública sin fines de lucro. *Este proyecto está basado, en sus orígenes, en la idea de Dulce Chiang y Alicia Quiñones



domingo, 16 de junio de 2019

BREVE RELATO DE UNA NOCHE SIN RUMBO, por Marcos García

A Iván Ríos Gascón
                           

En febrero de 1995 me encontraba trabajando en mi primera novela. Era una porquería de trescientas cuartillas que me tenía como loco y bajo la nociva influencia de la excelente prosa de Jack Kerouac. Todas las tardes regresaba a casa de mi abuela después de trabajar y llenaba cuadernos enteros que garabateaba con frases que según yo, algún día iban a funcionar. Una noche de quincena lluviosa pasé al lado de una tienda de ropa y de inmediato reparé en un sombrero que estaba colgado en el fondo. Hablé con el muchacho que atendía y lo convencí de que me lo vendiera. El güey no quería y lo comprendí perfectamente: era un sombrero “oficial” de Indiana Jones. Hasta tenía grabado en el fondo un sello con la cara de Harrrison Ford con el sombrero y el también inseparable látigo ondeando en el aire. Salí de la tienda feliz y me fui a garabatear.
            Mi deseo en aquél entonces era ahorrar para volver a Europa, o si no volvía a Europa, viajar por todo México; algo saldría de todo eso y por lo menos el trabajo me hacía viajar de arriba para abajo de la ciudad de México, pero había un problema: estaba solo, desesperadamente solo y con la melancolía a cuestas de los buenos tiempos de cuando vivía en Aguascalientes,  tenía mi propio departamento y vagabundeaba con mi broder Joaquín por los bares todas las noches en busca de acción. Era tan tonto y lo ignoraba casi todo del arte de escribir, quería hablar de mis amigos y de nuestras vidas como si únicamente la fotografía de aquellos tiempos tuviera algún valor por sí mismo en terrenos literarios. Aún ignoro mucho del arte de escribir, pero he aprendido, por lo menos, que las buenas intenciones no bastan. Mis únicos oasis eran Rock 101, que en ese entonces estaba al borde de la desaparición, el Semanal de la Jornada, el Búho del Excélsior y el sombrero, que me congratulaba de sólo mirarlo: pensaba en todos esos jóvenes, hombres y mujeres maravillosos que me faltaban por conocer y con los cuales intercambiaría ideas y experiencias.
            Así estaban las cosas un sábado en la mañana en que no tenía nada que hacer; salvo masturbarme a la hora del baño, cuando suena el teléfono y escucho su voz carraspienta y misteriosa: era Joaquín que regresaba de una larga temporada de trabajar en las costas de Oaxaca y decía que tenía mil cosas que contar. Perfecto, le dije, me robo una botella de mi abuelo y voy a visitarte, ¿dónde te estás quedando? En casa de mi hermano, respondió, nos vemos a la noche.
            Su hermano... un antiguo colega me había dicho que el hermano de Joaquín era homosexual y que por eso ya no quería quedarse en su casa cuando venía de Aguascalientes a México. No importa, pensaba yo, tal vez me dé náuseas pero tengo que ver a Joaquín. Los viejos recuerdos estaban ahí y nuestro fanatismo por la amistad nos protegía del enemigo. “Yo pertenezco al clan de los que no se les cae la camiseta, de los que se burlan del sistema y protestan contra las injusticias aunque tengan la mierda del infierno hasta el cuello y que platican con alegría en sus reuniones” me había escrito en una carta Joaquín.
            Llegué pues a la casa de su hermano, subí las escaleras del edificio y toqué la puerta. Adentro del departamento se escuchaba música y se oían frases incomprensibles. Escuché la voz de Joaquín que decía: “¿quieeeen?” “Yo güey, abre” “¿Qué quiere?” me dijo el muy mamón. “Traigo mezcal del que te gusta, abre la puta puerta”, le dije. “Deje el mezcal en el suelo y retírese”, reviró con voz solemne. Me empecé a sentir incómodo hasta que por fin abrió, vi su rostro asoleado y sus facciones asiáticas, sus ojos rasgados y su boca torcida,  me sentí contento, pero él no me hizo caso, no me abrazó ni nada que demostrara afecto y se fue corriendo a la cocina. Yo lo seguí y ahí entendí muy bien por qué no me había hecho caso. “Condongo —dijo Joaquín abrazándola por la espalda—, ella es Emberg”. La chica me saludó de beso en la mejilla y a mí casi se me sale la camisa y los pantalones disparados por la ventana; era una pelirroja inglesa con rastas y ojos azules y de un cuerpo que parecía sacado de las páginas centrales de Playboy, la había conocido en Mazunte y habían vivido juntos en Zipolite. “Ahora a ella le tocó cocinar —dijo Joaquín— tú préstame ese sombrerito y saca tres vasos para que el mezcal haga lo suyo”. Empezamos a beber y Joaquín barajó un poco esas anécdotas de Oaxaca, de repente hablaba en inglés con Emberg, ella no hablaba español. “A veces sí le entiendo todo, a veces nada más le doy el avión”, decía Joaquín. Después de que cenamos lo que preparó Emberg, llegó Francisco, su hermano, con una bola de gente y un tipo que traía una bicicleta. Momentos antes Joaquín me había confesado que Francisco tenía SIDA, así que cuando lo saludé de mano sentí escalofrío. Francisco ya murió ahora, pero en ese entonces se veía todavía muy bien y con carácter fuerte. “Así que tú quieres ser escritor” me dijo. Obviamente dudé, pero le respondí que sí. Sus amigos lo jalaban. Como que se notaba que su grupo y el nuestro no iban a congeniar. Joaquín y Francisco discutieron mientras Emberg, calladita y sin decir nada, revisaba una playera suya en el sillón, estaba tan callada que parecía que murmuraba. Yo la miraba con fascinación y estupor: era bellísima, claro, pero además parecía que tenía personalidad; eso y agregándole que era inglesa era ya decir demasiado: Joaquín se había sacado la lotería.
            Después de mucho rabiar, Francisco aceptó (quien sabe como cuántas veces antes) que nos quedáramos los tres a dormir en el cuarto de servicio de la azotea. No había comunicación, yo no sabía inglés lo suficiente para entablar una plática, pero después de que a Joaquín se le pasó la furia de su discusión con su hermano, me contó algo de la vida de Emberg. Me dijo que allá en Inglaterra, algunos chavos acostumbraban vagar para encontrar dónde vivir y si encontraban una casa vieja y/o abandonada, prás, una patada a la puerta y todos a dormir dentro. En España también lo hacen, allá les dicen los “ocupas”. Eso era Emberg. También había participado como extra en una película árabe. Recordé entonces dos años atrás, cuando había ido a Europa. En Barcelona conocí a una tal Silvia en un bar, habíamos hablado mucho de rock y en ese entonces La Maldita había ido allá a dar un concierto y la había dejado fascinada, decía: “De México, La Maldita Vecindad, muy buenos”. Con ese grácil acento catalán. Después, ya borrachos, habíamos caminado por las Ramblas y yo intentaba besarla, cosa que le dije a mi novia de entonces en Aguascalientes, y lo dije como si hubiera sido todo un triunfo: “Sí, nos dimos unos besotes ya bien pedos”. Pero era mentira, nunca besé a Silvia, sólo besé la hoja donde me dejó su teléfono y que por supuesto, ya perdí.
            A las dos de la mañana seguíamos discutiendo. Joaquín me hablaba de lo fácil que es viajar y yo de lo difícil que es escribir bien. Joaquín no me entendía, el mezcal estaba por acabarse y la música de Led Zeppelin (que en ese entonces los dos soportábamos de buena gana) atronaba en el cuartito. De pronto vi a Emberg y Joaquín enfrascados en una discusión: Emberg no soportaba los toros; Joaquín defendía la valentía del torero ante el animal. Duró un buen rato, no sé cuánto, vi un pantalón y unos libros de Ibargüengoitia y los usé como almohada, soñé que se la metía a Emberg por telepatía. Desperté a las seis de la mañana gracias a Joaquín, que estaba triste. “¿Qué pasa, qué pasa hermano?” le dije. “Me apendejé Marcos —me dijo—, vomité sobre Emberg, la ves dormida, pero está encabronadísima”.  Estuve a punto de echarme a reír histéricamente, me contuve, traté de recordar mi sueño y Joaquín me regaló los libros que había utilizado como almohada. “Para que no sólo te pasen por ósmosis, maldito cabrón”, después salí a la calle, las seis de la mañana en México, no sabía por qué (el joven que se busca a sí mismo en los otros) y comencé a leer los libros. La borrachera no me dejaba pensar bien, pero bueno, la vida es azarosa y a veces es generosa, después encontraría tiempo... ¡y el sombrero! Maldito Joaquín, me había despedido con el sombrero puesto, sólo hasta después lo recordé, pero vaya, un sombrero, un amigo, siempre pasan cosas, luego sabría qué hacer.

RELATO INCLUÍDO EN MI LIBRO: "CUENTOS ICONOCLASTAS Y OTROS CUATES" 2009 ED. TORRE OSCURA                       

No hay comentarios: